sábado, 31 de enero de 2009

Queremos tanto a nuestros hijos…(una parábola)

El esfuerzo de una editorial pequeña en la Feria de Minería 

CUANDO UN HOMBRE o una mujer funda una editorial, no solamente abre una empresa sino que se casa con ella. Tiene que ver con el efecto Pigmalión: uno crea algo a su imagen y semejanza, y lo encuentra tan bello que se enamora perdidamente. Luego, los dioses se apiadan del individuo y le conceden vida a su hermosa creación. Se casan y tienen hijos. Según Ovidio cuenta el mito, Pigmalión esculpió a una mujer en marfil, exquisitamente armoniosa en sus proporciones, tan perfecta, que sucedió lo que acabo de esbozar. Pigmalión, que nosotros sepamos, tuvo un solo hijo con su esposa, Galatea,[1] estatua vuelta mujer. Los editores, por otro lado, suelen procrear muchísimos hijos en la entraña de sus creaciones. Los autores fungen como donantes del material genético-literario. Como ellos solos no pueden parir a sus hijos, recurren a los editores Pigmalión para que ellos, en sus respectivas editoriales, les den vida en forma de libros. Es un matrimonio feliz, algo promiscuo y algo excitante.

Si le va bien a este matrimonio, los donantes del material genético-literario —aquellos que elaboran manuscritos con minucioso cuidado a lo largo de años— también se ponen felices y, asimismo, forman parte de la gran familia. Los hijos de todos se ponen a trabajar, vendiéndose en la vía pública (más bien a un lado, en las librerías), y todos se ven recompensados tanto espiritual como profesional y económicamente. Las penas, con dinero, son menos. Y el amor, regado liberalmente con ubérrimas cobranzas —y regalías para los donantes al son del 10 por ciento del precio de venta al público— puede crecer, madurar y durar los siglos de los siglos, o hasta que la muerte los pone en manos de los herederos.

Esto se llama matrimonio feliz, pues todos dan y reciben: no se desgastan. Se trata de una relación virtuosa que se perpetúa sola, y los hijos llenan de orgullo a sus padres. Es cierto que algunos salen tantito desviados y reciben pésimas críticas o, de plano, se venden poco, pero en este matrimonio bien avenido, los números a fin de mes siempre son negros. Los hijos desviados, desobedientes, son remitidos a las mesas de remate donde deben purgar, avergonzados, su descaro de no seguir las modas. Y por más que sus donantes de material genético-literario insistan en que ahora sí el embarazo dará lugar a un hijo exitoso, guapo y querido por las masas, los editores —esos Pigmaliones que venden caro su amor— no se reportan a sus llamadas, pretextando que están muy ocupados guillotinando a sus hijos desobedientes, que sólo les dan dolores de cabeza. La vida sigue…

Sin embargo, no todos los matrimonios editoriales son producto de un conglomerado alemán, francés o español, ni llevan por apellido Bertelsmann, Hachette, Santillana o Lara-Planeta. Hay en la mitología editorial moderna ciertas figuras —algunos los llaman héroes— que, al igual que sus colegas más afortunados, crean a su Galatea, se enamoran de ella y —dioses y autores mediante— empiezan a parir hijos, sean éstos muchos o pocos. Pero a diferencia de sus parientes adinerados, éstos son pobres, y frecuentemente sus hijos son despreciados por aquellos que controlan el mercado. Es más: el mercado es controlado por cada vez menos gente. Y a pesar de que puedan surgir sucursales nuevas por allá y por acá, la sensación de que hay más librerías ahora que hace 10 años, es sólo ilusión pasajera. Hay más espacio, ciertamente, pero se divide entre los mismos de siempre y, de hecho, la diversidad genética del mercado se encoge cada vez más. Y cuando se encogen los mercados, sólo los matrimonios de mayor peso y glamour hallan cómo sentar a sus hijitos —gordos, rubicundos y, las más de las veces, fofos— sobre sus tamañas nalgas en las mejores mesas y a la vista de todos. Los hijos de los matrimonios pobres, por otro lado, si alguno que otro es aceptado, son enviados a algún rincón, temerosos de que los vean, como las muñequitas feas que no son. La verdad, no temen nada. Al contrario: piden a gritos que sean exhibidos.

—Ah, pos ésos no se venden —argumentan los alcahuetes que prefieren dar sus mejores espacios a los que, según ellos, se venden más fácil y rápido, aunque tengan los pechos inflados de silicón y las nalgas tatuadas con las palabras best seller.

Los matrimonios de Pigmaliones pobres —que no son lo mismo que pobres Pigmaliones—, a pesar de su felicidad inicial y las promesas de eterna fidelidad a sus principios, se las ven negras para sobrevivir. Para hacerlo, llegan incluso a hipotecar su casa, vender el coche, contratar préstamos en el banco a tasas de interés altísimas: todo por no abandonar a sus hijos ni a sus autores-socios, donantes de material genético-literario —que en muchas ocasiones colaboran solidariamente—, por seguir procreando a aquellos que —según sus padres— sí llevan los genes buenos, los que harían época, escuela y todo lo demás, si tan sólo pudieran sobrevivir, como antes, cuando había mucha bibliodiversidad y los hijos no eran tratados como blockbusters de Hollywood sino con amor, comprensión y hasta devoción… Los llamaban libros y no productos.

El Estado no ha visto con buenos ojos a estos matrimonios pobres. Ha preferido a los acomodados, muchos de ellos extranjeros. Hace con ellos negocios jugosos. Cuando el Gran Jefe del Estado vio que ambas cámaras de la Legislatura aprobaron una ley que fomentaría el resurgimiento de librerías en todos los barrios y todas las ciudades del país, mediante el precio único, en el último momento corrió a vetarla, blandiendo un argumento genial en el más puro newspeak orwelliano: ¡la ley obstaculizaría la libre competencia en el mercado! Hasta los matrimonios Pigmalión ricos se sonrojaron.

El panorama se ve negro. Pero el amor es fuerte, aun sin dinero. A todos nosotros que creamos a nuestra Galatea, que nos enamoramos de ella, que tuvimos con ella —y con nuestros donantes del material genético-literario— muchos hijos de gran calidad, no nos queda sino sobrevivir, aunque sea a la sombra de las ruinas de la Gran Babilonia, hasta el momento en que la inteligencia, la sensibilidad y el talento puedan hallar dónde y cómo brillar de nuevo. Queremos tanto a nuestros hijos…



[1]No debe confundirse esta Galatea con la nereida de la cual se enamoró el cíclope Polifemo. Vse. “La fábula de Polifemo y Galatea” del poeta español Luis de Góngora y Argote. Curiosamente, Ovidio también puso este mito en versos latinos, y fue la fuente que empleó Góngora.

lunes, 26 de enero de 2009

La pesadilla real de la política mexicana

NO PUEDO EVITARLO. Cada vez que en la prensa de habla inglesa leo la frase “presidente Obama”, pienso que estoy dentro de una película de ciencia ficción en el subgénero de “universos paralelos”. Es como si estuviéramos viendo un filme que desarrollara cinematográficamente la pregunta “¿Qué habría sucedido si hubiera ganado Barack Obama y no John McCain”. Mientras durara la ilusión de una gestión inteligente, con miras a la cooperación internacional, enfocada al mejoramiento en el nivel de vida de los pobres y la clase media, nos sentiríamos muy bien y después tendríamos que volver a la tristeza de la realidad. Estoy seguro de que me habría sucedido lo mismo si Andrés Manuel López Obrador hubiera ganado la presidencia mexicana en lugar de Felipe Calderón. Pero en nuestro caso no tuve la oportunidad de sentir la dicha de percibir la realidad como si fuera un sueño imposible hecho verdad. A nosotros, a quienes votamos por Andrés Manuel, nos tocó la dura realidad de la derrota, tuvimos que tragar camote y seguimos adelante como Dios nos ha dado a entender. Así funciona en una democracia de veras, aun cuando en casos difíciles como el nuestro —o en el de Bush versus Gore en 2000— podría parecer que hubo mano negra.

Mientras tanto, hablando una vez más de Estados Unidos, ni siquiera ha pasado una semana desde aquel martes 20 de enero de 2009, y todo el mundo se refiere al hombre que juró sobre la biblia de Abraham Lincoln, como “presidente Obama”, así sin más trámite. Pero ese trámite me parece casi tan improbable como el que un mexicano realice cualquier operación local —como contratar el servicio de luz o pagar una tenencia atrasada— en una sola visita rápida a la ventanilla de rigor. Además, como ya nos hemos acostumbrado a eso de que en México la derecha siempre gana, y cuando pierde, arrebata…, me parece perfectamente irreal que en Estados Unidos haya ganado el candidato que se opuso a la tortura, que se opuso a las guerras de aventura, que se opuso a la restricción de los derechos reproductivos de la mujer, que se opuso al trato de ciudadanos de segunda categoría a homosexuales (hombres y mujeres), que se opuso a la negación de la ciencia…

¿En qué cabeza le cabe pensar que va a ganar el bueno, si desde que tenemos memoria —casi— ha ganado el malo o, en el mejor de los casos, un “medio bueno” apenas no tan malo? Pero con la experiencia de Cárdenas frente a Salinas (y luego frente a Fox), de López Obrador frente a Calderón, de Al Gore y John Kerry frente a George W. Bush (en 2000 y 2004, respectivamente), de Ségolène Royal frente a Nicolas Sarkozy en 2007, y un larguísimo etcétera mundial (y no me hablen de Hugo Chávez, el seudosocialista antidemocrático, de los que lo imitan y de aquellos a los cuales él imita), me cuesta trabajo confiar en lo que ven mis ojos y escuchan mis oídos: ha de ser una película de ciencia ficción, y pronto la realidad va a restaurarse y veremos a John McCain, con su sonrisa forzada, firmando leyes antiaborto en la Oficina Oval de la Casa Blanca.

¿O será cierto? ¿Esto no es un producto de Hollywood, ciudad cinematográfica infiltrada hasta las amígdalas por liberales socialistoides cuasi comunistas, como siempre se queja la derecha de nuestro país vecino? ¿Se trata de la verdad verdadera? ¿Fue elegido, de veras, un presidente de Estados Unidos que sí parece entender cómo funciona el resto del mundo, que por fin comprende que una moneda tiene dos caras, y que es capaz de ver ambas, incluso al mismo tiempo, sin entrar en corto circuito por falta de potencia cerebral? ¿Y encima de todo, si de veras ganó, es posible que no le hayan robado la elección, que no hayan accidentado en la carretera? Difícil de creer… ¿Sí, es cierto?

¡Qué dulce sueño! Pero tras cada sueño, alguien dibuja una pesadilla, y hay muchas personas en Estados Unidos —sobre todo los “anfitriones” de talk shows derechistas— que se niegan a 

aceptar los resultados de las urnas y la realidad de un presidente Obama, y ahora buscan a como dé lugar la manera de vulnerar a su presidente, torciendo sus palabras, hechos y proyectos para que parezcan absurdos y hasta criminales. Como botón una muestra: Planned Parenthood (que puede traducirse como Paternidad Responsable) es una organización no gubernamental de mucho abolengo dedicada a proveer educación y orientación sexual a todo aquel que lo desee; esto incluye métodos anticonceptivos y no excluye el aborto como opción, último recurso, en caso de que una madre no quiera llevar su embarazo a término. Bajo los gobiernos de George Bush, Planned Parenthood fue el blanco de ataques y desprecio constantes. Ahora que Obama ha manifestado su apoyo a esta organización y otras causas similares, la derecha ha declarado que Obama, como parte de su plan para estimular la economía de Estados Unidos, quiere gastar los impuestos de “el pueblo” para apoyar a asesinos de niños y fabricantes de preservativos (palabras más, palabras menos).

Si ésta es una película, ya compré mis palomitas y mi refresco. Y no sólo me encuentro cómodamente instalado en mi butaca para gozar la función sino que estoy dispuesto a volver a creer que también es posible que en México un buen hombre o mujer, con ideas y proyectos progresivos, pueda llegar a liderear un partido no de ladrones, apparatchiks y gorilitas vestidos de traje, sino de gente realmente dedicada a volver un hecho su visión de un México donde la educación sea realmente la prioridad (y no una fachada para discursos), y donde el abismo que divide a los que más ricos de los más pobres sea cada vez menor.

Los partidos y los líderes que actualmente ocupan las legislaturas y los puestos ejecutivos y judiciales no dan el ancho para saltar de la triste realidad de la rebatinga que es la política mexicana, al sueño de un México moderno y más justo para los que trabajan apenas para sobrevivir, sea en la calle vendiendo baratijas, en las fábricas, en las oficinas o en nuestros salones de clase.

Con Barack Obama hemos visto que el “Sí se puede” no es solamente un eslogan panista: en Estados Unidos pasaron de la tercera llamada al primer paso de una dura realidad. Nosotros, mientras tanto, seguimos con una política de tercera, donde hacer manifestaciones para bloquear la libre circulación de los ciudadanos pasa como “acción política”, donde avanza más el que más jode al prójimo, donde la normalidad son miles y miles de ejecuciones, secuestros y asesinatos al año, con la complicidad de políticos y mandos policiacos, y no pasa nada. Nos aguantamos o hacemos contramanifestaciones, vestidos de blanco, para que tooodo el mundo vea que amamos la paz.

El sueño hecho realidad en Estados Unidos sólo vuelve nuestra pesadilla más cruel. Allá no será todo miel sobre hojuelas; seguramente habrá baches y reveses y descalabros. Es natural. Pero en México, ¿a qué podemos aspirar con nuestra actual clase política de avestruces, ladronzuelos y delincuentes, donde la gente honrada —y vaya que sí la hay— brilla por su ausencia porque, en definitiva, es opacada por tanto bribón?

Hay que preparar el guion para nuestra propia película de ciencia ficción, y luego hacerla realidad. Sí se puede. De veras.

Créditos de las fotografías:

Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador: Wikipedia

Barack Obama, Europa Press (c)2009


martes, 20 de enero de 2009

Barack Obama, la realidad de lo (que había sido) impensable


El monumento a Washington, visto desde el Capitolio, durante la inauguración de Barack Obama. Foto de Todd Heisler, New York Times

UNA LARGA PESADILLA mundial comenzó hacia fines de 2000 cuando después de la elección presidencial más accidentada y competida de Estados Unidos, la Suprema Corte de ese país resolvió otorgar el triunfo —por cinco votos contra cuatro— al republicano George W. Bush por encima del demócrata Al Gore, quien había ganado el voto popular. El país más poderoso del globo estaba profundamente dividido, herido. Muchos hablaban de resistencia civil e incluso de revuelta, de no permitir que el candidato republicano asumiera la presidencia. Se hablaba de una elección robada, de que se había efectuado un golpe de Estado desde dentro, gracias a una decisión injusta e incorrecta —aunque legal— de la Suprema Corte. Al Gore, patriota, no quiso echar leña a fuego tan peligroso, y tras la decisión judicial, anunció que la aceptaba aunque estaba profundamente en desacuerdo con ella, y así George W. Bush se convirtió en presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 2001.

En ese momento tan crítico para la historia de Estados Unidos, me quité el sombrero ante Al Gore, porque su gesto de humildad, de respeto por las instituciones, evitó lo que podría haber llegado a ser una época negra para la democracia en ese país. Pero al mismo tiempo temía que el repliegue del candidato demócrata conduciría al mundo hacia una época de oscuridad y oscurantismo, a una especie de contrarreforma cuyo signo sería la intolerancia, la incomprensión, bravuconerías militares y una general falta de respeto por la razón, las verdades científicas y los derechos humanos de aquellos que no compartían la cosmovisión parroquial de George W. Bush. No me equivoqué.

La incompetencia y el cinismo del nuevo equipo en el poder no sólo desacreditó a Estados Unidos como modelo de país democrático —con todas las fallas que pudiera tener desde antes— sino que fortaleció a sus peores enemigos mientras abandonó o despreció a sus aliados, entre ellos México y gran parte de América Latina. En lugar de convertir los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en un llamado para que el mundo entero se uniera contra las corrientes más intolerantes de fundamentalismos religiosos, tras abandonar la persecución de Osama Bin Laden en Afganistán, decidió malbaratar esta oportunidad e invadió Irak bajo la falsa premisa de que Saddam Hussein había desarrollado armas de destrucción masiva, y con vagas e ingenuas nociones de imponer una democracia donde ésta es un valor prácticamente desconocido. George W. Bush nunca ha comprendido que la democracia sólo puede funcionar en un país cuya gente la desea y puede darle forma autónomamente.

Aunque resulta difícil defender a Hussein, es preciso reconocer que en ese momento no representaba ninguna amenaza a Estados Unidos ni a ningún otro país. Al mismo tiempo es irrefutable que la desafortunada invasión fortaleció a Irán y que gracias a sus apoderados, Hezbollah en Líbano y Hamas en la franja de Gaza, se descarriló estrepitosamente el proceso de paz que había estado tan cerca de coronarse con la creación de un Estado palestino a un lado de Israel.

Estos ocho años de pesadilla, de desastre tras desastre en todos los sentidos —políticos, humanos y humanísticos, económicos, intelectuales, jurisprudenciales y hasta climáticos— prepararon el camino para uno de los sucesos más extraordinarios en toda la historia de la humanidad: la elección de Barack Hussein Obama a la presidencia de Estados Unidos.

Cuando habló en la convención demócrata de 2004, Obama era un ente prácticamente desconocido. Pero mientras escuché su discurso, este senador por el estado de Illinois me convenció de que algo nuevo empezaba a moverse en Estados Unidos. Desde entonces lo seguí en los periódicos, escuché y leí sus entrevistas, y aplaudí su posterior elección al Senado de Estados Unidos. Cuando se declaró candidato a la presidencia, saludé su ambición y audacia porque me pareció que el amor que sentía por su patria, por los pobres y los indefensos era genuino. Vi que comprendía cómo el mundo veía a Estados Unidos gracias a que él había pasado parte de su infancia en el tercer mundo, a que había aprendido bahasa, el idioma que se hablaba en Yakarta, capital de Indonesia donde asistía a una de sus escuelas públicas, y lo más importante: sentía que él, como presidente, no asumiría una actitud imperial sino de solidaridad, que podía ver al mundo con la empatía, el respeto y la comprensión que sólo pueden lograrse cuando se ha vivido intensa y personalmente fuera de la burbuja de prosperidad y opulencia que puede ser Estados Unidos, sobre todo entre los más privilegiados que abundan en su clase política.

Barack Obama es el hijo de un inmigrante keniano, negro, y una antropóloga del estado de Kansas, blanca. Cuando él nació en Hawái en 1961, aún había estados en su país donde sus padres no podrían haberse casado legalmente. Nadie habría pensado que el 20 de enero de 2009, ese niño birracial asumiría la presidencia de Estados Unidos. El hecho de que así haya sucedido es testimonio de que pervive cierta salud moral y política en ese país, a pesar de los mejores esfuerzos de una derecha aplanadora y en muchas instancias irrespetuosa del espíritu de la ley (si no de su letra), y aun cuando el resto del mundo posee razones poderosas para desconfiar de sus buenas intenciones, que en muchísimas ocasiones no han sido tan buenas.

Si el resto del mundo estaba harto de la arrogancia de la derecha estadunidense, personificada por George W. Bush, más lo estaba la mayoría de los electores de Estados Unidos mismo, y de ahí la elección de Obama, que no fue nada fácil. Antes, tuvo que derrotar la máquina política de los Clinton y todo un séquito de personajes políticos mucho más conocidos y experimentados que él. Pero cada vez que Obama hablaba a la gente, con cada decisión que tomaba, con cada declaración política contraria al statu quo, demostraba que poseía gran aplomo, una enorme e inspiradora visión acompañada de un sentido común que brillaba por su ausencia entre sus contrincantes demócratas y mucho más entre los republicanos, enanos casi todos, con la notable excepción de John McCain, quien sería el candidato republicano.

Hoy, 20 de enero de 2009, no se consumó lo que Barack Obama anunció cuando se declaró candidato a la presidencia. Ni siquiera se consumó lo que vislumbró Martin Luther King Junior en su célebre discurso “I Have a Dream” (“Yo tengo un sueño”), en el cual evocaba un Estados Unidos donde no existiera odio entre blancos, negros y latinos, donde todas las razas y religiones trabajaran juntos para el mejoramiento de la colectividad. Hoy, 20 de enero, se consumó el triunfo de los estados del norte por encima de los del sur en la Guerra Civil, que concluyó en 1865. No es en balde que el modelo y héroe de Obama sea Abraham Lincoln, quien en lugar de humillar al sur y encarcelar o fusilar a sus soldados y oficiales, una vez que éstos se rindieron y entregaron sus armas, los abrazó como hermanos y los exhortó a volver a sus familias y a vivir en paz.

La visión política de Barack Obama es muy diferente de la de George W. Bush y el partido republicano, pero no busca humillarlos ni iniciar una cacería de brujas, aunque es evidente que la ilegalidad estuvo a la orden del día en la Casa Blanca de presidente número 43. Está por verse cómo se reconciliará la justicia con la necesidad de vencer el partidismo para que Estados Unidos pueda atacar, con espíritu ecuménico, los enormes desórdenes económicos, humanísticos, sociales y climáticos que en gran medida ha desatado pero que ahora enfrenta, los mismos descalabros que amenazan la estructura económica y financiera del mundo entero.

Más de dos millones de personas se apretujaron en el mall, el espacio que separa el Capitolio del monumento a Washington, para ser testigos del juramento de Barack Hussein Obama como el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos, y de su discurso inaugural que puso especial énfasis en la recuperación de aquella autoridad moral tan carcomida; en desmentir la idea de que para salvaguardar a la nación, es preciso pisotear los derechos humanos en Estados Unidos y el extranjero; en la importancia de la responsabilidad individual en combinación con servicio a la comunidad por encima del cinismo y la avaricia de Wall Street; en la idea de que Estados Unidos no cederá ante sus enemigos jurados pero que extenderá la mano a cuanto país desee convivir pacíficamente en la comunidad de las naciones.

Durante la pesadilla de los últimos ocho años se degradó sustancialmente la imagen de Estados Unidos y se erosionó aún más la poca autoridad moral que aún poseía después de sus anteriores aventuras antidemocráticas en Cuba, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Nicaragua, El Salvador, Panamá, Granada, sólo por mencionar unos cuantos países cercanos a nosotros. Pero el día de hoy ha demostrado, una vez más, que se trata de un país sui géneris, capaz de enmendar el rumbo y volver a postularse como modelo. Las lágrimas en los ojos de tantos niños y jóvenes blancos y negros este mediodía en Washington, D.C., en los ojos de tantos hombres y mujeres que jamás hubieran creído posible lo que veían, son la prueba de que urgía este cambio.

Hoy en Washington, en Estados Unidos y el mundo en general renace la esperanza de que el poder ya no hará el derecho sino al revés, de que una vez más podrá haber diálogo entre naciones, lenguas, credos y culturas. No va a ser fácil y el camino estará lleno de baches, obstáculos y toda suerte de trampas. Estados Unidos va a cometer errores. Pero como ciudadano mexicano, orgulloso de la nación que lo adoptó hace 26 años, y como ex ciudadano norteamericano que aún tiene una madre, dos hermanos y seis sobrinos que viven en nuestro país vecino, deseo suerte y éxito a Barack Obama para que nuestros países puedan hallar la manera de convivir sin muros de por medio, con culturas diversas, fuertes y fértiles que se enriquezcan mutuamente.

Al escuchar —tras el juramento de Barack Obama como presidente de Estados Unidos—  la pieza “Air and Simple Gifts”, compuesta por John Williams y tocada por Itzhak Perlman (violín), Yo Yo Ma (chelo), Anthony McGill (clarinete) y Gabriela Montero (piano), sólo pude pensar que en la diversidad está la fuerza, que si todos tocáramos la misma nota de la misma manera, tal vez nos equivocaríamos menos, pero no habría armonía ni la belleza de sus infinitas posibilidades. Definitivamente habrá disonancia en los meses y años por venir, pero ésta también posee virtudes, pues la disonancia siempre tiende a resolverse para llegar a otro nivel, para transportarnos a nosotros a otro nivel. Hoy se vio cómo un país puede superarse y llegar a otro nivel.

Hay en todo esto un mensaje para nosotros, inmersos como estamos en una guerra cruentísima de las fuerzas de la narcoavaricia en contra de una débil estructura civil prácticamente incapaz de hacerle frente, muchas veces por su propia corrupción y en ocasiones por simple inferioridad de fuerzas. Hará falta imaginación, creatividad, coraje y aun heroísmo para resolver este embrollo internacional que nos asfixia y cuyo motor se encuentra principalmente en Estados Unidos, donde Barack Obama acaba de asumir el poder. Ahora más que nunca hará falta que adoptemos un espíritu de cooperación, realismo y sentido común para que México pueda volver a ser el país de paz que todos anhelamos.

martes, 6 de enero de 2009

El brave new world del libro

TAL VEZ NO HAYA tenido las mismas repercusiones en México y América Latina que en Estados Unidos e Inglaterra, pero la noticia de que la editorial Houghton Mifflin Harcourt ya no aceptará manuscritos para su publicación cayó como tina de agua helada —y, además, envenenada— en el mundo editorial de habla inglesa. Que una editorial de su tamaño declare que no va a publicar nuevos títulos se parece, en palabras de David Streitfeld del New York Times [28 de diciembre de 2008, WK 3], “a una carnicería que anuncia, a voz en cuello, que ha dejado de comprar carne fresca”.

No sólo eso: la librería Borders, según el mismo artículo en el Times, está al borde de la quiebra. Borders es una de las cadenas libreras más grandes de Estados Unidos, y del mundo entero. Cuando se juntan dos noticias así, es difícil no detenerse a meditar en qué está sucediendo con los libros, sus vendedores y aquellos que leen (y los que no), aunque ya lo hayamos hecho hasta la saciedad desde que empezaron a desaparecer las librerías de barrio aquí, en Estados Unidos y en muchos otros países donde se adoptó el modelo comercial anglófono que rechaza el precio único —o fijo—, medida que en muchos países de Europa —como Francia, España, Portugal, Alemania y otros— ha permitido la supervivencia y aun el florecimiento de pequeñas librerías generales y especializadas, en pueblos y grandes ciudades. En México estamos en la curiosa situación de tener una Ley del Libro (oficialmente se llama Ley de Fomento para la Lectura y el libro), pero no funciona por falta de reglamentación: aún no la echan a andar… ¿Algún día será?

Ya recuperado del shock inicial, he llegado a la conclusión de que el modelo económico lanzado por los enormes consorcios editoriales tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, Francia y Alemania, está matando a su propia gallina que antes daba huevos de oro pero que ahora sólo los entrega estrellados. Es un modelo insostenible que la tecnología actual está carcomiendo cada vez más.

Países como México, Colombia, Ecuador, Chile, Venezuela, Perú, Guatemala…, atrasados triste y tecnológicamente, no resentirán de inmediato lo que está ocurriendo, por ejemplo en Estados Unidos, donde la reventa de libros en internet, a precios de hasta un centavo de dólar, está en auge. En América Latina, en comparación con lo que sucede en regiones más experimentadas, poca gente se atreve a usar una tarjeta de crédito para hacer compras en la red, y las tarifas postales, en México, por lo menos, son de las más caras del mundo. Aunque el libro aquí costara un peso, habría que pagar como 300 o más para pagar el envío, según el medio, la distancia y el peso. Así, por lo pronto, estamos aislados del fenómeno Harcourt-Borders. Pero el coletazo nos va a llegar de todas maneras y va a cambiar radicalmente la situación del libro y la lectura en México y América Latina.

Para empezar, ya teníamos —desdenantes pocas librerías. No hay aquí nada como Borders o Barnes & Nobel, esos hipermercados libreros donde sí puede (o podía) uno encontrar desde los clásicos hasta los best sellers, pasando por el catálogo de muchas editoriales de mediano calado, y en ocasiones hasta de editoriales pequeñas, independientes y locales. Tal vez no con la misma calidad y profundidad que las librerías tradicionales cuyos dueños todavía leían y conocían lo que compraban para ofrecer, pero algo es algo y hay que agradecerlo. Nuestra cadena más grande, Gandhi, no les llega ni al dedo chiquito de su pie más cojo.

Si las grandes editoriales que aún publican literatura de calidad (allá la llaman literary fiction, a diferencia de trade fiction, que es más chafa, más abiertamente comercial) empiezan a fallar y dejan de editar a nuevos autores y escritores difíciles, pronto comenzará a secarse el manantial de creatividad que antes veía la luz mediante una casa editorial. Esto no significa que vaya a secarse de manera definitiva sino que deberá hallar otro modo de cristalizar, otro medio, que podría ser la edición electrónica en forma de e-book, manejada por agencias o “librerías virtuales”, individualmente mediante algún cobro o de manera gratuita por sus autores ávidos de tener lectores de nuevo o por primera vez.

Para quienes aún gustamos de leer en papel, ya existe la tecnología para bajar libros de la red en formato PDF o similar, para imprimir y encuadernar al gusto del lector-comprador. Si hubiera suficientes de éstos, seguramente aparecerían muy pronto impresoras-encuadernadoras caseras, a bajo precio, como las impresoras especiales para fotografías digitales que ya podemos comprar. Las profesionales son muy caras…

Aunque esto llegará más tarde a México que a otros países más tecnológicamente favorecidos, sufriremos las consecuencias del colapso del modelo editorial antiguo, pues muchas de las editoriales que publican libros en español fueron adquiridas por los grandes consorcios norteamericanos y europeos, y sus operaciones en España y América Latina no son inmunes a lo que ocurre en el mercado más grande: el de habla inglesa. Aun las independientes sufriremos porque en un modelo económico disfuncional, nadie puede funcionar bien: hay que cambiar de modelo.

Si el libro literario tradicional ya se considera un objeto de lujo en la mayor parte de los países de habla española, lo será cada vez más simplemente porque se volverá cada vez más caro: a menores tirajes, mayores costos. No va a desaparecer pero ya está volviéndose más difícil para los autores nuevos publicar, como sea, en papel. Y si los autores nuevos son los clásicos del futuro, el futuro está medio frito, por lo menos en lo que a clásicos se refiere, por lo menos en papel. Como colectividad (no hablo de lectores exquisitos) estaremos condenados a leer, sea en los medios tradicionales o electrónicos, libros de auto ayuda y superación personal, manuales técnicos, best sellers probados y confeccionados ex profeso para venderse por millones (trade fiction) gracias a su viejas y cansadas fórmulas: los lectores acríticos los consumen al por mayor porque son fáciles de tragar, como dulce de algodón, y son igualmente nutritivos.

En el fondo, nada de esto me sorprende, como ya no me sorprende el que casi no haya nada bueno que ver en la tele, aunque tengamos más de 500 canales, 495 de los cuales transmiten pura basura; como tampoco me sorprende el que pocas personas sean capaces ya de discriminar entre buena y mala música, del género que sea. Les da lo mismo Shakira que Laura Pausini, y no son lo mismo. Si escuchan una fuga de Bach, les parece lo mismito que un nocturno de Chopin: su oído no funciona porque no ha sido entrenado sino violado mil veces. Por eso a todo le suben el volumen al máximo. Simplemente no oyen sino que sienten el trancazo del sonido. De ahí el éxito de los punchis punchis: a falta de contenido, fuerza. Ya no se puede hablar en los restaurantes. O hay que gritar o rogar que le bajen al volumen… O comer en casa.

En este caldo de mal cultivo, ¿qué es el libro tradicional? Claro, es algo que a mí me reconforta y satisface como un sexteto de Brahms, un plato de chilaquiles servido en su punto o la sonrisa de una bailarina que ha desafiado al espacio, la gravedad e incluso al tiempo. Los libros en papel se volverán cada vez más exquisitos para aquellos que aún quieran y puedan comprender y gozarlos. Espero que nuestro sistema educativo pueda hacer algo positivo en este sentido, pero a juzgar por su desempeño en años recientes, no tengo muchas razones para ser optimista. Tal vez entre nosotros, entre todos nosotros que aún leemos —e incluyo a usted—, podamos hacer que despierte el entusiasmo por la lectura en un niño, o dos, o cuatro, y en sus amigos… No importa que sea en pantalla, en e-books o libros impresos en papel. Pero sí importa que los libros sean buenos, que nos estimulen a pensar, a sentir y a reflexionar en nuestros pensamientos, emociones y sensaciones. Será un brave new world, un poco como éste.