jueves, 8 de septiembre de 2011

Para levantarse de los escombros: el 11 de septiembre, el 19 de septiembre y una guerra que parece no tener fin

HAY SUCESOS que alteran nuestra vida para siempre. También los hay que transforman el mundo. En ocasiones coinciden: los sucesos de la mañana del 11 de septiembre de 2001 no solo me cimbraron a mí, personalmente, sino a la humanidad toda.

Yo estaba en Manhattan con mi esposa, Josefina, y otro matrimonio: un pintor y una fotógrafa, Rafael Hernández H. y Concepción Morales, respectivamente.[1] El día anterior habíamos concluido varias semanas de trabajo, entrevistando a mexicanos que, en su mayoría, se habían trasplantado hasta la ciudad de Nueva York y sus áreas conurbadas desde el occidente y sur del estado de Puebla, pero también desde poblados de Morelos y Guerrero. Nuestra idea era publicar en Editorial Colibrí, con la participación de la Secretaría de Cultura del Gobierno del estado de Puebla como coeditora, un largo reportaje sobre este fenómeno migratorio que en aquel entonces aún era semiclandestino. Se titularía De cómo los mexicanos conquistaron Nueva York y aparecería en 2002.[2]

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viernes, 13 de noviembre de 2009

La literatura es la encarnación de una paradoja vital

Rubén Bonifaz Nuño cumplió 86 años el 12 de noviembre

Este ensayo fue leído en el Centro de Lectura Condesa la noche de su cumpleaños. Que sirva de homenaje mínimo al poeta mayor de lengua española.


LA VERDAD ES tan real como elusiva. Y donde más real la sentimos es precisamente donde menos existe: en la imaginación, la creación de los seres humanos. Los papeles, los documentos, los objetos e incluso los seres humanos que habitan la realidad son —a fin de cuentas— indicios de la verdad pero no la constituyen por sí solos. Es preciso usarlos para armar un discurso que pueda convencernos de la verdad en la cual participan.

La música, la danza, la pintura y la fotografía no requieren este discurso. La literatura, el teatro y —en gran medida— el cine sí lo requieren, pero a diferencia del teatro y el cine, donde lo visual posee un papel preponderante, la literatura no sólo depende del discurso sino que toda ella lo es. La literatura —sea poesía o narrativa, o sea la exploración de ideas que llamamos ensayo literario— nace de la nada, de una hoja en blanco y la van poblando palabras que son un conjuro que apela a la totalidad de nuestra conciencia. Al leer, las palabras tocan los nervios de nuestra experiencia: nuestros recuerdos, deseos y miedos, nuestra alegría y tristeza. Resulta imposible marginarnos del mundo en que las palabras van metiéndonos y envolviéndonos.

Cuando el discurso literario está bien armado, se convierte en vehículo, en transportador eficaz porque nos utiliza a nosotros mismos, como lectores, para impulsarse. El acto de lectura es, por esto, una voluntad de compromiso: si tú sabes llevarme, me dejaré conducir, hasta las últimas consecuencias. “¡Convénceme!”, le gritamos cada vez que abrimos un libro y posamos la vista sobre las primeras palabras que deseamos maravillosas, mágicas. Queremos que su música y las visiones que evocan nos transporten a donde nunca hemos estado o, posiblemente, en tiempos que no vivimos: queremos que nos hagan vivir una verdad que antes nos era desconocida.

La palabra clave del párrafo anterior es vivir. La verdad se vive, se conoce en carne propia. Se sabe, por ejemplo, cuando un amor es verdadero porque se vive. No quiere decir que ese amor será verdadero para siempre, pero sabemos cuándo sí lo es: en el momento en que se siente, mientras se siente, sea durante una hora o una vida.

El arte, todo arte, es capaz de hacernos vivir estos momentos, estas verdades. La música nos lo hace sentir al combinar en el tiempo, mediante el ritmo, secuencias de tonos mediante la voz humana y los instrumentos que hemos inventado a lo largo de los milenios. La pintura y la fotografía nos entregan la verdad a través de nuestros ojos, directamente a la conciencia, sin necesidad de pasar por las palabras. Nos estremecen porque se conectan, hacen alianza con las visiones de nuestra infancia y adolescencia, con todo aquello que recordamos porque lo vivimos con nuestros propios ojos. El cine, el teatro y la danza —y la ópera también, por supuesto— combinan estos discursos en medidas e intensidades diversas. Pero sólo la literatura depende de la palabra, y solamente de la palabra, para construir el universo todo de nuestra conciencia, que puede incluir imágenes, sonidos y movimientos.

La literatura los ordena y desordena con una libertad que inspira un miedo atroz a todos aquellos que desean controlar, manipular y tener narcotizada a la gente mediante malas imitaciones del arte. Las sufrimos viendo la televisión, escuchando la radio y leyendo todos esos libros que, en lugar de permitirnos vivir la verdad libremente, las muchas verdades de que el mundo está construido, desean predicar cómo debemos vivir y con qué cadenas debemos sujetarnos para ser buenos ciudadanos. Nos quieren vender una verdad que no es nuestra, que no convence porque no nace de una fuente de genuina humanidad. Nos quieren endilgar una verdad con mayúscula, el Dios verdadero, el cielo y el infierno envueltos en celofán, una verdad de pacotilla.

Pero la verdad es todo lo contrario. Lo sabemos intuitivamente cuando leemos un poema, un cuento o una novela escritos con la sal y el sudor de la experiencia humana, con el dolor y la alegría de seres verdaderos, complejos y contradictorios. Hay quienes buscan la homogeneización de todos los valores. Desean convencernos de que ser buen ciudadano equivale a no hacer olas, a ignorar las diferencias, en jalar parejo para hacer cumplir su sueño de seguir mandando sobre todos aquellos que deben portarse bien. Pero para ser buenos ciudadanos, es preciso rechazar la bondad prefabricada. Necesitamos conocernos, saber quiénes somos y qué necesitamos, qué queremos y qué podemos ofrecer. Lo descubrimos viviendo de veras, y la literatura es otra manera de vivir, de ser uno y lo otro, de vivir en dos o más planos simultáneamente.

Esto es lo que nos da, para decirlo en lenguaje fotográfico, profundidad de campo. En términos de las artes visuales, se llama perspectiva. La literatura conjuga lo inmediato de la experiencia propia con la distancia de una experiencia ajena que, al leer, volvemos propia. La literatura es la encarnación de una paradoja vital: comprendemos mejor nuestra vida —nuestra verdad— cuando la vemos contra el fondo de otras vidas y otras verdades. Y descubrimos, las más de las veces, que la nuestra, aunque propia y auténtica, no es única. Nos damos cuenta de que nuestras necesidades y nuestros deseos, nuestros miedos y todo lo que deseamos ofrecer, tiene mucho en común con los de otras personas. No importa si viven en nuestro país o si hablan nuestro idioma. No importa si vivieron hace dos mil años, si viven en un futuro de ciencia ficción o si pululan entre nosotros como sombras familiares: los Holden Caufield, las Princesas de los Palacios de Hierro, los Pichulas Cuéllar, las Vírgenes de medianoche, los Aurelianos Buendía, las Venaditos Solar y los Palinuros de México que tan íntimamente conocemos, con quienes hemos compartido tanto, con quienes nos hemos reído y llorado, enojado y contentado, a pesar de que son productos 100 por ciento imaginarios, hechos tan sólo de papel y tinta.

¿Alguien se atreve a poner en tela de juicio la realidad de los laberintos de Borges, hayan sido construidos en prosa o en verso? ¿Quién no ha visto el cielo que en el poema de Sabines se mide por alas, y su mar que se mide por olas? ¿Y quién no se ha medido con un rasero de puras lágrimas? ¿Quién no ha vivido en la ciudad de Rubén Bonifaz Nuño donde nos encerramos desajustadamente en guerra mínima, a pensar los ochenta minutos de la hora, en que es hora de lágrimas? ¿Quién puede poner en duda esa roja alegría incauta, ese sol sin freno en la tarde que solamente Rut, la de Gilberto Owen, detiene? ¿Y quién que la ha conocido no la ha hecho suya, carnal y literariamente suya, endemoniada y angélicamente suya? ¿Para quién no es verdad la noche estrellada de Neruda en que escribió sus versos más tristes mientras tiritaban, azules, los astros, a lo lejos? ¿Para quién no es tan corto el amor y tan largo el olvido? ¿Y quién se atreve a afirmar que no ha visto ese sauce de cristal, ese chopo de agua, ese alto surtidor que el viento arquea —dos veces y eternamente— en la Piedra de sol de Octavio Paz?

Quien diga que no, no ha vivido porque no ha leído. O sólo ha vivido a medias, como sombra, condenado a un aquí y un ahora sin relieve. Va como el gusano que recorre eternamente la orilla de un platón, pensando que va en línea recta, hacia adelante, cuando en realidad va dando vueltas sobre un solo eje cruel que lo tiene anclado a una verdad sola que ni siquiera es capaz de reconocer porque no puede verla. No ha leído el poema o el cuento que le sugiera que hay otros caminos, otros niveles, otras direcciones y distancias.

Quienes pretenden saberlo todo son tontos, como el rey Lear, tan ciego que debe perder sus ojos para —sólo así— estar al parejo con su propia, trágica realidad. En cambio, el que dice, honestamente, que lo único que sabe es que no sabe nada, se encuentra siempre al comienzo de un viaje interminable de descubrimiento. Y cuanto más descubre, más comprende que el universo es infinitamente complejo, que no hay respuestas fáciles, que el blanco y el negro son meras abstracciones de mentes débiles, incapaces de discernir los matices de gris y color que llenan todo el espectro de la humanidad, hombres y mujeres de ahora y de antes; heterosexuales, homosexuales, bisexuales, transexuales, asexuales y hermafroditas ; negros, amarillos, rojos, café con leche y blancos; amantes del fútbol y de la poesía; altísimos y chaparrísimos, quienes juegan al póquer o dominó y quienes conquistan las cumbres de las montañas más peligrosas; los que exploran la vida microscópica y los que escudriñan las galaxias; hombres, mujeres y niños que se enamoran cíclica, inopinada e infatigablemente, junto a aquellos que se devanan en una espiral descendente hacia la desesperación y la locura.

El arte nos lo hace saber, nos lo hace vivir. Mientras estamos inmersos en él, constatamos su verdad, no existe más: nos encontramos en su mundo. Por eso, al escuchar una sonata de Beethoven, mientras suena en nosotros, sólo existe esa sonata, esa sonata es el mundo. De manera parecida, una fuga de Bach ocupa, en planos paralelos, divergentes y convergentes, todo el espacio de nuestra conciencia mientras dura. Y cuando termina, nos ha transformado. Su verdad nos ha hecho crecer. También lo hacen —a su manera— el teatro, el cine, la danza, la ópera, la fotografía… Cuando Fidelio —Leonora— canta su amor por Florestán, canta nuestro amor porque todos lo hemos sentido. Canta la verdad porque es real y es humana. Al ver la Noche estrellada de Van Gogh, nos transporta a nuestra propia noche estrellada, a la vorágine de emociones que nos envuelve a la menor provocación, cuando menos lo pensamos, y nos zarandea.

La verdad del arte, la verdad de la literatura, son muchas verdades múltiples que no son exactamente las mismas para todos pero están todas interconectadas y salen de una sola fuente primigenia de humanidad que exploramos cada vez que abrimos un libro, escuchamos un poema o un cuento. Y cada vez que levantamos la pluma para expresar nuestra verdad, lo que en el fondo hacemos es enriquecer el mundo. Le echamos otro piso a esta construcción que empezamos colectivamente hace más de 100 mil años y que ya alcanza los cielos, los de nuestra imaginación y nuestra experiencia, que son nuestra verdad, nuestras verdades: el cúmulo de las verdades de todos los seres humanos.

martes, 25 de agosto de 2009

Ricardo Garibay, a 10 años de su fallecimiento

Retrato a lápiz por Rafael Hernández H.

Este domingo, 30 de agosto, a las 12 horas en la Sala Manuel M. Ponce, se rendirá homenaje a Ricardo Garibay, a 10 años de su muerte. Participarán René Avilés Fabila, Josefina Estrada, Froylán López Narváez y Agustín Ramos. El texto que aparece a continuación es una entrevista que me hizo Iris Limón para su libro Signos vitales de Ricardo Garibay,[1] el cual apareció en 2000, poco después del fallecimiento del autor de Beber un cáliz y La casa de arde de noche.[2]

Ricardo Garibay y mi maestro Rubén Bonifaz Nuño eran amigos desde la juventud; pertenecían a la misma generación, estudiaron la preparatoria juntos, la Universidad; después iniciaron sus primeros años como escritores y luego la vida los fue separando.

Cuando por fin llegué a conocer a Ricardo Garibay en persona, me pareció que ya lo conocía por la cercanía con Rubén, aunque empecé a tratarlo más cuando trabajamos en el programa de televisión llamado Calidoscopio. Trabajar con Ricardo no es tan difícil como la gente piensa; sí es un oso, pero de peluche, que hace ruido. Parece un hombre déspota, pero más que déspota es muy exigente y no se mide cuando reclama; sin embargo, jamás tuve ningún problema con él durante las sesiones de trabajo.

Ricardo suele despertar reacciones extremas en las personas, porque es un hombre intenso, con opiniones fuertes; casi nunca sufre de medios tonos. Cuando otros dirían tal vez o quizá, tomando en cuenta esto o lo otro, Ricardo es categórico; incluso, lo he visto ser categórico de dos maneras contrarias sobre exactamente el mismo asunto. Él puede creer que es azul, pero si tú lo convences de que es rojo, dice: “¡Sí, es rojo!”, y no han mediado ni cinco minutos.

Garibay es un hombre apasionado, y si logras que vea tu punto de vista, será igualmente apasionado pero desde otra trinchera. Esto no pasa todo el tiempo con él, que suele meditar sus opiniones, sobre todo cuando se trata de asuntos de mayor peso. No es una persona que jamás cambie de idea, aunque —eso sí— sus ideas las defiende con pasión.

Es común en Ricardo despertar estas reacciones tan fuertes, porque si a mí me gusta tal autor, y Ricardo dice que es basura, lo más seguro es que me produzca cierto enojo. Como ser humano siempre me ha simpatizado; es una persona que defiende las causas humanas más nobles.

En una ocasión llegamos a una fiesta después de un acto literario, y Ricardo llevó una caja de vino francés, una sola marca, una sola cosecha. No sé cuantas botellas eran, pero las tomamos todas entre quince personas aproximadamente. Era un vino delicioso. No volví a pensar en esa reunión hasta que me encontré en una tienda de vinos y vi la misma cosecha, el mismo vino. Vi el precio y me fui de espaldas. Me di cuenta de los millones de pesos que había gastado en poner vinos para la reunión. Entonces pensé: es extremadamente generoso o extremadamente apasionado con el vino para querer compartirlo con los amigos. Eso es típico de Ricardo: tira la casa por la ventana, no tiene medias tintas, no hay medios tonos con él; es todo o nada. Es incondicional como amigo; para él ser amigo es serlo ciento por ciento.

Una vez di una conferencia y alguien me preguntó sobre mi padre, y no pude contener el llanto delante de un montón de gente. Al salir, me alcanzó Sandro Cohen, me estaba hablando de esto y lloró, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Perdería eso, si perdiera la amistad de Sandro Cohen: un hombre verdaderamente bueno, verdaderamente sensible, que puede llorar por la muerte del padre o por la muerte del padre de otro, ése es mi amigo.[3]

Del escritor que es Ricardo admiro su oído, su manera de recrear el alma humana en los diálogos; conoce muy bien el peso específico de cada palabra, porque es un maestro de la frase. Un maestro admirable.

Yo estimo mucho a Sandro Cohen; primero, porque es judío y quiero mucho a los judíos. Es la única raza que ha vivido en serio en el mundo; segundo, son paisanos de Jesucristo, es gente muy suave; es la sabiduría de más de dos mil años de persecución; el espanto, que casi cuenta como síndrome ante cualquier rechazo, los hace profundamente dignos de amor. Es una raza que en el infortunio se ha venido depurando hasta ser súper inteligente.

Me gustaría ser judío de sangre, me gustaría tener esa estirpe; no la tengo, no lloro por eso, coño, engrandezco la mía, pero me gustaría ésa, ¿por qué no?

Lo que he aprendido de Ricardo es hacer todo con pasión. En lo personal no quisiera escribir como él, porque sé que no podría hacerlo, tampoco quisiera vivir como él, porque no sería auténtico de mi parte. Lo que sí he aprendido de él es elegir una actividad y realizarla a plenitud, sea la vida, sea la literatura, sea comer. Hacer todo a plenitud.

Es difícil saber si alguna vez le enseñé a Ricardo algo más allá de un dato. Tal vez le sorprendió mi calma ante algunos embates que sufrí durante la grabación del programa, o nuestra manera de pelear o discutir en buena lid. Pienso que el hecho de que haya sido así se debe a que la gente de su generación tiene muchos conocidos y, a la postre, pocos amigos. Los amigos de su propia generación han muerto o se han alejado por causas naturales de la vida.

Un día te despiertas a los 70 años y descubres que tienes pocos interlocutores; entonces te topas con un interlocutor que es más joven, con otro trasfondo humano, social, intelectual: la experiencia puede ser enriquecedora. Tal vez eso pasó entre nosotros. Soy de otra generación, con otro fondo social, me crié en otro país, con otro idioma, otra cultura, pero llegué a México, joven todavía, en otro momento que no fue el de su juventud, y soy escritor.

Probablemente lo que Ricardo ve ahí es algo diferente, poco común, y eso le parece atractivo. Por esta razón, muchas veces me pregunta: ¿y cómo reacciona un gringo si dicen tal cosa, o cómo trataban a los negros en Nueva York en los años 50, cuando estuvo fuerte el racismo?, etcétera. Me ponía situaciones que él no podía interpretar; necesitaba otros ojos, con otra cultura para asimilar lo que necesitaba resolver en ese momento.

En el plano personal Ricardo es todo lo contrario a lo que aparenta en público. En público es este monstruo categórico, demoledor y agresivo; en la vida real es muy cariñoso, simpático; le encanta contar anécdotas. Es muy agradable.

Ricardo y yo hemos sufrido diferencias de opinión, y hemos sufrido las consecuencias de malentendidos, pero esto es común en cualquier trato humano. Muchas veces el hombre vive según códigos. En alguna ocasión Ricardo leyó un poema mío en la televisión, cosa que le agradezco mucho. Después del programa me preguntó qué me había parecido su lectura de mi poema, e inocentemente le contesté que era curioso porque yo jamás lo habría leído así. Según Ricardo esto fue una clave que significaba que no me había gustado, que despreciaba su lectura, lo cual no era cierto. Simplemente quería decir que era otra manera de darle vida al poema. Ricardo lo entendió al revés. Después me enteré o entendí que por eso me había separado del programa; las razones que se me habían dado eran otras. Tiempo después nos volvimos a encontrar y me lo dijo. Me fui de espaldas porque no me lo esperaba, y jamás me pasó por la mente que por eso pudiera molestarse conmigo. Si algo no me gusta lo digo y ya; no voy a elegir una manera tan tortuosa de comunicar las cosas.

Considero que Ricardo Garibay es un escritor singular en México y el mundo. Es una figura sin la cual no se entienden las letras mexicanas del siglo XX; es un eslabón fundamental en nuestra narrativa.

Garibay es un escritor importante y tiene que figurar junto con Carlos Fuentes, Luis Spota y una serie de narradores que ha ido formando ese mosaico de lenguajes, situaciones y actitudes literarias de los nacidos en los años 20, que ahora son nuestros decanos.

Creo que no debo figurar con otros escritores en este mosaico; debo figurar yo solo; pero está bien, se lo agradezco, es lindo.

La obra de Garibay toca demasiadas bases y ha evolucionado en varias direcciones, porque hay una búsqueda espiritual, sociológica, política, y cada búsqueda tiene su evolución.

No sé por qué a Ricardo no se le ha dado el reconocimiento que merece; supongo que será por razones políticas. Él ha tenido relaciones muy claras, abiertas, con ciertas personas de la política: presidentes, secretarios de Estado… Y es posible que no hayan querido premiarlo para no dar la impresión de que para recibir el Premio Nacional de Letras hay que ser aliado de tal o cual presidente. O será simple y sencillamente porque él se ha empeñado en volverse antipático para no estar en la posición de recibir favores de nadie. Quería brillar exclusivamente por méritos propios.

Pienso que, más tarde que temprano, lo reconocerán, aunque la mayor satisfacción de un escritor es que lo lean, más que un homenaje o reconocimiento oficial, y Ricardo es un autor que puede vivir —aunque sea modestamente— de sus regalías. Eso quiere decir que la gente sí lo lee, y ése ha sido su mejor premio.


[1]Iris Limón, Signos vitales de Ricardo Garibay. Ciudad de México, Editorial Colibrí, 2000. 2008 pp. La entrevista empieza en la página 104 y termina en la 108.

[2]Ricardo Garibay falleció el 3 de mayo de 1999, a las 23:45 horas.

[3]Como parte de la dinámica de Signos vitales…, Iris Limón le daba a Garibay a leer las entrevistas que ella había hecho a los amigos del hidalguense. Las palabras que aparecen citadas —como en este caso— captan, en parte, la reacción del autor tras leer lo que habían dicho de él.

jueves, 4 de junio de 2009

Rubén Bonifaz Nuño: el hombre detrás de las letras


Antes que nada, una disculpa por no haber renovado este espacio en tantísimo tiempo. Para resarcir el daño, reproduzco el prólogo que escribí para un libro fundamental para comprender la poesía de Rubén Bonifaz Nuño y al hombre que escribió la poesía. Se trata de una extensa e intensa entrevista --duró cinco meses-- durante la cual el poeta reveló a la cronista, cuentista y novelista Josefina Estrada detalles importantes de su vida; hechos, personas y sucesos clave que iluminan los poemas desde La muerte del ángel hasta Calacas, y también sus libros invaluables que versan sobre la cultura indígena mesoamericana. Se titula De otro modo el hombre: retrato hablado de Rubén Bonifaz Nuño y lo edita hermosamente El Colegio Nacional. Puede conseguirse en las librerías Porrúa y los pocos lugares donde se vende aún literatura mexicana y latinoamericana en general.
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Rubén Bonifaz Nuño:
el hombre detrás de las letras

RUBÉN BONIFAZ NUÑO es uno de los poetas fundamentales del siglo XX en lengua española y, por ende, de la literatura universal. A pesar de que es un hombre accesible y de buen humor, pocas personas lo conocen bien porque ha dedicado su vida a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) —como funcionario y también como profesor— en perjuicio de su propia fama. Aunque siempre ha tenido amigos muy cercanos (en su juventud fueron Ricardo Garibay, Fausto Vega y Jorge Hernández Campos, y a partir de los 60 años, Carlos Montemayor, Bernardo Ruiz, René Avilés Fabila, Vicente Quirarte, Raúl Renán, Josefina Estrada —autora de esta larga y reveladora entrevista—, y hasta yo mismo me congratulo por tener el privilegio de serlo), nunca ha deseado fundar o ser parte de grupos literarios como los que tuvieron mucha influencia tras la consolidación de la revolución mexicana, y que vieron su máximo esplendor durante los años 70, 80 y parte de los 90, cuando epígonos de toda especie libraban verdaderas batallas de ninguneo y beatificación literaria desde las páginas de suplementos y revistas. Algo muy importante, sin embargo, podemos decir en favor de estas publicaciones, lo cual las justifica plenamente: se trataba de periodismo vivo donde sí se practicaba la crítica literaria y donde sí se podía hablar de literatura, política y hasta de política literaria sin cortapisas, actividad que actualmente se ha trasladado al ciberespacio como resultado de la anemia de la mayoría de las revistas y suplementos literarios que circulan hoy en día.

Rubén Bonifaz Nuño, a diferencia de muchos otros, siempre se ha llevado respetuosa y cordialmente con sus contemporáneos y mayores, pero nunca manifestó el deseo de participar en los banquetes del poder literario. Como consecuencia de su decisión de no participar en las guerras culturales, se mantuvo durante años a la sombra de otras figuras mucho menores. Más le importó fundar la moderna Imprenta Universitaria, una colección inigualada de literatura clásica —la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana—, el Instituto de Investigaciones Filológicas, seminarios dedicados al estudio de la antigua cultura mexicana y mucho más. En otras palabras, Bonifaz Nuño ha sido un hombre de trabajo, y como parte de ese trabajo ha escrito su vasta obra poética, de traducción y de investigación. Ahora, al cabo de más de 60 años de laborar amorosamente por el bien de la literatura, no debería sorprendernos la indiscutible calidad y solidez de su aporte y —al mismo tiempo y por desgracia— el que los jóvenes lo vean como una especie de monumento lejano e intocable.

Esto no ha sucedido por voluntad del poeta. Desde que lo conocí en 1980 porque coincidimos en un viaje a Nueva York para dar conferencias sobre literatura mexicana, Rubén Bonifaz Nuño ha sido uno de los hombres más abiertos, solidarios, francos y amables con los cuales he tenido el placer de convivir. En aquel entonces aún se movía sin mayores dificultades. No obstante, a partir de los años 80, el poeta empezó a perder la vista por una enfermedad congénita y progresiva, retinitis pigmentosa, la cual ha restringido cada vez más su libertad de movimiento. Por fortuna, todavía en los 80 y 90, haciendo grandes esfuerzos, aún pudo hacer numerosos viajes a los diferentes estados del país donde pudieron conocerlo, aunque fuera en una presentación o lectura pública, muchos cientos de jóvenes que ahora atesoran esa suerte.

De ahí el enorme valor de esta entrevista de la narradora Josefina Estrada, quien conoce a Bonifaz Nuño desde hace casi 30 años. Con él ha compartido mesas y viajes, chistes y chismes, alegrías y tristezas, como lo hacen todos los amigos que de veras lo son. Pero me consta que desde hace muchos años le ha preocupado a Estrada el que no se llegue a conocer la vida de Rubén, pues él siempre ha sido parco al hablar de sí mismo en público, amén de que ha dado poquísimas entrevistas —las mejores han sido de Marco Antonio Campos—, y en ellas suele hablar de literatura, casi nunca de sí mismo. ¿Cómo es posible —se preguntaba Josefina Estrada— que no sepamos casi nada de la biografía de uno de los grandes poetas del siglo XX?

Entrevistadora perspicaz, Estrada nos entrega una verdadera delicia, pues ha logrado que el poeta relate episodios clave de su infancia; habla de sus hermanos y hermanas, de sus padres; de las primeras lecturas, de sus años de primaria y secundaria, de sus maestros… Descubrimos al niño Rubén, tan tímido, maravillarse ante el heroísmo de personajes literarios que se convertirían, para él, en modelos de comportamiento que sigue hasta la fecha.

En estas páginas el poeta nos descubre cómo fue formándose su mundo espiritual, intelectual, literario y académico. Somos testigos de sus primeros encuentros con la poesía española y latinoamericana, de su deseo de dominar el oficio de poeta desde muy joven, de sus participaciones en los Juegos Florales de Aguascalientes y cómo conoció a Agustín Yáñez, quien lo apoyaría y cuyo lugar en la Academia Mexicana de la Lengua correspondiente a la Española Rubén ocuparía muchos años después.

Además, el poeta nos habla —creo que por vez primera— de momentos muy importantes en su vida personal: amores, amistades y desamores, y cómo todo esto ha influido en su poesía. Nos damos cuenta de cómo sentimientos —tan comunes como sublimes, naturales en todo el mundo— llegaron a traducirse al lenguaje poético propio e inconfundible de Rubén Bonifaz Nuño.

Y tal vez lo más importante: en estas páginas el poeta habla de su obra, de cómo y por qué fue escribiendo los poemas de cada uno de sus libros, desde La muerte del ángel hasta Calacas, su libro de poesía más reciente, sin soslayar la importancia de la UNAM en su temperamento, formación y cosmovisión.

Tengo más de 30 años de estar leyendo la poesía, las traducciones y los ensayos de Rubén Bonifaz Nuño, y gracias a esta entrevista estoy dándome cuenta por primera vez de toda una serie de avenidas secretas que antes sólo sospechaba, sobre todo en su obra en verso. Lo que en un momento pudo parecer capricho de poeta, ahora se me revela como la manera más clara y sencilla que el poeta ha tenido de ser fiel a su propia realidad interior. Estrada ha logrado que, en el espacio intenso de esta entrevista, se nos abra de par en par la poesía de Rubén Bonifaz Nuño. Es como si lo conociéramos de nuevo, y de manera aún más entrañable.

lunes, 16 de febrero de 2009

Mi reloj ya no tiene cuerda

Cuerdas, martinetes y apagadores del Steinway Modelo E de 1901

NO TODAS las revoluciones son violentas. A veces ni siquiera parecen revoluciones. Pero creo que vivimos dentro de una revolución sui generis donde la lógica de antaño —aquella con la cual muchos crecimos— fue vencida y desterrada por otra que al principio parecía bien marciana. Me refiero a la llegada de la ola digital.

Tengo la edad suficiente para recordar cuando no existían relojes digitales ni sumadoras que no fuesen mecánicas. Entendíamos la realidad mediante figuras que representaban objetos, no números. Es decir, usábamos representaciones analógicas para referirnos a ella. En otras palabras, si la Tierra daba una vuelta al Sol cada 24 horas, la manecilla corta de nuestros relojes también daba una vuelta —o dos de 12 horas— a la carátula para significar que se había cumplido un día. La manecilla larga, de igual manera, recorría este espacio —que representaba lo temporal— para indicar el paso de los minutos de cada hora, y el segundero hacía lo propio.

Cuando nos pesábamos en una báscula doméstica, giraba un disco que venía marcado con números ascendentes que representaban nuestros kilogramos. Se detenía cuando nuestro peso dejaba de hacer presión sobre el mecanismo interno —hallando el equilibrio justo—, y una aguja pintada nos señalaba nuestro peso. Y las balanzas tradicionales eran aun más analógicas: de un lado se ponían pesas, y del otro, el objeto a ser pesado. Se sabía el peso al sumar el valor de las pesas que lograban levantar lo pesado al mismo nivel, en equilibrio. Y las básculas mecánicas con pesas deslizantes funcionan de manera parecida.

Todo esto en la era de lo analógico, o lo análogo, según decimos hoy. Ahora todo, o casi todo, es digital. Hay muchas personas que ni lo cuestionan. Relojes que dicen la hora con números y no manecillas (muchos relojes de antaño ni a números llegaban). El cine tradicional usa película, que es celuloide donde pueden verse imágenes. Pero se dice que está en vías de extinción porque ahora puede hacerse cine digital que no usa rollo ni se revela ni nada, pues emplea las mismas series de 0 y 1 que uso ahora mismo para escribir en mi computadora. Tanto sonidos como imágenes —cualquier información— pueden ser reproducidos binariamente, es decir en lenguaje digital, el de las computadoras.

No soy nostálgico. A cada cosa lo suyo. Mil veces un CD que un disco de vinilo porque no se dañan tan fácilmente y su sonido es prácticamente puro, sin scratch. Pero a mí no me quiten mi Steinway, armado en 1901, un buen piano hecho de madera, acero y marfil que pesa dos toneladas… Eso no tiene precio ni competidor digital. Pero, por otro lado, tengo un piano digital de 20 kilos de plástico, a partir del cual puedo crear orquestaciones mediante programas de software que dan los sonidos de los instrumentos tradicionales. No sólo eso: con este software puede uno inventar los sonidos que quiera, o convertir en instrumentos cualesquier sonidos al darles tonos específicos. Si, por ejemplo, me gusta el sonido de mi perro Propercio cuando toma agua, podría grabarlo, procesarlo digitalmente, asignarle un nombre y usarlo como instrumento en una partitura. Mi piano digital en sí no es la gran cosa, aunque sí se deja tocar muy bien. La ventaja de su digitalidad no radica en el sonido que sale de sus bocinitas sino en las posibilidades prácticamente infinitas que ofrece en combinación con una computadora y unos buenos programas de procesamiento musical.

El poeta Eduardo Langagne me contó una anécdota hace un par de años en Veracruz. Me impresionó. Por alguna razón, iba con su hijo en un coche que no era el suyo sino prestado. Ya llevaban unos minutos cuando el niño exclamó con admiración: “¡Mira, papá! ¡Con esta manija se sube y se baja el vidrio de la ventana!”. Nunca había visto un coche sin elevadores eléctricos. El antiguo mecanismo le parecía fascinante y totalmente novedoso. Así me parece mi Steinway, pero no dejan de seducirme las infinitas posibilidades de lo digital.

sábado, 31 de enero de 2009

Queremos tanto a nuestros hijos…(una parábola)

El esfuerzo de una editorial pequeña en la Feria de Minería 

CUANDO UN HOMBRE o una mujer funda una editorial, no solamente abre una empresa sino que se casa con ella. Tiene que ver con el efecto Pigmalión: uno crea algo a su imagen y semejanza, y lo encuentra tan bello que se enamora perdidamente. Luego, los dioses se apiadan del individuo y le conceden vida a su hermosa creación. Se casan y tienen hijos. Según Ovidio cuenta el mito, Pigmalión esculpió a una mujer en marfil, exquisitamente armoniosa en sus proporciones, tan perfecta, que sucedió lo que acabo de esbozar. Pigmalión, que nosotros sepamos, tuvo un solo hijo con su esposa, Galatea,[1] estatua vuelta mujer. Los editores, por otro lado, suelen procrear muchísimos hijos en la entraña de sus creaciones. Los autores fungen como donantes del material genético-literario. Como ellos solos no pueden parir a sus hijos, recurren a los editores Pigmalión para que ellos, en sus respectivas editoriales, les den vida en forma de libros. Es un matrimonio feliz, algo promiscuo y algo excitante.

Si le va bien a este matrimonio, los donantes del material genético-literario —aquellos que elaboran manuscritos con minucioso cuidado a lo largo de años— también se ponen felices y, asimismo, forman parte de la gran familia. Los hijos de todos se ponen a trabajar, vendiéndose en la vía pública (más bien a un lado, en las librerías), y todos se ven recompensados tanto espiritual como profesional y económicamente. Las penas, con dinero, son menos. Y el amor, regado liberalmente con ubérrimas cobranzas —y regalías para los donantes al son del 10 por ciento del precio de venta al público— puede crecer, madurar y durar los siglos de los siglos, o hasta que la muerte los pone en manos de los herederos.

Esto se llama matrimonio feliz, pues todos dan y reciben: no se desgastan. Se trata de una relación virtuosa que se perpetúa sola, y los hijos llenan de orgullo a sus padres. Es cierto que algunos salen tantito desviados y reciben pésimas críticas o, de plano, se venden poco, pero en este matrimonio bien avenido, los números a fin de mes siempre son negros. Los hijos desviados, desobedientes, son remitidos a las mesas de remate donde deben purgar, avergonzados, su descaro de no seguir las modas. Y por más que sus donantes de material genético-literario insistan en que ahora sí el embarazo dará lugar a un hijo exitoso, guapo y querido por las masas, los editores —esos Pigmaliones que venden caro su amor— no se reportan a sus llamadas, pretextando que están muy ocupados guillotinando a sus hijos desobedientes, que sólo les dan dolores de cabeza. La vida sigue…

Sin embargo, no todos los matrimonios editoriales son producto de un conglomerado alemán, francés o español, ni llevan por apellido Bertelsmann, Hachette, Santillana o Lara-Planeta. Hay en la mitología editorial moderna ciertas figuras —algunos los llaman héroes— que, al igual que sus colegas más afortunados, crean a su Galatea, se enamoran de ella y —dioses y autores mediante— empiezan a parir hijos, sean éstos muchos o pocos. Pero a diferencia de sus parientes adinerados, éstos son pobres, y frecuentemente sus hijos son despreciados por aquellos que controlan el mercado. Es más: el mercado es controlado por cada vez menos gente. Y a pesar de que puedan surgir sucursales nuevas por allá y por acá, la sensación de que hay más librerías ahora que hace 10 años, es sólo ilusión pasajera. Hay más espacio, ciertamente, pero se divide entre los mismos de siempre y, de hecho, la diversidad genética del mercado se encoge cada vez más. Y cuando se encogen los mercados, sólo los matrimonios de mayor peso y glamour hallan cómo sentar a sus hijitos —gordos, rubicundos y, las más de las veces, fofos— sobre sus tamañas nalgas en las mejores mesas y a la vista de todos. Los hijos de los matrimonios pobres, por otro lado, si alguno que otro es aceptado, son enviados a algún rincón, temerosos de que los vean, como las muñequitas feas que no son. La verdad, no temen nada. Al contrario: piden a gritos que sean exhibidos.

—Ah, pos ésos no se venden —argumentan los alcahuetes que prefieren dar sus mejores espacios a los que, según ellos, se venden más fácil y rápido, aunque tengan los pechos inflados de silicón y las nalgas tatuadas con las palabras best seller.

Los matrimonios de Pigmaliones pobres —que no son lo mismo que pobres Pigmaliones—, a pesar de su felicidad inicial y las promesas de eterna fidelidad a sus principios, se las ven negras para sobrevivir. Para hacerlo, llegan incluso a hipotecar su casa, vender el coche, contratar préstamos en el banco a tasas de interés altísimas: todo por no abandonar a sus hijos ni a sus autores-socios, donantes de material genético-literario —que en muchas ocasiones colaboran solidariamente—, por seguir procreando a aquellos que —según sus padres— sí llevan los genes buenos, los que harían época, escuela y todo lo demás, si tan sólo pudieran sobrevivir, como antes, cuando había mucha bibliodiversidad y los hijos no eran tratados como blockbusters de Hollywood sino con amor, comprensión y hasta devoción… Los llamaban libros y no productos.

El Estado no ha visto con buenos ojos a estos matrimonios pobres. Ha preferido a los acomodados, muchos de ellos extranjeros. Hace con ellos negocios jugosos. Cuando el Gran Jefe del Estado vio que ambas cámaras de la Legislatura aprobaron una ley que fomentaría el resurgimiento de librerías en todos los barrios y todas las ciudades del país, mediante el precio único, en el último momento corrió a vetarla, blandiendo un argumento genial en el más puro newspeak orwelliano: ¡la ley obstaculizaría la libre competencia en el mercado! Hasta los matrimonios Pigmalión ricos se sonrojaron.

El panorama se ve negro. Pero el amor es fuerte, aun sin dinero. A todos nosotros que creamos a nuestra Galatea, que nos enamoramos de ella, que tuvimos con ella —y con nuestros donantes del material genético-literario— muchos hijos de gran calidad, no nos queda sino sobrevivir, aunque sea a la sombra de las ruinas de la Gran Babilonia, hasta el momento en que la inteligencia, la sensibilidad y el talento puedan hallar dónde y cómo brillar de nuevo. Queremos tanto a nuestros hijos…



[1]No debe confundirse esta Galatea con la nereida de la cual se enamoró el cíclope Polifemo. Vse. “La fábula de Polifemo y Galatea” del poeta español Luis de Góngora y Argote. Curiosamente, Ovidio también puso este mito en versos latinos, y fue la fuente que empleó Góngora.

lunes, 26 de enero de 2009

La pesadilla real de la política mexicana

NO PUEDO EVITARLO. Cada vez que en la prensa de habla inglesa leo la frase “presidente Obama”, pienso que estoy dentro de una película de ciencia ficción en el subgénero de “universos paralelos”. Es como si estuviéramos viendo un filme que desarrollara cinematográficamente la pregunta “¿Qué habría sucedido si hubiera ganado Barack Obama y no John McCain”. Mientras durara la ilusión de una gestión inteligente, con miras a la cooperación internacional, enfocada al mejoramiento en el nivel de vida de los pobres y la clase media, nos sentiríamos muy bien y después tendríamos que volver a la tristeza de la realidad. Estoy seguro de que me habría sucedido lo mismo si Andrés Manuel López Obrador hubiera ganado la presidencia mexicana en lugar de Felipe Calderón. Pero en nuestro caso no tuve la oportunidad de sentir la dicha de percibir la realidad como si fuera un sueño imposible hecho verdad. A nosotros, a quienes votamos por Andrés Manuel, nos tocó la dura realidad de la derrota, tuvimos que tragar camote y seguimos adelante como Dios nos ha dado a entender. Así funciona en una democracia de veras, aun cuando en casos difíciles como el nuestro —o en el de Bush versus Gore en 2000— podría parecer que hubo mano negra.

Mientras tanto, hablando una vez más de Estados Unidos, ni siquiera ha pasado una semana desde aquel martes 20 de enero de 2009, y todo el mundo se refiere al hombre que juró sobre la biblia de Abraham Lincoln, como “presidente Obama”, así sin más trámite. Pero ese trámite me parece casi tan improbable como el que un mexicano realice cualquier operación local —como contratar el servicio de luz o pagar una tenencia atrasada— en una sola visita rápida a la ventanilla de rigor. Además, como ya nos hemos acostumbrado a eso de que en México la derecha siempre gana, y cuando pierde, arrebata…, me parece perfectamente irreal que en Estados Unidos haya ganado el candidato que se opuso a la tortura, que se opuso a las guerras de aventura, que se opuso a la restricción de los derechos reproductivos de la mujer, que se opuso al trato de ciudadanos de segunda categoría a homosexuales (hombres y mujeres), que se opuso a la negación de la ciencia…

¿En qué cabeza le cabe pensar que va a ganar el bueno, si desde que tenemos memoria —casi— ha ganado el malo o, en el mejor de los casos, un “medio bueno” apenas no tan malo? Pero con la experiencia de Cárdenas frente a Salinas (y luego frente a Fox), de López Obrador frente a Calderón, de Al Gore y John Kerry frente a George W. Bush (en 2000 y 2004, respectivamente), de Ségolène Royal frente a Nicolas Sarkozy en 2007, y un larguísimo etcétera mundial (y no me hablen de Hugo Chávez, el seudosocialista antidemocrático, de los que lo imitan y de aquellos a los cuales él imita), me cuesta trabajo confiar en lo que ven mis ojos y escuchan mis oídos: ha de ser una película de ciencia ficción, y pronto la realidad va a restaurarse y veremos a John McCain, con su sonrisa forzada, firmando leyes antiaborto en la Oficina Oval de la Casa Blanca.

¿O será cierto? ¿Esto no es un producto de Hollywood, ciudad cinematográfica infiltrada hasta las amígdalas por liberales socialistoides cuasi comunistas, como siempre se queja la derecha de nuestro país vecino? ¿Se trata de la verdad verdadera? ¿Fue elegido, de veras, un presidente de Estados Unidos que sí parece entender cómo funciona el resto del mundo, que por fin comprende que una moneda tiene dos caras, y que es capaz de ver ambas, incluso al mismo tiempo, sin entrar en corto circuito por falta de potencia cerebral? ¿Y encima de todo, si de veras ganó, es posible que no le hayan robado la elección, que no hayan accidentado en la carretera? Difícil de creer… ¿Sí, es cierto?

¡Qué dulce sueño! Pero tras cada sueño, alguien dibuja una pesadilla, y hay muchas personas en Estados Unidos —sobre todo los “anfitriones” de talk shows derechistas— que se niegan a 

aceptar los resultados de las urnas y la realidad de un presidente Obama, y ahora buscan a como dé lugar la manera de vulnerar a su presidente, torciendo sus palabras, hechos y proyectos para que parezcan absurdos y hasta criminales. Como botón una muestra: Planned Parenthood (que puede traducirse como Paternidad Responsable) es una organización no gubernamental de mucho abolengo dedicada a proveer educación y orientación sexual a todo aquel que lo desee; esto incluye métodos anticonceptivos y no excluye el aborto como opción, último recurso, en caso de que una madre no quiera llevar su embarazo a término. Bajo los gobiernos de George Bush, Planned Parenthood fue el blanco de ataques y desprecio constantes. Ahora que Obama ha manifestado su apoyo a esta organización y otras causas similares, la derecha ha declarado que Obama, como parte de su plan para estimular la economía de Estados Unidos, quiere gastar los impuestos de “el pueblo” para apoyar a asesinos de niños y fabricantes de preservativos (palabras más, palabras menos).

Si ésta es una película, ya compré mis palomitas y mi refresco. Y no sólo me encuentro cómodamente instalado en mi butaca para gozar la función sino que estoy dispuesto a volver a creer que también es posible que en México un buen hombre o mujer, con ideas y proyectos progresivos, pueda llegar a liderear un partido no de ladrones, apparatchiks y gorilitas vestidos de traje, sino de gente realmente dedicada a volver un hecho su visión de un México donde la educación sea realmente la prioridad (y no una fachada para discursos), y donde el abismo que divide a los que más ricos de los más pobres sea cada vez menor.

Los partidos y los líderes que actualmente ocupan las legislaturas y los puestos ejecutivos y judiciales no dan el ancho para saltar de la triste realidad de la rebatinga que es la política mexicana, al sueño de un México moderno y más justo para los que trabajan apenas para sobrevivir, sea en la calle vendiendo baratijas, en las fábricas, en las oficinas o en nuestros salones de clase.

Con Barack Obama hemos visto que el “Sí se puede” no es solamente un eslogan panista: en Estados Unidos pasaron de la tercera llamada al primer paso de una dura realidad. Nosotros, mientras tanto, seguimos con una política de tercera, donde hacer manifestaciones para bloquear la libre circulación de los ciudadanos pasa como “acción política”, donde avanza más el que más jode al prójimo, donde la normalidad son miles y miles de ejecuciones, secuestros y asesinatos al año, con la complicidad de políticos y mandos policiacos, y no pasa nada. Nos aguantamos o hacemos contramanifestaciones, vestidos de blanco, para que tooodo el mundo vea que amamos la paz.

El sueño hecho realidad en Estados Unidos sólo vuelve nuestra pesadilla más cruel. Allá no será todo miel sobre hojuelas; seguramente habrá baches y reveses y descalabros. Es natural. Pero en México, ¿a qué podemos aspirar con nuestra actual clase política de avestruces, ladronzuelos y delincuentes, donde la gente honrada —y vaya que sí la hay— brilla por su ausencia porque, en definitiva, es opacada por tanto bribón?

Hay que preparar el guion para nuestra propia película de ciencia ficción, y luego hacerla realidad. Sí se puede. De veras.

Créditos de las fotografías:

Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador: Wikipedia

Barack Obama, Europa Press (c)2009