lunes, 6 de agosto de 2007

Mahler, Bernstein, judaísmo, antisemitismo, asimilación y angustias varias






















La Deutsche Grammophon acaba de editar en formato DVD un ensayo televisivo que la BBC transmitió originalmente en 1985. Se trata de The Little Drummer Boy (“El niño del tambor”), donde Leonard Bernstein desentraña la música de Gustav Mahler a partir de “la cuestión judía” dentro de la vida y obra del compositor austriaco nacido el 7 de julio de 1860. En mi columna del suplemento Laberinto —dirigido por José Luis Martínez— del periódico Milenio del 4 de agosto, apareció una nota al respecto en la página ocho. Esta reflexión pretende ahondar en algunas consideraciones aún más personales de lo que allí puede leerse, pensamientos que simplemente no cabían en el espacio de los poco más de tres mil caracteres de los cuales dispongo semanalmente para comentar cuestiones de arte y cultura en general. [Si usted no compra Milenio, el artículo mencionado puede leerse en lapaginadebetobuzali.com: http://www.lapaginadebetobuzali.com/mails/04AGOSTO2007/04AGOSTOLABERINTO06.htm].

Leonard Bernstein (25 de agosto, 1918-14 de octubre, 1990), al igual que Gustav Mahler, fue director y compositor. Además, ambos nacieron dentro de la religión judía, sólo que en circunstancias y lugares muy diferentes. Bernstein fue uno de los máximos intérpretes de Mahler, e hizo todo lo que estuvo en su poder para que las sinfonías y los ciclos de lieder del austriaco estuvieran presentes en las mentes y corazones de quienes escuchaban música de concierto en la segunda mitad del siglo XX. Estoy seguro de que el compositor norteamericano se sintió profundamente identificado con Mahler, por razones obvias —algunas— y otras que tal vez no salten a la vista.

En The Little Drummer Boy, a Bernstein le interesa descubrir las raíces judías en un compositor que, haciendo use de su libre albedrío, se convirtió al catolicismo. No sólo eso. Pretende dilucidar, a partir de esta elección vital, el porqué de la constante angustia que se percibe en la música de Mahler, presente aun cuando las melodías y armonías pretenden transmitir una sensación de plenitud, celebración o alegría. No en balde señala Bernstein que en cada una de las sinfonías de Mahler hay una marcha fúnebre.

Durante la época de Mahler, en las regiones de habla alemana, el antisemitismo abierto y legal era una realidad que habría impedido el sueño mayor del compositor austriaco: llegar a ser el director de la Ópera de la Corte de Viena. Sus méritos artísticos simplemente no serían suficientes. De ahí, su conversión al catolicismo. Era como si en la descripción del puesto hubieran escrito: “Judíos, absténganse de entregar solicitud”.

Bernstein señala que sí hubo elementos del catolicismo que le parecieron atractivos al compositor. Por ejemplo, durante su niñez, amén de asistir a la sinagoga en compañía de su familia, Mahler cantaba en el coro de la iglesia, y el compositor contaba que ésta le gustaba mucho más “porque la música era mejor”.

Por otro lado, argumenta Bernstein, el judaísmo no prometía la resurrección y la vida eterna, tal como las planteaba el cristianismo. Esto, para un hombre obsesionado con la muerte, habrá representado un gran bálsamo. Según la tesis de Bernstein, al abandonar la fe de sus antepasados por razones artísticas —por un lado— y psicológicas —por el otro—, Mahler fue presa de una gran culpabilidad, o angustia, que jamás expresó en palabras sino musicalmente. Empleo la palabra psicológicas y no espirituales porque estoy convencido de que el mundo espiritual de Mahler rebasaba las religiones oficiales establecidas. Su búsqueda no tenía que ver con la pertenencia a una comunidad creyente de una u otra denominación sino en la trascendencia del ser humano, probablemente a través de la música, el lenguaje en que él podía expresar libremente todo aquello que no pudo externar con palabras, como éstas.

Dicho de otro modo, la conversión de Mahler al catolicismo probablemente obedecía más a una necesidad práctica y artística, que a un profundo deseo espiritual. Sabemos, por ejemplo, que después de su conversión, jamás volvió a asistir a misa. En cuanto al espíritu, la música le bastaba. Esto, según Bernstein, sería la raíz de su angustia, tal vez de su sentimiento de culpa. Mahler sentiría vergüenza de ser judío y, al mismo tiempo, sentiría vergüenza por sentir esa vergüenza.

Leonard Bernstein nunca se convirtió al cristianismo pero compuso una misa (Mass, 1971) que incluye una serie de meditaciones orquestales que no son nada si no son absolutamente mahlerianas. Estas meditaciones, junto con su sinfonía Kaddish y los Chichester Psalms, son los momentos más sublimes de la música de concierto que Bernstein compuso. (Su score de West Side Story también contiene algunos). La gran diferencia entre la espiritualidad de Mahler y la de Bernstein no radica en cómo se llaman los cementerios donde están enterrados, o si en sus tumbas hay una cruz o una estrella de David. Es más: siento que son almas gemelas. Pero Bernstein, a diferencia de Mahler, nació en Estados Unidos en el siglo XX, donde el antisemitismo no sería obstáculo para su carrera, y donde podía —incluso— componer una misa sin ser excomulgado por sus correligionarios.

Yo, cuando era adolescente, sin saber nada de Mahler y sin haber escuchado aún su música, ya era devoto música de la liturgia católica: misas de Bach, Mozart, Verdi, etcétera, amén de canto gregoriano. y debo confesar que hubo un momento cuando sentí la atracción del cristianismo, más que nada para olvidarme de toda la tzuris (en idish significa, más o menos, tristeza mezclada con angustia y cierta desesperación) que me acompañaba por ser judío tras el Holocausto. Estaba harto de sentirme como parte de un pueblo perseguido, martirizado y elegido (“para las cámaras de gas”, pensaba). Quería ser normal. Entiendo a Mahler.

Cuando le pregunté a mi madre qué haría si yo me convirtiese al cristianismo (yo sólo pensaba en el catolicismo porque las ramas protestantes me parecían estéticamente aburridas), se quedó pensativa durante unos momentos y, después, me dijo —simplemente, sin aspavientos— que se sentiría muy triste. (Una clásica madre judía habría agregado: “Y luego me cortaría las venas”. Pero esto no lo dijo, ni creo que lo hubiera pensado).

Medité largamente en esa respuesta —días, semanas, meses tal vez—, el tiempo suficiente para darme cuenta de que en la liturgia judía también había música muy bella, aunque sin el rating de la occidental cristiana. Además —pensé—, la poesía del Antiguo Testamento era superior a todo cuanto pudiera ofrecer el Nuevo. Y más allá de cuestiones de competencia estética, sabía perfectamente bien que si me convirtiese a cualquier otra religión, tampoco iba a sentirme a gusto, que le encontraría todos los bemoles del mundo. Ya empezaba a comprender que en realidad no me hacía falta ser como los demás porque me bastaba ser yo, y que con eso ya tenía bastantes problemas. Por si lo anterior no fuera suficiente, la vida eterna no me llamaba la atención en absoluto.

No quise renunciar a la religión de mis antepasados, pero sí a mi nacionalidad norteamericana, no porque odiara Estados Unidos sino porque amaba México más, porque aquí hice mi vida y mi familia. En otras palabras, tardé un buen rato, pero llegué a comprender quién era yo, la importancia de convivir con las raíces de uno, de comprenderlas y apreciarlas en toda su humanidad. Entendí también que debemos distinguir entre lo profundo y lo superficial, y tener la madurez suficiente para saber en qué medida podemos modificar aquello que nos ha formado sino convertirnos en una simple o patética deformación. Para decirlo de otro modo, es bueno cambiar y crecer para ser más, pero nunca para solamente dejar de ser algo. Negarse siempre lo disminuye a uno.

Ahora, cuando asisto a una misa, siento la presencia de Dios a través de los seres humanos que me rodean. Lo mismo me sucede en la sinagoga. A mí me cimbra el hebreo más que el latín o el español que pudieran utilizarse en un servicio religioso. Es cuestión de crianza, aunque después uno puede cultivar ese gusto y aún ensancharlo con otros sabores y prácticas. Pero la música siempre me acerca, me transporta a otros niveles de conciencia y espiritualidad, y no importa qué religión tuvo o tiene la persona que la compuso.

Mahler vivió una época muy difícil, justo anterior a una de las más problemáticas de todas —las dos guerras mundiales—, pero a Leonard Bernstein le tocó un lugar y un tiempo un poco más afortunados. A nosotros nos toca asegurar que el respeto, la tolerancia y el amor a nuestro prójimo no perezcan bajo los dedos flamígeros del fanatismo, de las religiones que sean.

1 comentario:

Sandra Lorenzano dijo...

¡¡Excelente artículo, Sandro!! Mil gracias!

Sandra Lorenzano

http://sandralorenzano.blogspot.com