lunes, 25 de febrero de 2008

Las peripecias del punto y coma [;]


Debo confesar que me gusta estudiar idiomas y las sutilezas de lenguaje. No sólo eso: me encanta la puntuación. Sé que formo parte de una inmensa minoría pero me sentí reivindicado hace unos días al leer un artículo en el New York Times, el cual se titulaba “Celebrating the Semicolon In a Most Unlikely Location” (“Celebrando el punto y coma [;] en el lugar menos sospechado”. He subido el artículo a mi blog paralelo, donde se puede consultar fácilmente, haciendo clic en el título del artículo en inglés).

El texto del New York Times cuenta cómo Neil Neches —empleado en el área de Mercadotecnia y Servicios de Información dentro del equivalente de nuestro Sistema de Transporte Colectivo en Nueva York— utilizó el punto y coma en un anuncio de interés público. Invitaba a los usuarios del metro a que después de terminar de leer sus periódicos (parece que todo el mundo en el subway neoyorquino lee el periódico), los pongan en el bote de la basura y que no los dejen tirados. Deduzco que el texto original, traducido al castellano, habrá sido: “¡No deje su periódico en el tren! Deposítelo en la basura; ésa es una buena noticia para todos”.

El articulista reflexiona en que el punto y coma ha desaparecido casi totalmente, y no sólo de letreros y anuncios urbanos sino también de la literatura y el periodismo. Para muchos —escribe— este signo es una antigualla, un anacronismo, algo innecesario, pretencioso. Y es verdad que muchísimas personas, aquí y en Nueva York, no tienen la menor idea ni de cómo ni por qué emplear el punto y coma [;].

El mito que se enseña en nuestras escuelas reza: “El punto y coma es el punto medio entre el punto y la coma”. Esta sentencia suena contundente pero es absolutamente falsa, una mentira perniciosa que ha dañado a generaciones de alumnos mexicanos (y tal vez de otros países). No la cito de un libro específico sino de mis propios alumnos que, año tras año, me la dicen así textualmente cuando les pregunto para qué sirve —según ellos— el punto y coma. Este mito se encuentra en casi el mismo nivel que otro aún más nocivo, el cual tendré que desmitificar en otro momento: “La coma [,] es una pausa”. Volvamos, por ahora, al punto y coma…

En primer lugar, si usted no desea usar el punto y coma, está en su derecho. Si emplea un simple punto [.] entre dos oraciones independientes, no fallará. Por ejemplo:

A mí me gustan los tacos. Los como desde que tengo memoria.

El punto entre las dos oraciones independientes es correcto, correctísimo. No plantea problema alguno. Pero si usted, como redactor, desea señalar a sus lectores que existe una relación ideológica más estrecha entre estas dos oraciones independientes que entre las demás que están en el párrafo que está escribiendo, puede poner entre ellas el punto y coma [;] para hacerlo patente:

A mí me gustan los tacos; los como desde que tengo memoria.

Para eso sirve el punto y coma: para señalar que, entre dos oraciones gramaticalmente independientes, existe una relación más estrecha que lo normal, pues todas las oraciones dentro de un párrafo dado se relacionan entre sí, como usted mismo puede constatar en éste o cualquier otro texto. Se usa, y se debe usar, mucho menos que el punto. Si abusáramos del punto y coma, perdería su eficacia. Cuando lo usamos, yuxtaponemos dos oraciones independientes. Otra manera de unirlas sería poner una coma [,] seguida de la letra “y” [, y]:

A mí me gustan los tacos, y los como desde que tengo memoria.

Así, vemos que hay por lo menos tres maneras de expresar el mismo pensamiento. El punto [.] ofrece la mayor separación. Usar coma seguida de “y” establece que no se trata de oraciones seriadas pero que sí se relacionan estrechamente en cuanto a su contenido ideológico. Emplear punto y coma nos da mayor separación ideológica que la secuencia “[, y]”, pero no tanta como el punto [.]. Es importante señalar, sin embargo, que en los tres casos se da la necesaria separación gramatical entre estas dos oraciones. Si sólo pusiéramos una coma entre ellas, como suele ocurrir, estaríamos cometiendo un verdadero pecado de la redacción, el encabalgamiento, el coco de los redactores inexpertos.

Defino el encabalgamiento así: “La unión, mediante una coma, de dos oraciones independientes que entre sí no poseen ninguna relación gramatical”. Esta relación gramatical podría darse mediante la coordinación o la subordinación. Pero si las oraciones son gramaticalmente independientes —como en “A mí me gustan los tacos” y “Los como desde que tengo memoria”—, no podemos usar una simple coma para separarlas. El punto y coma resolvería la situación, igual que el punto, o la coma seguida de “y”.

Como expliqué hace unos párrafos, a usted no le va a pasar nada si no usa el punto y coma en sus escritos. Pero es una herramienta valiosa cuando deseamos matizar lo que escribimos. No es ni anacronismo ni antigualla ni pretencioso. Celebro el que el New York Times haya dedicado dos columnas de su periódico del 18 de febrero de 2008 a este asunto más que humilde pero, para mí, tan importante.

viernes, 22 de febrero de 2008

¡Que me humille Huberto Batis!

Huberto Batis con mi hija Leonora, en la Sala Ponce del Palacio de Bellas Artes

Nunca puede agradecerse lo suficiente a un maestro. Cuando un ser humano ofrece a otro el conocimiento que ha tardado años en amasar, digerir y refinar, le entrega un regalo invaluable. Huberto Batis tiene un sinnúmero de alumnos que nunca pisaron su salón de clase pero que a su lado, en la redacción del suplemento sábado, aprendieron más que en cinco licenciaturas, tres maestrías y un par de doctorados. Es el perfecto ejemplo del maestro en el sentido antiguo: el que enseña una ciencia, arte u oficio a un aprendiz. Con Huberto, por muchas ínfulas que uno tenga al entrar por su puerta, o se convierte en su aprendiz o sale disparado.

Esto quiere decir que uno debe ser humilde para trabajar con Huberto. Algunos dicen que su actitud resulta humillante, pero no es lo mismo. Si uno es humilde —si es como el humus— no importa mucho que lo pisen, que lo pisoteen o que bailen un jarabe tapatío encima de él, siempre y cuando sea con fines pedagógicos. Recuerdo, a propósito del humus, uno de los miles de rezos judíos: “Que mi alma sea como el polvo”. Así se aguanta todo, y se necesita mucho aguante para aprender con Huberto, pero vale la pena y es un privilegio.

Nadie como él enseña, en la práctica, qué significa escribir para un periódico y para un suplemento cultural. Responsabilidad, dominio de la materia, profesionalismo. Como editor de vieja escuela, revisa cada línea de lo que aparece impreso. Y corrige los textos delante de uno: “¿Y por qué escribiste esto?, ¿Qué querías decir aquí?, ¡Esto no se entiende!”, y procede a corregir, a hallar el sentido, a planchar las arrugas, a desentrañar los nudos mentales del aprendiz.

Y lo desafía a uno: “¿A poco te gustó ese libro?”. Y si uno titubea, él ataca y expone todos los puntos vulnerables. Pero si uno blande razones, si sabe expresarlas con claridad, Huberto se echa para atrás en su sillón giratorio, abre tamaños ojos y dice: “¡Ah!”. Y luego es capaz de contar 20 mil anécdotas sobre ese autor, sus libros y por qué es tan importante. Y allí está una de las grandes lecciones de Huberto Batis: Piensa bien lo que vas a escribir. No andes con rollos. Y otra lección: No importa si estoy de acuerdo contigo, porque si sabes lo que dices, si estás convencido y sabes transmitirlo, con eso basta para publicar conmigo.

Huberto Batis me ha hecho fuerte como editor, como maestro y como amigo. Y cada que puedo, lo celebro. Por desgracia, ya no tenemos aquel suplemento de lectura obligada, y Huberto —semijubilado— ya no enseña periodismo cultural directamente sino a través de sus libros. Una lectora de este blog, hace unos meses, me regañó porque sigo hablando de Sábado, suplemento que —según ella— no era la gran cosa; me dio a entender que el mundo cambia y bla bla bla… De acuerdo, pero como dijo el Filósofo de Güemes: Hay niveles. Cada época tiene lo suyo. Ésta puede jactarse del internet y la comunicación instantánea. Hay que ver, sin embargo, si la rapidez compensa la pérdida de profundidad que lamento en mucho de lo que en este ciberespacio leo.


domingo, 17 de febrero de 2008

Por el renacimiento librero en México

José María Espinasa, de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes (AEMI), y Emmanuel Carballo, discutiendo el futuro del libro en la Universidad Veracruzana, en el puerto de Veracruz, en octubre de 2007

MUCHOS ME HAN PREGUNTADO en qué consiste el Precio Único para los libros y por qué sería mejor que el sistema que impera actualmente en México y toda América Latina: la política liberal de permitir que las librerías establezcan —para cada libro o cada editorial— el descuento que les parezca más conveniente. También se me ha preguntado repetidas veces por qué pienso que es tan importante, y si es de veras tan importante, ¿por qué Vicente Fox vetó la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, la cual habría institucionalizado y reglamentado el Precio Único? (En algunos países se llama Precio Fijo, pues hay dos maneras de traducir del francés prix fixe).

Son tres preguntas válidas. En primer lugar, dentro del sistema liberal que impera actualmente, algunas librerías —sólo algunas, sobre todo las grandes cadenas— dan descuentos, pero se trata de una ficción: esos descuentos se otorgan sobre precios exagerados. Las editoriales se ven obligadas a inflar el precio de venta al público (PVP) para hacer frente a la exigencia de grandes descuentos de parte de los libreros. ¿O pensaban que éstos absorbían el descuento? Buen chiste: es puro simulacro. Y para empeorar las cosas, en todos aquellos puntos de venta donde no se ofrece este descuento ficticio, el comprador paga el precio exagerado.

La política del Precio Único determina que el editor (y nadie más) establece el PVP de cada uno de sus títulos, amén de negociar el descuento con cada librería. Si determina que Memorias de mis putas tristes cueste 149 pesos, por ejemplo, el comprador pagará 149 pesos, no importa si lo adquiere en Gandhi, Sanborns, El Palacio de Hierro o el quisco de la esquina. La belleza de esto no está en “el control de precios” (porque no hay tal) sino en el reconocimiento de que el libro no es un producto como pañales, un refrigerador, tuercas o yogurt. Sí es un producto y sí debe competir con otros libros, pero cada libro es único y necesita la oportunidad de darse a conocer.

Con leves diferencias, un pañal es un pañal, una tuerca es una tuerca. Puede haber 25 modelos diferentes de refrigeradores —con mayor o menor capacidad, con más o menos atractivos para el consumidor— pero su función es idéntica: enfriar y mantener comida en buen estado. Los libros, por otro lado, son tan diferentes entre sí como una hormiga y un elefante, o como una hormiga y una estación espacial. O más. Y aunque todos los libros se escriben sobre un fondo común, que es nuestra cultura universal, cada uno —como cada ser humano— posee un carácter único y especial. Los libros no son intercambiables. No podemos afirmar, por ejemplo, que Rojo y negro es la versión “de lujo” de El amor en los tiempos de cólera, o que Horal es la actualización de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Son libros totalmente diferentes, irrepetibles.

El mundo sería infinitamente más pobre si autores de libros difíciles como Borges, Onetti, Cortázar o Paz no hubieran tenido la oportunidad de encontrar a sus lectores. La lógica de los descuentos exige una rotación rapidísima y un cambio constante de oferta. Con las reglas actuales, los primeros libros de estos autores habrían sido devueltos, como invendibles, en cuestión de semanas, y no se habría vuelto a publicar nada de ellos. Ahora no nos parecen difíciles sino clásicos, imprescindibles.

Encima de esto, la política de descuentos mató la gallina de los huevos de oro. En México abundaban las librerías antes que se impusiera la actual lógica comercial asesina, más afín al mundo del cine que a los libros, y que ni al cine conviene (basta preguntarles a los directores, productores y distribuidores de películas independientes locales y extranjeros). Casi todas las librerías independientes tronaron porque no podían hacer frente al ataque frontal de los descuentos. Las grandes podían sacrificar ganancias durante un buen rato, hasta aplastar a la competencia. Después, subieron los precios al comprador sensiblemente al mismo tiempo que redujeron la oferta drásticamente. Y las grandes editoriales empezaron a publicar libros hechos a la medida de este esquema, lo que explica tantísima oferta de libros basura, best sellers (que pueden ser buenos o malos) y novedades con posibilidades comerciales (que, igual, pueden ser buenos o malos). Quedan chiflando en la loma todos aquellos libros difíciles o difícilmente catalogables, o que irritan los gustos santos de quienes controlan los medios de producción y venta.

La Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, con su Precio Único, permitiría que haya un resurgimiento del movimiento librero independiente en México, pues las nuevas librerías podrán competir en otros niveles que no sean precio: calidad de servicio, oferta, cercanía, inmediatez, conocimientos… ¿Le parece poco? Esto es una prioridad nacional. Y con esto sólo empecé a responder a la segunda pregunta…


lunes, 11 de febrero de 2008

El absurdo como semilla

José de la Colina en el Palacio de Bellas Artes





En un libro heterodoxo, Muertes ejemplares, José de la Colina evoca la escena de una película de Buster Keaton donde el actor va caminando, al amanecer, por el pasillo de un barco trasatlántico desierto: “[…] el buque se ladea y todas las puertas de los camarotes, situadas en hilera a la espalda del personaje, se abren y cierran al mismo tiempo, con un ruido que la película silenciosa deja a nuestra imaginación, y entonces Buster se queda inmóvil, pasmado, y luego parpadea tres lentas veces”. De la Colina continúa su narración al hilar esto con un portazo que él mismo escucha en un hotel madrileño. Despierta y mira el papel tapiz de la habitación, pero en lugar de que aparezcan flores impresas, repetidas al infinito, ve un fusilamiento donde una de las víctimas se baja el pantalón y le enseña las nalgas a la muerte. La imagen proviene de un dibujo de Pablo Picasso.

Ésta es la simultaneidad y el capricho de las asociaciones de ideas y sensaciones de toda índole, tanto en la vida como en el arte. El sueño tiene mucho que ver. Mil veces he intentado explicar esto, sin éxito. Me ocurre dormido, cuando escribo, cuando leo, cuando toco el piano… Como le sucedió a José de la Colina, también me asaltan asociaciones aparentemente caprichosas, difíciles de explicar aunque totalmente comprensibles dentro de su contexto onírico. Los sueños, por absurdos que nos parezcan cuando despertamos, poseen una lógica innegable desde dentro del sueño. Y la obra de arte es un sueño, el del ser humano que la creó. Además, el sueño es capaz de generar otros, como sucede en esta narración de Muertes ejemplares.

¿Cómo explicar, por ejemplo, que al aprender una serie de compases de “Clair de Lune” de Debussy, sintiera yo la presencia de la religión católica, y en la siguiente sección, de la judía, pero que se complementaban? ¿Por qué unos compases me evocan la espalda y el cuello de cierta mujer, mientras que otros me parecen la encarnación de una unidad habitacional en zona popular? En el momento de estar dentro de estos compases, aprendiéndolos, las asociaciones son fuertes y claras, hasta contundentes. Después parecen absurdas, tal como se leen aquí.

Sin embargo, esto no niega la realidad onírica, su capacidad evocadora, su calidad de simiente. Tal vez la diferencia entre el artista y los demás radique en que éstos desechan las asociaciones por absurdas. Pero para aquel, son las metáforas en que descansa toda la creación humana.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Literatura vs. Entretenimiento: una enfermedad de nuestro tiempo

Stendhal según Johan Olaf Sodemark (1840), Wikipedia



Hace algunos años un columnista del periódico Milenio, en cuyo suplemento cultural Laberinto colaboro desde su nacimiento, escribió un artículo que me dejó girando. Ahora que lo he redescubierto, me parece que hoy —más que nunca— resulta importante analizar lo que allí se dijo para tratar de comprender dónde estamos parados como nación frente a los libros, la literatura, el arte y el conocimiento en general.

El columnista era Carlos Mota, un verdadero entendido en el terreno de los negocios. En aquel entonces hizo un comentario sobre la editorial Diana y la novela más reciente de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. Más que nada, es un comentario sobre las pérdidas millonarias de Editorial Diana, la cual más tarde fue absorbida por el Grupo Planeta. Mota ofreció una vista panorámica de los best sellers de la empresa. Fuera de la novela de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes —el libro más vendido—, los demás títulos mencionados oscilan entre manuales de autoayuda y libros kitsch. Lo anterior en sí no sorprende: los libros de esta clase, aunque puedan venderse bien al principio, suelen ser de vida efímera. No hacen catálogo; son desechables. Y más allá de García Márquez, Editorial Diana tiene poca oferta de libros de permanencia voluntaria, aquellos que uno relee, atesora, presta, recuerda y hasta memoriza, por lo menos fragmentariamente.

Pero el columnista parece haber reflexionado sobre el fenómeno de otra manera por completo, y esta reflexión —con la cual inicia su nota— es la que me puso a girar. Empieza con una afirmación legítima, aunque desconsolador: “Soy muy malo para leer novelas. Me enferma cuando alguien asume que la ficción me debería gustar. Pero no me entretiene. Si no es útil, si no aprendo, no leo el texto”. A nadie puede obligársele a que le guste la ficción, desde luego. Pero el autor confunde literatura (“novelas”) con entretenimiento: una enfermedad de nuestro tiempo. Además, da a entender que las novelas no son útiles, pues no aprende de ellas. Tal vez pudiéramos colegir de esto que si las novelas fueran didácticas, sí las leería y sí le parecerían entretenidas.

Éstas son palabras mayores que encierran un problema fundamental de la cultura mexicana en la actualidad. Y casi enseguida se revela el problema en toda su magnitud. Mota escribe: “Hay dos fenómenos: para matar el tiempo, leer no es lo único. Adolescentes y adultos prefieren los juegos de video X Box o las películas […]. Asimismo, los más letrados en las ciencias saben que los journals académicos son mejor fuente que los libros para saber cómo avanza su campo de conocimiento”.

Aquí hay un grave malentendido. La literatura puede entretener —y de hecho lo hace con frecuencia— pero no es su cometido. Va mucho más allá. Es infinitamente más rica. La literatura es el espejo en que nos vemos como sociedad, como raza, como especie. Sin ella difícilmente podríamos saber quiénes somos, cómo hemos evolucionado y cómo somos iguales a lo largo de los siglos y milenios. Ningún X Box, ningún journal nos da esto. El goce que nos brinda la literatura —narrativa, poesía, teatro, ensayo— es mil veces superior al thrill efímero de un juego de video porque enriquece nuestros sentidos, amplía nuestro horizonte y aumenta nuestra perspectiva para funcionar con mayor seguridad, soltura y habilidad en el mundo real. Lo mismo puede afirmarse de una buena película, a diferencia de las malas que hoy en día parecen imitaciones de juegos de video.

Vista así, la literatura —la buena literatura— enseña. Pero más que enseñar en el sentido didáctico, ilumina, revela. Son estas iluminaciones las que agudizan nuestra percepción del universo en general. Pero si leemos literatura —del género que sea­— con la idea de que nos va a entretener como si fuera una película de Indiana Jones, puede que nos decepcione. Peor: vamos a perdernos el encanto verdadero de subir al privilegiado promontorio desde el cual pueda verse la humanidad en todo su esplendor y miseria, y a nosotros mismos dentro de ella. Después de esa experiencia, ¿a quién le interesa el mero entretenimiento?

Hay una pregunta más que debemos hacernos: Si está claro que el arte no sólo sirve para entretener —aun siendo capaz de hacerlo—, ¿por qué sucede que tantísimas personas que se acercan a los libros (para no hablar de otras manifestaciones artísticas) no son capaces de penetrarlos? ¿Por qué les parecen tan opacos, incomprensibles? Ahora bien, Memoria de mis putas tristes es, para mí, una mala novela, y malas novelas hay muchas. Pero supongamos que el señor Mota hubiera escogido Rojo y negro de Stendhal, o El amor en los tiempos del cólera del mismo García Márquez. Éstas son obras maestras. Me temo que la reacción del columnista habría sido la misma: no me entretiene, no aprendo nada.

En México, al igual que sucede en muchos otros países, hemos abdicado nuestra responsabilidad de enseñar a leer. Es más fácil que aprenda un niño que un adulto, claro, pero no es imposible que éste logre desembarazarse de sus prejuicios, una vez que no se sumergió en la lectura como, tan inocentemente, suelen hacerlo los niños sin pensar en su rentabilidad. Para el niño, meterse en el mundo creado por un libro es tan natural como aventarse al mar a nadar: sólo hay que perderle el miedo, si éste aparece. El adulto, sin embargo, desconfía; tiene nociones preconcebidas sobre qué debe ser el libro, pero cada obra es única. Hay que aprender a ver cada una como el ser que es, como si fuera humano, pues lo que encierra es humanidad. Hay que enseñar a leer a los niños, por supuesto. Pero también hay que enseñarles a los adultos a leer como si fueran niños.

Los buenos libros, como todo buen arte, no son catecismo ni dogma, y su propósito no es dar lecciones morales (aunque durante siglos la moralina eclesiástica fue disfraz para grandes obras de arte). Como ya lo había afirmado, lo que aprendemos del arte es a ver dentro de nosotros; vuelve visible lo que antes no podíamos o queríamos enfrentar, o lo que no podíamos manejar o expresar con palabras, pensamiento. Éstas son las enseñanzas mayores; todas las demás son derivaciones de éstas. El problema del señor Mota, y millones de seres humanos más, estriba en que las pequeñas enseñanzas que encontramos en los libros de textos y en los journals, no son las únicas. Sin duda son importantes, pero si no podemos reconocer y comprender la compleja grandeza de nuestra humanidad, nunca dejaremos de ser peones en una partida de ajedrez orquestada por aquellos que sí comprenden el fondo de nuestra alma colectiva.