viernes, 21 de diciembre de 2007

Reflexión para comprenderme a mí mismo

En días próximos, bajo el sello Jitanjáfora de Morelia, aparecerá Desde el principio, el volumen que reunirá los libros de poesía que he publicado hasta el momento. Enseguida pongo a la consideración de los lectores de La Caja Resonante el epílogo que escribí para ese libro. Se trata de una especie de aproximación a una autobiografía poética.

Los seres humanos podemos ser predecibles, pero la vida, jamás. Los poetas, a pesar de su fama de impulsivos y poco respetuosos de las formas sociales —y cualesquiera otras que no convengan a sus intereses—, también suelen ser predecibles. Por cascarrabias que sean, pocos se negarían a ver sus libros reunidos en un solo volumen. Yo, desde luego, formo parte de estos predecibles: cuando la editorial Jitanjáfora me ofreció, de manera tan generosa, la posibilidad de reunir mis libros de poesía en uno solo, me sentí halagado y agradecido, pero al mismo tiempo temeroso. Pensé que, debido a los muchos giros que ha tomado mi vida, a nadie se le ocurriría reunir mis libros de poemas, todos ellos absolutamente agotados y —pensaba yo— olvidados. No sabía si justa o injustamente, y de ahí mi preocupación.

El 27 de septiembre de 1953 nací en Newark, la ciudad más grande del estado de Nueva Jersey, en Estados Unidos, apenas a unos minutos de Manhattan por ferrocarril, por debajo del pueblo de Weehawken y, luego, del Río Hudson. No es la capital del estado pero sí la ciudad más grande y problemática. No recuerdo nada de mi estancia allí en ese momento porque mis padres, dándose cuenta de que en Newark las relaciones interraciales empeoraban en lugar de mejorar, un año tras mi nacimiento decidieron seguir el lento éxodo de los hijos y nietos de inmigrantes europeos que en esos barrios —nosotros vivíamos en Seymour Avenue— se habían establecido desde dos siglos antes.[1] Mi madre, maestra de primaria en Newark, siguió dando clases allí hasta que se jubiló, muchos años después, en 1989. Mi padre siempre fue obrero calificado —soldador—, salvo una periodo breve cuando en 1947, antes de casarse, se asoció con uno de sus hermanos para administrar una gasolinera. No tuvieron mucho éxito.

Así, en 1954, mi padre, madre y hermano mayor por cuatro años, Joey (así siempre le he dicho), y yo nos cambiamos a otra ciudad portuaria, no muy lejos: Elizabeth. La ventaja estaba en que viviríamos en casa propia —pequeña, pero propia— y en un barrio relativamente seguro. De hecho, nuestra calle, Richford Terrace (aún recuerdo el número exterior: 1063), colindaba con Linden, sede de la petrolera Esso, como se llamaba en aquel entonces. Pasaba el ferrocarril a media cuadra de mi casa, pero no me subiría como pasajero hasta muchos años después, cuando viajaba entre Newark y la Universidad de Rutgers. Los trenes, para mí, eran mágicos. A pesar de que constituyeran una realidad absolutamente cotidiana, también representaban mundos lejanos, desconocidos. Asimismo, eran un terreno de juego, porque siempre andábamos trepados en los rieles, pero nunca dejaron de ser una plataforma para soñar: los vagones —los cuales yo observaba de noche, sus ventanillas iluminadas que revelaban a hombres y mujeres trajeados— se dirigían a lugares de cuya existencia ni siquiera sospechaba, pero los intuía.

Uno de mis primeros recuerdos son las llamas de las torres de escape de gas natural que, gracias a la Esso, iluminaban el cielo nocturno de Linden. Las veía desde la ventana de mi recámara. Me parecían sumamente remotas, misteriosas —y hasta bellas—, pero viendo el mapa a 50 años de distancia, me doy cuenta de que no podían estar a más de cuatro o cinco kilómetros. He aquí una de las razones principales por las cuales mis padres decidieron desarraigarnos una vez más —ahora con mi hermano menor por seis años, Eddie— para trasladarnos al pueblo que colindaba con el lugar donde mi madre pasó la mayor parte de su infancia: West Caldwell. Ella nació en el Bronx, en Vyes Avenue, cerca de Crotona Park, pero sus padres se divorciaron,[2] y mi abuela Celia[3] —tras contraer segundas nupcias— se mudó con el nuevo esposo a Brooklyn, donde permaneció la familia unos seis años, hasta que se mudaron todos a Caldwell en 1932, cuando mi madre tenía nueve años.[4] Estos dos Caldwells están juntos y pegados, y hasta comparten las mismas escuelas. De hecho la casa que compraron mis padres está a unos 400 metros de la materna, en Washington Avenue.

Entre la contaminación de la Esso, cada vez peor, y el estado deplorable de las escuelas públicas de Elizabeth —según mi madre—, nos cambiamos a lo que se llamaba en inglés suburbia, una alfombra de pueblos pequeños que llenaban casi por completo los espacios entre ciudad y ciudad: Newark, New Brunswick, Elizabeth, Paterson, Jersey City…

Dejamos atrás la casa de mi infancia en noviembre de 1963, unos cuantos días antes del asesinato del presidente John F. Kennedy y la irrupción de los Beatles en el imaginario estadunidense. Atrás quedó el sótano donde mi padre tenía su taller de soldadura y carpintería, la cocina donde una vez se incendió la plancha de mi madre, donde el huracán Donna arrasó con el sauce llorón de los vecinos para depositarlo en nuestro jardín: fue —durante unos días maravillosos— el mejor juguete que cualquier niño podía soñar. Atrás quedó la pequeña sala donde escribí mi primer poema, una especie de homenaje a las cuatro estaciones, el cual ilustré con hojas caídas de los árboles alrededor de la casa. Atrás quedó la biblioteca de Elizabeth, donde me perdía horas enteras entre los libros de todo tipo y las carpetas de la sección de archivos gráficos; los dos cines donde mi hermano Joey y yo nos escapábamos a pasar tardes enteras de sábados y domingos en double features por 25 centavos de dólar, permanencia infinita… Atrás quedó mi amado parque Warinanco, donde pescábamos y remábamos, jugábamos beisbol y soñábamos con otros lugares debajo de sus árboles centenarios. A mí me gustaba Elizabeth, me gustaba mi escuela,[5] tenía amigos…

Los Caldwells me parecían otra cosa, algo intimidante y aun excitante en su carácter rural, pues yo era criatura 100 por ciento urbana. El nivel socioeconómico era mucho más alto. Si había relativamente pocos negros y latinoamericanos en Elizabeth en aquel entonces,[6] en Caldwell sólo había un par de familias. Me costó mucho trabajo hallarme entre esa gente nueva. Sentía que estaba allí en contra de la voluntad de todos mis compañeros de clase; les caía mal, sobre todo si me iba bien. Pasé todo el quinto año de primaria como punching bag de los compañeros más grandes y agresivos; yo era más bien pequeño para mi edad, y la violencia no me excitaba como a ellos. En el recreo, estaría parado, solo, y cualquier niño —sin que yo me diera cuenta— se pondría en cuatro patas detrás de mí para que otro, de frente, me empujara. Así, sin remedio y como idiota, me caía hacia atrás, para gran regocijo de todos. No me gustaba pelear —sigue sin gustarme— y no gané ni una durante todo ese año. Me deprimía horriblemente. En muchas ocasiones busqué pretextos para faltar a la escuela. Me enfermaba la sola idea de que me buscarían a la entrada. Pero las clases me encantaban, así que me declaré en resistencia pacífica y trataba de no meterme con nadie, de ser invisible.

Las cosas mejoraron en sexto año —ya no era el nuevo y empecé a gozar realmente lo que el lugar ofrecía: bosques donde mis hermanos y yo construíamos casas en los árboles y donde todavía corrían riachuelos, un parque hermoso (aunque no tan grande como Warinanco), grandes nevadas en invierno porque había mayor elevación en relación con el nivel del mar, buenas bibliotecas (una en mi escuela y otra municipal), calles que subían y bajaban —pues el área era montañosa, no plana como Elizabeth) y tenía que reconocer que mi mamá había acertado: Washington School era muchísimo mejor que la Woodrow Wilson, por mucho que la amé en su momento.[7]

En West Caldwell duré hasta poco antes de cumplir los 18 años, hasta mudarme a New Brunswick, a la Universidad de Rutgers, unos 65 kilómetros al sur. Antes de marcharme, en la James Caldwell High School aprendí geometría y retórica, álgebra y poética; me enamoré de Shakespeare y Wordsworth, y encontré a César Vallejo y Federico García Lorca. Me rompí la rodilla izquierda en una práctica de lucha grecorromana (formaba parte del equipo de la prepa),[8] lo cual me llevó a abandonar el deporte y dedicarme a estudiar teatro en mis horas libres después de clases.[9] (Salí en producciones locales de Uncle Wiggely, A Raisin in the Sun y Mr. Roberts). Tomé mis primeras clases de español. Me hice novio de la nieta de un español canario, y por ella decidí seguir estudiando castellano en la universidad, aunque después ella se hiciera fotógrafa profesional y activista de los derechos humanos en Guatemala.

Durante mis primeros dos años en la Universidad de Rutgers, la pública del estado de Nueva Jersey, me debatí entre ser músico, actor, director de teatro, dramaturgo, poeta o profesor de literatura. Realmente no tenía idea de qué podía ser o hacer mejor: quería hacerlo todo. Mi noviazgo no sobrevivió a la separación geográfica (a mi ex novia aún le faltaba un año de preparatoria), pero yo ya había adquirido el virus del español. Leía todo lo que podía: novelas, cuentos, poesía. El azar puso en mi destino, como maestro, a Luis Mario Schneider, el crítico, poeta y novelista argentino que se había avecindado en México, primero en Xalapa y luego en la capital. Él, ya como catedrático en Rutgers, me convenció de estudiar mi tercer año de licenciatura en México en lugar de Madrid, donde ya me habían aceptado.

Luis Mario, en agosto de 1973, se convirtió en mi Virgilio y padre putativo. Me presentó a muchos escritores activos del momento, aunque yo no sabía bien a bien quiénes eran ni cuál era su importancia. En la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tomé clases con Carlos Illescas y Conchita Caso. Jugaba futbol y tocaba la guitarra con Tomás Mojarro, después conocido como el Valedor en la radio, pero en aquel entonces era un novelista muy leído. Conocí a Alí Chumacero, Felipe Garrido, Salvador Elizondo, Amparo Dávila (hasta llegué a quedarme en su casa de San Luis Potosí), Inés Arredondo, Raúl Ortiz y Ortiz (el traductor de Under the Volcano)…

Ese año, cuando cumplí 20, mi mundo sufrió otra transformación, mucho más profunda que las dos mudanzas anteriores: decidí adoptar otra cultura, otro idioma, otra manera de vivir y sentir el mundo. Por alguna razón sabía, desde muy chico, que esto iba a suceder. No era consciente de cómo pero estaba seguro de que no me quedaría en Estados Unidos. Una vez en México, instalado en la Colonia del Valle (calle González de Cossío número 322, entre Eugenia y Concepción Béistegui), tardé unas tres semanas para empezar a hablar el idioma. (Leía más o menos bien, pues había estudiado latín durante tres años en la secundaria y otro en la prepa, y así podía hacerle al cuento en mis clases de castellano, para las cuales no tenía que estudiar para pasar con 9 ó 10, pero hablaba sólo a medias y a trompicones). Y tardé unos tres meses para saber que en México me quedaría para siempre.

Pero antes debía concluir la licenciatura, y eso me sacó de México en el verano de 1974. Al volver a Rutgers, ya sólo hablaba español, excepto con mi familia (y mi novia de aquel entonces, que era lingüista, pero norteamericana). Todas mis clases eran de lengua y literatura española y latinoamericana. Escribí mi tesis, en español, sobre el realismo mágico en la obra de Tomás Mojarro (hacer tesis no era normal; de hecho, no es requisito para titularse en Estados Unidos; a sólo unos cuantos se les permitía el honor, y yo —como siempre— buscaba desafíos).

Sin medios propios para volver a México, decidí —mientras tanto— aceptar la beca que Rutgers misma me había ofrecido para hacer una maestría en Letras Hispánicas. Daría clases a alumnos de licenciatura y estudiaría medio tiempo. Pero tenía que pagar mi casa y comida dando clases como maestro suplente en las escuelas públicas de Newark (a 50 minutos al noreste en ferrocarril; hasta podía ver, desde la ventanilla del vagón, mi ex casa en Elizabeth durante el trayecto). Podía hacer esto una vez a la semana, cuando no tenía que estar en New Brunswick, y con eso me alcanzaba porque la suplencia pagaba muy bien, o en su defecto trabajaba como proyeccionista en clases de Historia de Arte, o como mecanógrafo en oficinas varias de la ciudad, empleos que pagaban muy mal.[10]

Durante ese primer año —que para mí era la gloria, una especie de Edad de Oro— llegó un aviso de una escuela en Cuernavaca, CALE (“Centro de Artes y Lenguas”, creo). Buscaban profesores para dar clases de español a extranjeros durante el verano. Envié mi currículo pero —la vida es impredecible…— jamás pensé que me aceptarían, siendo nativo de Newark. Pero justo cuando lo había olvidado, llegó mi carta de aceptación. Me dio un poco de temor enseñar español en un país de habla española, pero lo vi como otro desafío. Como decían en Nueva Jersey: Sink or swim. O nadabas o te hundías.

Me encantó la experiencia. Me encariñé con Cuernavaca, pero más con la mujer con la cual me casaría en agosto de 1976, la que sería madre de mi primera hija, Yliana Victoria.[11] Enamorado, y no sólo de México, decidí suspender mis estudios de maestría. Mientras tramitaba la green card para Claudia Acevedo, mi esposa, daba clases de inglés en una escuela particular de Cuernavaca. Lo odiaba pero así podíamos pagar el súper; vivíamos en casa de mis suegros, en la calle de Rubén Darío de la colonia Carolina. En noviembre, a tiempo para Thanksgiving, volví con ella a Nueva Jersey. Consiguió trabajo como trabajadora social y yo terminé la maestría, con una tesis sobre cómo Borges entendía la historia, dirigida —como la primera— por Luis Mario Schneider.[12]

Vivíamos en un departamento dentro de una casa propia en Highland Park, justo al otro lado del río Raritan, que lo separaba de New Brunswick. Eran tiempos difíciles. Estudiaba y daba clases de lunes a jueves en la tarde. Trabajaba las noches, de jueves a sábado, turnos de 12 horas en el Departamento de Cómputo de Cadence, una empresa que publicaba Marvel Comics. Con esto sobrevivíamos y ahorramos lo suficiente para volver a México. Claudia no quería regresar; le gustaba vivir en Estados Unidos. Fui terco. Tal vez esa decisión me costaría el matrimonio unos años después. Es, como otras de su especie, una historia larga…

Dispuesto a todo, y sin ninguna promesa de empleo, en diciembre de 1977, con Luis Mario volvimos a México en mi Hornet verde de American Motors, mi primer coche, el cual compré usado por muy poco dinero. En enero nos reencontramos con Alberto Dallal, el director de Publicaciones de El Colegio de México (Colmex), a quien había conocido anteriormente en Nueva York. Gracias a las influencias de Luis Mario, Alberto me ofreció trabajo como su asistente. Fue mi primer empleo en el área editorial, si no contamos el verano que pasé trabajando como corre-ve-y-dile en las oficinas de Prentice Hall en Englewood Cliffs, New Jersey, antes de mi segundo año de universidad.

Conseguí mi permiso migratorio FM2, el cual me permitía trabajar, y estuve dos años en el Colmex, donde conocí a muchísimas personas que me serían importantes; entre ellas, Víctor Urquidi, Ramón Xirau, Tomás Segovia, Lorenzo Meyer, Enrique Krauze y Elías Trabulse. También me inscribí en el doctorado en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde conocí a Sergio Fernández, como maestro, y como compañeros de salón a Verónica Volkow, Gonzalo Celorio, Armando Pereira, Sergio López Mena (quién pronto me presentaría a Vicente Quirarte en la Torre de Rectoría donde éste trabajaba con Diego Valadez) y Guillermo Sheridan. Ya conocía a mi maestra de Novela Mexicana del Siglo XIX, Margo Glantz, porque había sido esposa de Luis Mario.[13] Fue en esa época cuando empecé a leer la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, cuya obra reunida hasta ese momento, De otro modo lo mismo, reseñé para la Revista de la Universidad gracias a Sheridan.

Mientras trabajaba en el Colmex y estudiaba el doctorado en la UNAM, reuní los poemas de mi primer libro, De noble origen desdichado. Luis Mario me había presentado con un amigo novelista suyo, originario de los Tuxtlas en Veracruz, Jaime Turrent, quien a su vez me llevaría al café literario que él frecuentaba. Se reunían estos amigos en el Café Alto, sobre Insurgentes, en una esquina de la Condesa enfrente de la Colonia Roma. Allí conocí a Raúl Renán, Francisco Hernández, Francisco Cervantes (que en ese momento estaba en Portugal), Guillermo Fernández, Ignacio Trejo Fuentes, Arturo Trejo Villafuerte, Jorge Eduardo Mosches (otro transterrado argentino), entre otros. Raúl me ofreció la posibilidad de publicar De noble origen desdichado bajo el sello de su editorial La Máquina Eléctrica.[14]

Un año después ya tenía otro libro listo, A pesar del Imperio, y por recomendación de Luis Mario lo publicó Huberto Batis en los Cuadernos de Poesía que editaba la UNAM. Sólo conocía a Huberto de nombre, pero años después me aceptaría como colaborador regular en las páginas del suplemento Sábado y en las de su diario anfitrión, el UnoMásUno. Él me enseñaría prácticamente todo lo que tenía que saber —todo lo que sé— de periodismo cultural y periodismo en general. Él, Luis Mario Schneider y Rubén Bonifaz Nuño han sido mis maestros más importantes, aunque sólo Luis Mario llegó a darme clases formales.

Estos dos libros probablemente debían ser uno solo. Tal vez ni debían ser. Eso es lo que temía cuando se me ofreció la posibilidad de reunir mis poemarios. No me gustaba la idea de tener que releerlos. Sabía que los había escrito cuando aún tenía pocos años de hablar español. De ese agosto de 1973, cuando llegué a México, a febrero de 1979, cuando apareció De noble origen…, distaban menos de cinco años y medio. Sé que tuve que haber sido muy arrogante para publicar tan pronto. Se juntaron mis ganas de comerme el mundo con una época de efervescencia literaria y amigos que me apoyaban a cada paso. Sin embargo, debo reconocer que algo me sorprendió al volver a sumergirme en las páginas de estos dos primeros libros: había internalizado inconscientemente muchísimos versos y hasta estrofas enteras. En otras palabras, esos poemas me eran más importantes de lo que yo estaba dispuesto a reconocer, independientemente del valor literario que pudieran tener. Sea como fuere, si Raúl Renán me abrió las puertas en el 79, Huberto me colocó en el centro del escenario en el 80.

Un año después, en 1981, otra vez por las buenas artes de Luis Mario, conocí a Fernando Tola de Habich —gran bibliógrafo, un peruano enamorado del siglo XIX en México, dueño de Premià Editora—, quien (confabulado con Luis Mario, seguramente) me sugirió que le preparara una antología de poesía joven mexicana. Así nació Palabra nueva: dos décadas de poesía en México, que Tola editaría en Premià. Después Fernando y yo tendríamos nuestras diferencias, profusamente ilustradas en varios desolladeros del Sábado, pero estaré siempre agradecido con él porque así pude conocer o tratar más cercanamente a muchos poetas que serían importantes para mí y para la poesía mexicana: José Emilio Pacheco, Carlos Montemayor, Elva Macías, Raúl Garduño, Luis Roberto Vera, Evodio Escalante, Elsa Cross, Jaime Reyes, Ricardo Yánez, Luis de Tavira, Marco Antonio Campos, Héctor Carreto, David Huerta, Alberto Blanco, Marcelo Uribe, Ricardo Castillo, Víctor Manuel Mendiola, Carmen Boullosa, Blanca Luz Pulido y Francisco Segovia, entre otros que ya he mencionado.

Insisto: releí De noble origen desdichado y A pesar del imperio con cierta trepidación. Pero después de meditarlo durante varias semanas, decidí no suprimirlos ni cambiarles nada, fuera de alguna errata o detalle ortográfico. Su valor reside, tal vez, en que desde aquellas páginas juveniles, casi inocentes, se ven los temas que aún hoy me preocupan. Y en esos libros —lo veo ahora— traté de fundir mi pasado anglófono con mi presente mexicano, latino. Por lo menos traté de hallar sentido en esta reinvención de mí mismo, aunque fuera un sentido meramente poético.

Sin embargo, el lapso que separa a A pesar del Imperio de Los cuerpos de la Furia,[15] poco más de tres años, fue mi época de mayor crecimiento como poeta. Luis Mario me había enseñado que es lícito y legítimo que todo sea mágico, que en todo hay poesía si uno sabe verla y hacerla fluir en verso. Me había enseñado a vivir con pasión, a vivir las pasiones seriamente, nunca a medias. La poesía era una de mis pasiones. Pero al conocer a Rubén Bonifaz Nuño poco después de publicar A pesar del imperio, se me abrió otra puerta gracias a este gran poeta, traductor de los clásicos e intérprete de la cosmogonía indígena.

Con Rubén empecé a comprender algunos secretos de la forma. Bajo su tutela comencé a traducir poesía métricamente rigurosa para lidiar de la manera más difícil con forma y fondo. Elegí para la tarea a Shakespeare y Robert Browning.[16] Con Rubén aprendí que no hay verso que no se deje y que forma es fondo. Durante muchas horas de conversación en su despacho en la Torre de Humanidades, o en la Biblioteca Central, o en su departamento de la calle Don Manuelito, cerca de la Avenida Toluca —donde guarda sus tesoros en latín y griego, amén de un piano vertical—, aprendí a respirar en verso, en heptasílabos, octosílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos. Aprendí a escuchar la música detrás de las palabras, a fundirla con su sentido de manera única, de modo que el verso, cualquier verso, pueda sostenerse solo, imbatible. Aprendí que la forma tiene sentido y que todo sentido necesita hallar su forma. Cada forma —a su vez— posee un secreto, o muchos. Hay que saber, por ejemplo, por qué un soneto lo es, más allá de su prescripción métrica. Con Rubén descubrí que en la poesía nada es accidental, que el verso libre, si es bueno (como decía T.S. Eliot), difícilmente va a ser libre. En 1980 realmente empecé a estudiar.

Fueron los años en que viví cercanamente con Gilberto Owen, Carlos Pellicer, César Vallejo (de nuevo), Octavio Paz y, por supuesto, Bonifaz Nuño. También Pablo Neruda. Me puse a desmenuzar, por primera vez desde que había hecho la maestría, la poesía de Góngora, Quevedo y Lope de Vega. Me alejé del siglo XIX poético. Me fui hacia atrás. Traté de comprender el sentido rítmico de los salmos en hebreo. Leía la Commedia de Dante en italiano, en voz alta, aunque no pudiera entenderlo sino medianamente. Iba caminando por la calle y versificaba todo lo que veía, sólo para hacer míos los ritmos, poseerlos íntimamente. Decía entre dientes (para que nadie me escuchara y creyera loco) estupideces como “Este letrero hermoso, signo impávido / sobre una calle muda entre el calor / insospechado del invierno lento / y el semáforo rojo de coraje / que vigila mis pasos en Reforma”, para ir ensayando el endecasílabo, para volverlo segunda naturaleza. Después del endecasílabo, lo demás es fácil…

En Los cuerpos de la Furia, para mí el libro más doloroso que he escrito, empecé a emplear lo que aprendía. En ese libro está, de una u otra manera, mi divorcio (sobre todo en “Autobiografía del infiel”, que salió antes en forma de plaquette), la infancia de Yliana, mi encuentro con Josefina Estrada —mi segunda y actual esposa—, mil conflictos de conciencia y pasiones encontradas. En abril de 1982 —Viernes Santo— murió mi padre, con quien tenía yo una relación difícil pero de mucho cariño, aunque distante (me parezco mucho más a mi madre), y sólo entonces empecé a pensar en él y la importancia que tenía para mí. También en esa época sentí la necesidad de reencontrarme con mis raíces religiosas: quería comprender mejor el judaísmo que me había formado emocional y moralmente, pero que sólo entendía de manera rudimentaria.

En 1984, antes del nacimiento de mi segunda hija, Leonora,[17] me acerqué a la comunidad judeomexicana más ortodoxa y empecé a estudiar la Torá (la ley judía) y el Musar (ética). Viví unos tres años cercanamente con una tradición multimilenaria que me abrió los ojos y me hizo más fuerte en muchos sentidos. También menguó, en mucho, mi necesidad de figurar, estar en el candelero, participar en la rapiña cultural de esa época. Me alejé, dejé de publicar poesía —aunque nunca de escribirla— y me dediqué a mis clases y mis estudios. Este reencuentro con una base espiritual más sólida nos ayudó a sobrellevar el impacto y los efectos secundarios de los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985, cuando perdimos nuestro departamento en el onceavo piso del edificio Niños Héroes en Tlatelolco. (Ahora sólo tiene seis).

Al estudiar los textos cabalísticos comprendí aún más el sentido de forma y fondo, y me acercó más estrechamente al sentido de la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, y de todo lo que él me había enseñado, sea en persona o a través de sus libros. Leer la Biblia en lengua hebrea también me hizo reflexionar en cómo la música de un idioma afecta al sentido de las palabras, y cómo esto se eleva a la n potencia en la poesía.

Fueron años gozosos, de encuentro y comprensión. La culminación de este periodo se encuentra, a mi manera de sentir, en Línea de fuego, donde parto de una estructura cabalística —representada por la estructura de la semana: seis días y un descanso sabático— para tratar de comprender el sentido de la vida, de la infancia, el amor, la música —y la creación en general— y la figura cuyo nombre no se menciona jamás en sus páginas, pero que está detrás de cada verso: Dios.

Yo no sé si creo en Dios o si Dios existe porque no tengo la menor idea de qué o cómo pueda ser. Sólo sé lo que siento, y es algo poderoso, pero no tiene nada que ver con lo que nos enseñan en la doctrina, la que sea. Antes de reencontrarme con el judaísmo me sentía incómodo con mi religión, pero decía sin ambages que creía en Dios. Ahora que no sé qué es (o si es), y que no me importa admitirlo, me siento mucho mejor. Ya no me parecen relevantes las broncas que durante miles de años han separado a tantos pueblos, que los ha vuelto enemigos. Estas diferencias no son producto de una visión superior sino de una ceguera colectiva.

Nosotros, como seres humanos limitados en nuestras capacidades, sólo vemos a través del cristal que nos dieron al nacer. A mí me hizo falta cambiar de cultura, de idioma, de país para darme cuenta de que hay muchas maneras de ver y entender al ser humano y el mundo en que vive. No todas me parecen igualmente valiosas o siquiera válidas, pero sé que nadie tiene la Verdad, y si alguien afirma lo contrario, miente. En otras palabras, las religiones me parecen importantes, son una manera de aprehender la realidad y de aprender a convivir armoniosamente. Pero como instituciones son limitadas, todas. La vida es hermosa. Las iglesias tienden a amargárnosla innecesariamente. Mejor aprovechemos sus aciertos, vengan de donde vinieren…

Al releer estos libros, veo que lo anterior termina reflejándose en Corredor nocturno, que emplea versículos en lugar de los rigurosos endecasílabos de Línea de fuego (acompañados por poemas de verso irregular antes y después de cada sabático —con el número VII—, y un poema en prosa con que se inicia la última sección). Si el libro posee un aire bíblico, probablemente se deba a los versículos, pero en realidad es una continuación de Los cuerpos de la Furia y Línea de fuego. La forma se aleja por la perspectiva de la voz, que pertenece a uno que va corriendo por la Ciudad de México entre las cuatro y las seis de la mañana. En esta oscuridad y quietud —relativas, por supuesto— se superponen muchas otras realidades y épocas. El verso largo, extenso, donde se pierde la noción de la medida exacta —y donde se hace énfasis en las cadencias poéticas propias— para mí es la forma ideal para dar a entender o recrear la respiración del corredor de fondo, y su pensamiento que se extravía tan fácilmente, sólo para reencontrarse en momentos y lugares clave. El lugar de salida y llegada siempre es el mismo, pero en medio hay un viaje de muchos años, un periplo que no ha terminado aún.

Decidí no incluir los poemas que he escrito después de Corredor nocturno. Son muchos. Algún día haré una selección para publicar otro libro. Todavía no. Siento que aún me falta mucho por aprender. Después de medio siglo de vida, me ha llegado la humildad, algo no fácilmente predecible. Sólo espero que no sea demasiado tarde.

Sandro Cohen, Centro Histórico,

México, Distrito Federal,

invierno de 2007



[1]En 1967, tras los disturbios raciales que convulsionaron a la ciudad entre el 12 y 17 de julio, el éxodo de la población blanca se aceleró sensiblemente. La ciudad quedó devastada y disfuncional en muchos sentidos, botín de políticos corruptos. Sólo en los últimos años ha habido esfuerzos palpables por revitalizarla. Algo parecido sucedió en la ciudad de Detroit entre los días 23 y 25 de ese mismo mes.

[2]No conocí a mi abuelo biológico. Se llamaba Julius Macnow. Según cuenta mi madre —respaldada por mi tía Helen, pintora—, era pianista y formaba parte de la Filarmónica de Nueva York. También era muy celoso. Según el folclor familiar, cuando —en una velada en casa— mi abuela pidió a otro hombre tocar una pieza al piano, mi abuelo montó en cólera, entró en la cocina, abrió la estufa y prendió el gas con intenciones de suicidarse. Dicen que esto desencadenó el fin del matrimonio. Tal vez sólo fue la gota que colmó el vaso.

[3]Mi segunda hija se llama Leonora Celia, en honor a mi abuela materna.

[4]Mi madre, al igual que yo, entró a la primaria de Caldwell en quinto año. Ella asistió a la escuela Lincoln; yo, a la Washington, que está en la esquina de Central Avenue y Stonybrook Road. Mi familia habitó el número 11 de esta segunda calle después de su época en Elizabeth. Una coincidencia: Stonybrook Road es la continuación de Washington Avenue, la calle de mi mamá.

[5]Se llamaba Woodrow Wilson, school 19.

[6]En el censo de 2000 la población blanca de Elizabeth constituía el 55.78 por ciento del total. El 19.98 por ciento era negro. La población de habla o cultura española, de cualquier raza, era de 49.46 por ciento. En 1963, antes de abandonar Elizabeth, yo era el único alumno judío en mi primaria. La mayoría, según recuerdo, era católica de ascendencia italiana o irlandesa.

[7]V. notas 4 y 5.

[8]Para mí, la lucha grecorromana no es violenta sino una especie de ballet de inteligencias contrarias que se oponen estratégicamente y que dependen de su fuerza, astucia, rapidez y resistencia. Jamás sentí una agresión personal o animadversión alguna en mis encuentros de lucha grecorromana.

[9]Si algo lamento, es no haber descubierto las carreras de fondo en la prepa, sobre todo porque mi escuela tenía un buen equipo. Por alguna razón, no me llamaba la atención correr, gusto que empecé a desarrollar apenas en marzo de 1987. Mi maestro e iniciador fue el poeta Vicente Quirarte.

[10]En uno de mis empleos como secretaria había muy poco que hacer. Aproveché la ocasión para leer Cien años de soledad por primera vez. No siempre me iba tan bien: recuerdo que durante una semana tenía que descargar cajas pesadas de tráileres infinitos, ocho horas al día.

[11]Yliana nacería el 6 de junio de 1979.

[12]Luis Mario nació el 12 de abril de 1931 en Santo Tomé, Corrientes, Argentina. Murió en el Estado de México el 18 de enero de 1999. Fue probablemente el más importante investigador de literatura mexicana de los siglos XIX y XX. Crítico agudo, también ejerció la poesía y la novela hasta que murió. Dejó numerosas obras críticas inconclusas (siempre trabajaba simultáneamente en muchas). Le fascinaba igualmente la literatura que la pintura. Una de sus pasiones eran los pueblos indígenas y toda manifestación de cultura popular. Llegó a poseer una colección enorme de armadillos, tanto disecados como de artesanía. Escribió un libro, que publiqué en Editorial Planeta, sobre Cristos, santos y Vírgenes. Su curiosidad no conocía límite.

[13]Margo, según recuerdo, llegó a dar clases en Montclair State College, muy cerca de los Caldwells.

[14]Luis Mario Schneider escribió un prólogo para De noble origen…, el cual reproduzco en este libro.

[15] Consuelo Moreno publicó Los cuerpos de la Furia en Editorial Katún en agosto de 1983, una década tras mi llegada a México. El 30 de noviembre de 1982 había adquirido la nacionalidad mexicana por naturalización.

[16]Traduje, por ejemplo, un soneto de Shakespeare de cinco maneras diferentes: libre, en alejandrinos blancos —luego rimados—, en endecasílabos blancos y, finalmente, en endecasílabos rimados. También traduje “Andrea del Sarto” de Browning en endecasílabos blancos, pero usé más versos que el poeta inglés a fin de que el monólogo dramático no perdiera sentido.

[17]Leonora Celia nació el 27 de septiembre, el mismo día que yo.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Mis primeros 25 años... de mexicano

Interrumpo el flujo discursivo de este sitio de reflexión artística, política y social de este blog para incluir un texto muy personal que escribí a raíz del 25° aniversario de mi adquisición de la nacionalidad mexicana, el 30 de noviembre de 1982. Con unos 150 amigos lo celebramos el martes pasado, 4 de diciembre, en el Zinco Jazz Club. Hago público mis palabras porque muchísimas personas simplemente no entienden por qué vine a México, por qué me quedé ni en qué demonios habría estado pensando. Sin más, ahí les va. Las fotos fueron tomadas por Josefina Estrada esa misma noche.

In fraganti: Zinco Jazz Club, martes 4 de diciembre de 2007

Hace 34 años acepté un reto. Tenía 19 y, por alguna razón, sabía —sentía que mi futuro no estaba entre los muros de mi universidad, cubiertos de hiedra, por más que los quise y aún quiero por cuanto me brindaron, sobre todo la posibilidad de conocer México.

Era una existencia pacífica aunque eso sí: de mucha competencia académica. Eso me gustaba. También la biblioteca. Dos millones de volúmenes, cinco pisos llenos de todo lo que puede aspirar a saber un ser humano. Yo iba a esa biblioteca de la misma manera como iba al parque: para gozarla. Escogía una sección, cogía varios libros y me acostaba sobre la alfombra entre los estantes. Y así pasaba horas. En esa biblioteca leí por primera vez El laberinto de la soledad de Octavio Paz, y varios libros de Jorge Luis Borges. Narradores venezolanos, dramaturgos de Puerto Rico… Cosas que jamás podría haber imaginado. El problema estaba en que veía a mis profesores como si me viera a mí mismo a través de una bola de cristal, y no me gustaba la imagen. Me veía demasiado cómodo. Todo se me presentaba demasiado fácil, y a mí me gustan los retos.

El desafío mayor habría sido convertirme en escritor, en inglés y en Estados Unidos. Pero eso me parecía francamente imposible. ¿Cómo? ¿Quién iba a hacerme caso? Allá, los pocos escritores a los que llegué a conocer, no tenían tiempo para un aspirante a principiante, como yo. Hay sueños que uno difícilmente se atreve a fantasear simplemente porque parecen imposibles, igual que en la canción. Pero mi otro sueño, empezar de cero en una cultura nueva, aprender a hablar y escribir bien el español —no como mis maestros nacidos en Estados Unidos—, volver a nacer, ser uno y ser otro… Esto me parecía posible; difícil, pero posible. Lo que no sabía es que iba a ser muchísimo más difícil de lo que pensé.

Maravillado por el mundo hispánico, sobre todo por la poesía de Federico García Lorca, a quien leía desde la prepa en versión bilingüe, y tan indignado como intrigado por la España franquista, ya había hecho todos los trámites para largarme a España a pasar por lo menos un año en la Complutense de Madrid. Quería vivir la literatura, la historia; comprender las raíces de una civilización milenaria que tocaba hasta a los romanos, pasando por los árabes y mis antepasados sefardíes. Hasta había investigado cómo enviar mi motocicleta —tenía una motocicleta— para poder transportarme mejor. Orgulloso, le comuniqué a mi maestro de literatura latinoamericana que en septiembre próximo me marchaba a España. Me felicitó, me hizo varias preguntas y luego remató: ¿Por qué no vas a México? Ese profesor era Luis Mario Schneider, que en paz descanse, y en 10 minutos me convenció de abandonar mis planes ibéricos: él iba a llevar un grupo de estudiantes de Rutgers a México.

Difícilmente logro describir el shock de mi llegada, desde la mordida en el aeropuerto hasta los boquetes en las banquetas sobre la Avenida de los Insurgentes. Leía pasablemente bien el español porque había estudiado latín durante cuatro años, pero lo hablaba mucho menos que a medias. Una cosa es lo que se oye en un salón de clase, y muy otra es entender lo que a uno le dicen en la calle. No quiero ni pensarlo porque me da cierta pena. Tardé tres semanas para entender lo que me decían y soltar la lengua. Justo a tiempo para el inicio de clases en la Unam, donde me tocó estudiar con el poeta Carlos Illescas, la gramática Conchita Caso, el traductor Raúl Ortiz y Ortiz entre muchos otros… Y por Luis Mario conocí a Salvador Elizondo, Alí Chumacero, Inés Arredondo, Amparo Dávila, Miguel Capistrán, Tomás Mojarro y muchísima gente más.

Aunque los primeros tres meses fueron difíciles, al cuarto ya sabía que México iba a ser mi hogar, no porque me ofreciera facilidades, bibliotecas alfombradas, trabajos bien pagados… Lo sabía porque sentía que éste era mi lugar, que aquí debía volver a nacer, empezar de cero. Y lo sabía no por su economía o por el prestigio de su universidad —que la tiene— sino por los seres humanos que me acogieron en ese momento, que me estrecharon la mano y me animaron a dar mis pininos en un español aún titubeante. Mi reto, entonces, fue empezar un maratón cuando mis compañeros de generación ya iban en el kilómetro 21. Algún día los alcanzaré, tal vez, pero ¡esta carrera nadie me la quita! Nunca me había divertido tanto…

Tras terminar mi licenciatura y empezar la maestría, volví a México a dar clases en Cuernavaca, donde conocí a Claudia Acevedo, mi primera esposa y madre de mi primogénita Yliana, aquí con nosotros esta noche. Además, Yliana es mi adjunta, la mejor del mundo. Y gracias a Claudia estamos aquí esta noche, porque hace 25 años, aun cuando sabíamos que íbamos a separarnos, me apoyó y me ofreció su firma para naturalizarme como ciudadano mexicano: la formalización de una identidad en que me forjé a conciencia, no por un mero accidente de nacimiento. Estoy y estaré siempre muy agradecido con Claudia por eso.

Y fue apenas el principio. Ya con mi maestría y habiendo terminado —casi— mis estudios de doctorado en la Unam, con un primer librillo de poesía publicado gracias a Raúl Renán y su Máquina Eléctrica, llegué a la librería de Bellas Artes a negociar su presentación en sociedad. Y fue allí donde conocí a Josefina Estrada. Claro, ella debía estar en la Torre Latinoamericana, trabajando, pero así funciona el destino. No me avergüenza decir que de ella me enamoré a primera vista, aunque tardé meses para volver a hablarle después que se hizo aquella presentación. Me iba en metro hasta el Teatro Blanquito, como le decía José Antonio Alcaraz —que en paz descanse—, sólo para pararme a verla, a través de los ventanales, en días de presentación de libro. Después de muchas volteretas, y 27 años de conocernos, aquí estamos, con Leonora, nuestra hija. Nathanael, el hijo de Josefina que también es mío, vive ahora en Montreal y habla francés mucho mejor que yo, cosa que le envidio. Ojalá que hubiera podido estar aquí.

Tan importante como mi familia es mi otra familia, todos mis maestros y compañeros de ruta, sin los cuales —y lo digo sin ambages— mi vida no tendría mucho sentido. En primer lugar, y otra vez, Luis Mario Schneider, mi segundo padre, mi primer mentor y el más grande maestro que tuve jamás. A su lado aprendí todo lo que se puede, no sólo sobre cómo hacer investigación literaria —él era infatigable y pantagruélico en este sentido— sino sobre cómo vivir. Luis Mario era el carpe diem encarnado, y gracias a él me atreví a aprovechar el día, todos los días. Y por él conocí a mi otro gran maestro, el que sigue dándome lecciones cotidianamente a través de sus libros, sus consejos y su presencia firme e incondicional: mi amigo Rubén Bonifaz Nuño.

Y alrededor de Rubén giramos muchos amigos que estamos en deuda con él, algunos de los cuales había conocido antes; otros, después. En primer lugar Vicente Quirarte, ejemplo de constancia, dedicación al arte y amor a México. Y no menos importante: Vicente me enseñó a correr, y juntos emprendimos nuestro primer maratón. No lo terminamos por culpa mía, pero siempre que puedo hacerlo, reconozco públicamente que Vicente es mi padrino de corretizas, y nunca olvidaré aquella vez que subimos corriendo al Cerro de la Bufa en Zacatecas, de madrugada.

También de aquellas épocas data mi amistad con Luis Roberto Vera, chileno, otro trasterrado y enamorado de México; José Rafael Calva, escritor y músico, que en paz descanse; Raúl Renán, Guillermo Fernández, Francisco Hernández, Francisco Cervantes —quien se nos adelantó hace un par de años— Bernardo Ruiz, Marco Antonio Campos, Carlos Montemayor y René Avilés Fabila (todos ellos conocidos como la Cofradía de las Calacas). Edelmira Ramírez fue quien me sacó del Departamento de Publicaciones de El Colegio de México, donde trabajé dos años con Alberto Dallal, para invitarme a concursar por una plaza en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, donde sigo torturando a mis alumnos, casi 28 años después. Con Alberto aprendí un montón, y en el Colmex obtuve mi primera experiencia editorial en serio. Jamás habría sospechado entonces que llegaría a fundar una empresa editorial propia.

Si no mencionara a Huberto Batis, el mero chingón del periodismo cultural en México, estaría realmente en falta porque de él aprendí todo. Y lo más importante: a sobreponerme al terror que sentía cada vez que entraba en su oficina del UnoMásUno.

¡He sido bendecido con tantos amigos…! Eduardo García Aguilar, colombiano enamorado de México y ahora avecindado en París; Ignacio Trejo Fuentes, con quien comparto más de lo que estaríamos dispuestos a reconocer públicamente; su padre Arturo Trejo Villafuerte; Salvador Castañeda, Martita Bernal, Héctor Carreto, Víctor Díaz Arciniega —colega de la UAM—, Carlos Santibáñez, Alberto Paredes, Carlos Oliva… Francisco Conde, Vladimiro Rivas, Óscar Mata —también colegas uameños—, Eusebio Ruvalcaba, Emiliano Pérez Cruz, Alejandro Zenker, José Luis Martínez —quien me lleva de la mano por los vericuetos de su Laberinto— y Jaime Aljure Bastos, el hombre que —en las oficinas de Planeta Mexicana— me enseñó de primera mano cómo se lleva una editorial en serio.

Me siento realmente afortunado porque la lista es enorme, y nunca podría acabar de leer los nombres de todas las personas a las cuales quiero tanto, y a las cuales agradezco infinitamente. Pero no podría terminar sin mencionar específicamente unas cuantas más, porque las quiero de manera muy especial, porque son como familia, mis hermanos: el gran pintor Rafael Hernández, cuya maestría en el trazo sólo es superada por su generosidad infinita, y su esposa, la fotógrafa Concepción Morales. Sin ellos, jamás podría haber nacido Editorial Colibrí.

Y, finalmente, quiero agradecer de todo corazón a otro hermano mío, que algún día fue alumno en la UAM, un hombre sin el cual muchas cosas en mi vida simplemente no habrían sucedido —como esta reunión, por ejemplo— aunque él no lo sepa. Me refiero a Mario Nava. Mario tiene el mérito de no ser poeta ni pintor ni cuentista ni músico ni nada de eso. Él sí es un hombre de bien. Pero cuando yo no veo la salida, cuando ya quiero gritar desesperadamente por tantas broncas que me hacen alucinar, Mario está allí, tranquilo, con su “¿Cuál es el problema?”, y procede a resolverlo todo. Muchas gracias, Mario, y Peggy, su esposa filadelfiana que prepara las mejores comidas de Thanksgiving en todo México. Y como a Mario, quisiera expresar mi gratitud a Itziar Alejandre Cearsolo, otra trasterrada, ella desde el País Vasco (de donde salió a los cuatro años), a cuya generosidad y visión debemos la supervivencia tanto de la editorial como del instituto donde día a día intentamos trasmitir los secretos de la escritura.

Y para terminar, ahora sí, quiero agradecer al motor silencioso —y a veces no tan silencioso—, al corazón detrás de mi proyecto de vida, la mujer por la cual aposté todo y jamás perdí nada, la fuerza que me inspira y me levanta y me anima, aún en los momentos más oscuros; la única persona en el mundo que realmente me entiende y sabe quién soy, y aún así no me corre a patadas; la muchacha que presentó mi primer libro de poemas, esa que yo veía, boquiabierto y estúpido detrás de los cristales del palacio de Bellas Artes, la madre de Leonora y Nathanael, mi esposa: Josefina Estrada. Gracias a todos, a Raymundo Herrera y todo el maravilloso equipo del Zinco Jazz Club; gracias a estos músicos espléndidos, porque sin música, poesía, pintura, teatro y danza, no sólo no valdría la pena vivir sino que no seríamos humanos. Muchas gracias por acompañarnos y sigan divirtiéndose, por lo menos otros 25 ó 50 años.


Con mis dos niñas, Yliana Victoria y Leonora Celia

viernes, 30 de noviembre de 2007

Los grandes que se asoman a nuestro espejo



















Imagen de Ludwig van Beethoven: Wikipedia

Voy a aventar unos nombres al aire: David, Homero, Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Lope-Quevedo-Góngora, Miguel Ángel-Da Vinci-Rafael, Bach, Mozart, Chopin, Mahler, Picasso…

Lo que acabo de hacer es un ejercicio que partió de una reflexión sencilla acerca de lo que hizo Beethoven con la forma de la sonata. Los compositores ya tenían tiempo explorando sus posibilidades, y entre los más recientes se contaban Haydn y Mozart. Pero algo hizo Beethoven que pudrió la forma para los que vendrían después. Se metió tan a fondo en ella, la tomó tan en serio y la hizo tan suya, que dejó muy poco espacio para que otros se recrearan a gusto en ella. No quiere decir que después de este alemán nadie volvió a componer sonatas sino que todas las posteriores se verían a la luz de Beethoven. Cada vez que se veían al espejo, ahí estaba “el genio de Bonn”, asomándose nomás…

Para no permanecer en su sombra, los compositores hicieron algo sano y positivo para la música: exploraron formas nuevas y revitalizaron algunas viejas. Así tenemos los Nocturnos y los Preludios de Chopin; éstos últimos son un claro homenaje a Bach. Después de Beethoven, los músicos se liberaron de muchas ataduras, tal vez inspirados en Beethoven mismo, quien rompió cuanta regla quiso.

El ejercicio del primer párrafo consistía en nombrar creadores que con su arte hicieron algo parecido a lo que el compositor alemán hizo con el suyo. No se trataba de pensarlo mucho. ¿Quién se apoderó de una expresión de tal manera que la hizo suya para siempre? David lo hizo con el salmo; Homero, con la poesía épica; Sófocles, con el teatro; Dante, con la poesía alegórica en terza rima; Cervantes se apoderó de la novela de caballerías, la transformó y la mató; Shakespeare hizo que el teatro vernáculo trascendiera; el trío español sacudió la poesía de tal manera que en ellos pensamos al decir Siglo de Oro; de manera parecida, los tres pintores renacentistas mencionados redefinieron las artes visuales, y parecidamente con los demás…

Todos ellos arrojaron sombras muy largas. Opacaron a algunos, alimentaron a muchos más. El mundo es mejor gracias a ellos. Somos quienes somos gracias a ellos. Si abusaron de su talento —acaparando y apoderándose de formas, modos, estilos—, lo que nos queda a nosotros es gozarlos, tratar de entenderlos, ver el mundo con sus ojos, su oído, su tacto. Y seremos, mientras estemos dentro de su arte, como ellos.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Fuerza y poder

FUERZA Y PODER: éstas son cualidades que se hallan no sólo en la música, la literatura y demás artes, sino también en la vida misma. Hace unos años, en un artículo sobre Edward Said[1] quien acababa de fallecer, Daniel Barenboim escribió que el pensador palestino sabía distinguir entre fuerza y poder, que en música son equivalentes de volumen e intensidad. “Cuando hablamos con un músico —afirma el pianista y director de orquesta— y uno le dice ‘Usted no toca con suficiente intensidad’, su primera reacción es tocar más fuerte. Y es exactamente al revés: cuanto más bajo el volumen, mayor es la exigencia de intensidad; y cuanto más fuerte sea el volumen, más pedimos una fuerza serena en el sonido”.

Si permiten que yo meta mi cuchara, esto se evidencia plenamente en las sonatas de Mozart, por ejemplo, donde las mayores intensidades se dan en los momentos más pianos, cuando más suavemente se toca. Y, claro, podemos observar cómo el fenómeno funciona de igual manera en Beethoven y Haydn, e incluso en Bach, cuya música para clavecín no fue concebida para aprovechar la dinámica sonora de los pianos modernos: recordemos que este instrumento tiene un solo nivel de volumen debido a que sus cuerdas son tañidas por plectros, y no percutidas con martinetes, como sucede dentro de un piano.

A quienes carecen de un oído educado, lo que más impresiona en la música es el volumen, la fuerza. En literatura es el equivalente de buscar el escándalo para llamar la atención, y en teatro es el actor que, a falta de una gama de registros, sólo sabe gritar sus parlamentos. Gerardo Laveaga —escritor, funcionario público, estudioso de las ciencias políticas y amigo mío— una vez me habló del tema. Citaré de memoria: “El que tiene poder, no necesita usarlo. Si lo usa, lo pierde”. Si lo tradujéramos a los términos de esta reflexión, diríamos: “El que tiene poder, no necesita recurrir a la fuerza. Si recurre a la fuerza, pierde el poder”. Tarde o temprano, terminan por comprenderlo todos los dictadores, muchos de los cuales se sostienen únicamente por la fuerza, pues carecen de todo poder.

Realmente lamento el que en los antros, los conciertos y las fiestas se confunda volumen con fuerza. Esto no es un juicio de valor per se. Pero aquello que debe tocarse a todo volumen para que le hagan caso, probablemente carece de valor más allá del volumen mismo.

Los momentos más intensos de una obra musical o literaria no suelen hallarse en los finales, que son un mal necesario (la sonata y el poema no pueden continuar para siempre, a pesar de lo que parecía pretender Schubert). En el mejor de los casos, el final nos hace revivir y comprender el todo. El siglo XIX musical era afecto a los finales escandalosos, y Satie se burlaba de esto. Pero escuche el final de “Clair de Lune” de Debussy o el de la novena sinfonía de Mahler. Pura intensidad, casi nada de fuerza. A bajo volumen se oye más, se siente el poder, uno se estremece. Así también en la literatura. Intensidad es el matrimonio de sentidos e intelecto: la trascendencia. La fuerza serena es liberadora cuando, detrás de ella, hay verdadero poder.


[1]n. 1° de nov. de 1935; m. 25 de sep. De 2003.

Créditos de las fotografías: Edward Said, Wikipedia (arriba); Gerardo Laveaga, Elporvenir.com (en medio, a la derecha)

jueves, 22 de noviembre de 2007

Músicos y escritores: los nombres son lo de menos

Franz Peter Schubert (1797-1828)
crédito: pianored.com

Los escritores somos transparentes. Por mucho que nos disfracemos, que inventemos personajes del sexo opuesto, mayores o menores que nosotros, locos, genios o personas con serias deficiencias mentales…, siempre estamos presentes en ellos. Nos resulta difícil evitar los giros o guiños autobiográficos. Al contrario: quien no aprovecha su propia vida como trampolín para la imaginación, se priva de su fuente más rica, y la vida de uno incluye todo lo que ve, lee y escucha. En el caso de los poetas, casi no hay disfraces, pues la poesía contemporánea se ha convertido en el último reducto del yo exacerbado. Esto no es malo en un mundo que busca imponer una aplanadora de individualidades y culturas.

Pero aquí hay una paradoja de que se habla poco. A pesar de que los músicos no pueden darse el lujo de incluir pasajes autobiográficos o crear personajes que reflejen o contrasten con su propia persona, sus composiciones suelen ser inmediatamente identificables. Es decir, si hemos escuchado con atención unas cuantas obras de un compositor, al toparnos con otra que es nueva para nosotros —sin saber de qué se trata—, lo más seguro es que podamos reconocer su autoría.

Claro que hay elementos para hacerlo: la época suele imponer ciertos estilos e instrumentaciones, y eso elimina a un montón de compositores. Asimismo, hay estilos nacionales. En un sentido muy amplio y poco estricto, la música francesa del siglo XIX suena diferente de la rusa, la italiana la inglesa o la alemana. También nos acostumbramos a que algunos compositores utilicen ciertas armonías y no otras, etcétera. Esto desemboca en un estilo que, en el caso de los grandes, suele ser inconfundible: esa combustión totalizadora de sonido. ¿Quién va a pensar que un cuarteto de Beethoven es de Brahms? Eso sí: el Beethoven joven a veces puede confundirse con Haydn, porque aquél aún no había llegado a desarrollar plenamente su estilo propio. Y hay momentos en que Schubert parece un Beethoven más mellow, pero si escuchamos con atención, nos damos cuenta de que Schubert posee una manera muy particular de armar sus armonías. Es una verdadera lástima que haya muerto tan joven. Estos ejemplos, todos, provienen únicamente del siglo XIX alemán. Es muchísimo más fácil distinguir entre obras de siglos distintos.

No deja de ser un ejercicio retador. Lo hago cuando prendo la radio y alguna pieza desconocida (para mí) ya está algo adelantada. Trato, primero, de identificar el siglo y el estilo: medieval, renacentista, barroco, clásico, romántico, moderno, contemporáneo; de los siglos XV al XX (el XXI todavía se me escapa). Para esto ayuda reconocer los instrumentos; algunos dejaron de usarse hace tiempo, como la viola da gamba o el clave. También hay estilos de orquestación que cayeron en desuso en épocas muy bien definidas. El bajo continuo, por ejemplo, es una técnica muy cara al barroco pero no a la época clásica o romántica. Si la orquesta es muy grande (esto se oye), casi podemos estar seguros de que se trata de una obra románatica o, tal vez, moderna. Si es atonal, es del siglo XX. Si es electrónica o aleatoria, lo más seguro es que sea del XX o incluso del XXI. Pero hay que tener mucho cuidado: vivimos tiempos eclécticos cuando los compositores emplean recursos muy diversos, desde los que se emplearon en la Edad Media hasta las tecnologías de vanguardia, como sintetizadores y sampleos. Y luego hay que identificar estilos, armonías, ritmos… Lo más revelador sucede cuando confundimos un compositor con otro, o cuando juramos que tal pieza tenía que ser de Beethoven, y descubrimos que se trataba de un célebre desconocido. ¿Esto qué nos dice del capricho de la fama…?

Con la literatura el proceso es mucho más difícil. Si me dan un cuento —nuevo para mí— de un autor que he leído previamente y me preguntan quién lo escribió, jamás podría estar seguro. Primero tendría que buscar pistas regionales y lenguaje de época para reducir el campo de posibilidades; luego buscaría giros, tics o manías propios de ciertos autores: una manera de adjetivar, de construir diálogos, de evocar ambientes. Tal vez le atine, pero en música las probabilidades son mucho mayores. Será porque, sin palabras —sin ideas expresadas verbalmente—, ponemos mucho más atención en el tejido mismo de la masa sonora, y permitimos que nos envuelva, que nos transporte… y que nos transforme.

Las pistas literarias, en cambio, o son más elusivas o más evidentes. Uno puede imitar fácilmente a José Saramago, por ejemplo, porque el autor portugués emplea un sistema sui géneris de construir diálogos y acotaciones. Laura Restrepo es su epígono en este sentido. Pero no los confundiríamos porque los contenidos de Restrepo son colombianos. Y el hecho de imitar elementos superficiales siempre será un tache insuperable si el fondo literario no ofrece algo auténtico y valioso en sí. Los imitadores de García Márquez, en este sentido y desafortunadamente, aprendieron a emplear la hipérbole a la menor provocación e incluir sucesos mágicos a diestra y siniestra. García Márquez mismo se ha convertido en imitador de García Márquez a partir de El amor y otros demonios… Los imitadores de Borges y aquí pongo fin a este catálogo tan triste citan enciclopedias, mezclan figuras históricas con personajes inventados, y tratan de usar un lenguaje solemne porque no se dan cuenta del humor que subyace en gran parte de la obra del argentino.

Lo primero que nos ayuda a distinguir entre autores es el idioma. Las traducciones no cuentan; son como las adaptaciones musicales de una forma a otra diferente: orquesta a piano, piano a orquesta, cuarteto de cuerdas a septeto de saxofones… Aunque los arreglos pueden ser geniales, como la versión sinfónica que Mahler realizó de La muerte y la doncella de Schubert (originalmente un cuarteto de cuerdas), en general desmerecen. En el mejor de los casos, son ejercicios reveladores. Toda traducción es un ejercicio. Algunos tienen mayor fortuna que otras.

Pero después de analizar el léxico para ubicar la geografía y la época, nos vemos reducidos a identificar un estilo propio más allá de los rasgos más obvios y fáciles de imitar. El tema puede ayudar, pero no asegura nada. Como todos usamos la misma gramática, lo que puede delatar a un escritor es cómo maniobra dentro de ella: su sintaxis. Pero, después de todo, las particularidades sintácticas también son imitables, para bien y para mal. Más sutil y reveladora es la manera de construir personajes o versos, imágenes, metáforas y otros tropos en el caso de la poesía— y hacer que interactúen, junto con un narrador. No es nada fácil.

Otro problema que tal vez por tan evidente podamos olvidar, es la cantidad de escritores en comparación con compositores. De éstos hay relativamente pocos, y aun menos sobreviven a su propia época. Hay muchísimos más escritores, y jamás podríamos leer todos sus libros, o siquiera uno de cada uno. Esto nos pone en una clara desventaja frente a los músicos, para los cuales es mucho más difícil ser “uno del montón”. Para que un escritor destaque más allá de sus 15 minutos de fama reglamentarios, se necesita abrevar en aguas muy especiales, luego destilarlas, agregarles especias exóticas cultivadas en nuestro ser más profundo y después pulir al máximo su envase para que puedan resistir el embate del tiempo, las modas y las veleidades de la crítica y el mercado.

Afortunadamente, muchos se conforman con que les den premios literarios, becas y líneas ágata en los diarios de circulación nacional. Hay escritoras, por ejemplo, que no pueden abrir la boca sin que su gracia aparezca en la primera plana de La Jornada, con pase a páginas interiores, aun cuando el valor literario de su obra sea prácticamente nulo… Otras han construido, con paciencia, una obra de enorme valía, pero que sólo será apreciada con el paso de los años. ¿Quién tiene prisa? Mientras tanto, podemos seguir leyendo a los clásicos antiguos y más recientes y escuchando la mejor música que el ser humano ha logrado poner al servicio de nuestra alma. Los nombres, después de todo, son lo de menos.

Foto de Jorge Luis Borges (arriba),
de Literatura Argentina Contemporánea

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Una bella locura

El arranque de la sección de la "Gran sonata patética", donde imagino a Beethoven pasando por una aguda esquizofrenia...

Suceden fenómenos extrañísimos cuando un literato se interna por los laberintos de una partitura. Acostumbrado a pensar analíticamente —en términos de sujeto, núcleo de predicado y complementos— a fin de expresar una idea, una emoción o para evocar un ambiente, de pronto llega a un mundo donde se le suspenden todas las leyes de la física expresiva. Ya no hay sujeto. Ya no hay predicado. Ya no hay complementos. Todo es el sujeto, pero también todo es el predicado, y los complementos están en todas partes: forman parte de la melodía, de repente son la armonía, y sobre todo están en las sutilezas de las texturas rítmicas.

Como en la literatura, y a diferencia de la pintura, la música se desarrolla en el tiempo. Va del punto A al punto Z, y tiene la opción de pasar por muchos puntos intermedios. Pero a diferencia de la literatura, algunos pasajes pueden repetirse tal cual, o con cambios sutiles —y no tan sutiles—, como un pintor puede hacerlo en una serie de pinturas con un mismo sujeto. Y como la música no tiene una línea argumental planteada lógica o ideológicamente, sino una serie de notas que crean una respuesta emocional en quien toca y escucha (el ejecutante siempre es el primer escucha de lo que toca), lo que piensa el ejecutante acerca de la música es casi siempre subjetivo, a menos que el compositor haya agregado algún apunte “acerca de lo que se trata”. Esto la volvería música programática, como L’Apprenti Sorcier de Paul Dukas, Pedro y el lobo de Serguéi Prokofiev, o The Grand Canyon Suite de Ferde Grofé. Hasta Mahler agregaba en ocasiones referencias programáticas, pero solían ser tan abstrusas, que daba lo mismo. En general, los músicos evitan los programas —la ideología que puede agregarse a la música—, o juegan con ellos, como Erik Satie, quien en sus Trois Gnossiennes, escribió en la partitura ocurrencias como “Pregunte usted”, “del final del pensamiento”, “con una ligera intimidad”, “sin orgullo”, “aconséjese con cuidado”, “abastézcase de clarividencia”, “muy perdido”, “lleve eso más lejos”, y muchos más…

La verdad, el compositor no necesita escribir estas ocurrencias para que a uno —como ejecutante— se le materialicen en la cabeza del modo más raro. Entre los compases 139 y 188 del primer movimiento de la sonata en do menor, la Patética de Beethoven, por ejemplo, me parece que el compositor pasa por una aguda fase esquizofrénica. Está en una cosa y simultáneamente en otra. En una emoción y en otra. En un lugar y en otro. Bellísimo… Loquísimo…

lunes, 19 de noviembre de 2007

¿Qué presume la música a la literatura?

EL BUEN ESCRITOR siempre envidia al músico. Desde que tengo memoria he tratado de establecer paralelos entre la música y la literatura, pero cuesta mucho trabajo. Hay dos grandes diferencias. La primera: la experiencia musical se divide claramente en dos áreas; por un lado, alguien compone; por otro, uno o más personas ejecutan. Y ahora es posible que ejecute un programa de computadora que emplea sintetizadores para imitar sonidos naturales o para inventar otros, absolutamente nuevos. Y cuando el ejecutante es un ser humano, es tan artista como el compositor. En literatura no hay ejecución sino lectura. En el momento en que alguien lee para otros, entran elementos extra literarios o incluso teatrales. Pero en términos estrictos no hace falta leer en voz alta o que haya otras personas para que la literatura se goce cabalmente.

La segunda pesa aun más: a diferencia de la literatura, la música no envía mensajes ideológicos. se expresa mediante una combustión de melodía, armonía (cuando dos o más tonos suenan simultáneamente) y ritmo. El sonido brinca del mundo físico —de los instrumentos— y nos afecta directamente en el plano emocional. No hace falta descifrarlo para que nos afecte. Cuando hablamos de ideas musicales, se trata de estructuras de sonido y su manera de expresar emoción. La literatura, por otra parte, es casi puramente ideológica y requiere la participación activa del lector, quien debe interpretar los signos escritos para convertirlos en palabras y determinar qué mensaje encierran. Incluso si nos leen en voz alta, debemos emplear constantemente nuestra capacidad de convertir sonidos abstractos —palabras— en unidades de sentido ideológico. Si vamos descifrando bien el mensaje, puede afectarnos con la misma fuerza que la música. El arte literario es sutil porque todo el mundo usa palabras, pero muchos confunden la tarea de hilar palabras lógicamente para comunicar ideas —la redacción— con el arte, que está en otro nivel. La música, si no es arte, es ruido. No existe la redacción musical. O hay buena o mala música.

Hasta aquí las diferencias básicas. Hay más, ¿pero también comparten semejanzas? ¿Cuáles son los paralelos entre música y literatura? Más allá de que el músico pueda inspirarse en la literatura, y el escritor, en la música, ¿cuáles son sus paralelos, sus canales secretos de comunicación? ¿La literatura puede lograr momentos musicales? ¿La música puede contar, amén de cantar? ¿Cómo? ¿Qué tiene el compositor y el ejecutante que tanto envidia el escritor? Y más difícil: ¿Por qué no hay más literatos músicos?


En estos dos compases se ve la primera idea de la Arabesque (la primera de dos que escribió Debussy), la cual viene después de una introducción en arpegios. Aun sin poder leer partitura, uno puede reconocer que la melodía que ha de ejecutar la mano derecha (en la parte superior del pentagrama) es, en general, descendente. Después del descanso (que parece un "7"), sube un tono (de mi a fa#), baja dos y medio (de fa# a do#), sube uno y medio (de do# a mi), etcétera, hasta terminar en do sostenido (la última nota que se ve en la parte superior). [La pieza está escrita en el tono de Mi mayor; de ahí que los do y fa estén sostenidos, amén de sol y re].

Pero la idea musical no termina ahí. Lo que le da su característica sensación de agua cayendo, o de una brisa entre las hojas de un árbol, o de lo que desee entender el que escucha, es el concepto rítmico, el cual también puede apreciarse si se analiza lo que sucede cuando se juntan ambas manos: la melodía está escrita en tresillos (se tocan tres notas con el valor temporal de una: 1-2-3, 1-2-3, 1-2-3, 1-2-3), mientras que el acompañamiento en la mano izquierda está escrita en corcheas convencionales (1-1, 2-2, 3-3, 4-4). Veamos:


¿Qué sucede aquí? Se da lo que llamamos un "ritmo de dos contra tres". Por cada tresillo en la mano derecha, encerrados en círculos azules, sólo se tocan dos notas en la mano izquierda (también en círculos azules). En otras palabras, se juntan dos ritmos de carácter completamente diferente, los cuales se tocan a diferentes velocidades (la melodía en la mano derecha es más veloz que el soto voce de la izquierda. Aquí se ve claramente, gracias a las líneas rojas, cómo sólo la primera nota de cada tresillo coincide con notas de la mano izquierda (abajo). Esto no fue invento de Debussy ni mucho menos (Chopin era único en emplear raras combinaciones rítmicas), pero supo aprovecharlo magistralmente).

Esto puede escucharse todavía en el segundo recuadro azul "Gabcast" que está en la columna derecha de este blog. Se trata de una ejecución mía pasada posteriormente por sintetizadores. Era un experimento...