viernes, 30 de noviembre de 2007

Los grandes que se asoman a nuestro espejo



















Imagen de Ludwig van Beethoven: Wikipedia

Voy a aventar unos nombres al aire: David, Homero, Sófocles, Dante, Cervantes, Shakespeare, Lope-Quevedo-Góngora, Miguel Ángel-Da Vinci-Rafael, Bach, Mozart, Chopin, Mahler, Picasso…

Lo que acabo de hacer es un ejercicio que partió de una reflexión sencilla acerca de lo que hizo Beethoven con la forma de la sonata. Los compositores ya tenían tiempo explorando sus posibilidades, y entre los más recientes se contaban Haydn y Mozart. Pero algo hizo Beethoven que pudrió la forma para los que vendrían después. Se metió tan a fondo en ella, la tomó tan en serio y la hizo tan suya, que dejó muy poco espacio para que otros se recrearan a gusto en ella. No quiere decir que después de este alemán nadie volvió a componer sonatas sino que todas las posteriores se verían a la luz de Beethoven. Cada vez que se veían al espejo, ahí estaba “el genio de Bonn”, asomándose nomás…

Para no permanecer en su sombra, los compositores hicieron algo sano y positivo para la música: exploraron formas nuevas y revitalizaron algunas viejas. Así tenemos los Nocturnos y los Preludios de Chopin; éstos últimos son un claro homenaje a Bach. Después de Beethoven, los músicos se liberaron de muchas ataduras, tal vez inspirados en Beethoven mismo, quien rompió cuanta regla quiso.

El ejercicio del primer párrafo consistía en nombrar creadores que con su arte hicieron algo parecido a lo que el compositor alemán hizo con el suyo. No se trataba de pensarlo mucho. ¿Quién se apoderó de una expresión de tal manera que la hizo suya para siempre? David lo hizo con el salmo; Homero, con la poesía épica; Sófocles, con el teatro; Dante, con la poesía alegórica en terza rima; Cervantes se apoderó de la novela de caballerías, la transformó y la mató; Shakespeare hizo que el teatro vernáculo trascendiera; el trío español sacudió la poesía de tal manera que en ellos pensamos al decir Siglo de Oro; de manera parecida, los tres pintores renacentistas mencionados redefinieron las artes visuales, y parecidamente con los demás…

Todos ellos arrojaron sombras muy largas. Opacaron a algunos, alimentaron a muchos más. El mundo es mejor gracias a ellos. Somos quienes somos gracias a ellos. Si abusaron de su talento —acaparando y apoderándose de formas, modos, estilos—, lo que nos queda a nosotros es gozarlos, tratar de entenderlos, ver el mundo con sus ojos, su oído, su tacto. Y seremos, mientras estemos dentro de su arte, como ellos.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Fuerza y poder

FUERZA Y PODER: éstas son cualidades que se hallan no sólo en la música, la literatura y demás artes, sino también en la vida misma. Hace unos años, en un artículo sobre Edward Said[1] quien acababa de fallecer, Daniel Barenboim escribió que el pensador palestino sabía distinguir entre fuerza y poder, que en música son equivalentes de volumen e intensidad. “Cuando hablamos con un músico —afirma el pianista y director de orquesta— y uno le dice ‘Usted no toca con suficiente intensidad’, su primera reacción es tocar más fuerte. Y es exactamente al revés: cuanto más bajo el volumen, mayor es la exigencia de intensidad; y cuanto más fuerte sea el volumen, más pedimos una fuerza serena en el sonido”.

Si permiten que yo meta mi cuchara, esto se evidencia plenamente en las sonatas de Mozart, por ejemplo, donde las mayores intensidades se dan en los momentos más pianos, cuando más suavemente se toca. Y, claro, podemos observar cómo el fenómeno funciona de igual manera en Beethoven y Haydn, e incluso en Bach, cuya música para clavecín no fue concebida para aprovechar la dinámica sonora de los pianos modernos: recordemos que este instrumento tiene un solo nivel de volumen debido a que sus cuerdas son tañidas por plectros, y no percutidas con martinetes, como sucede dentro de un piano.

A quienes carecen de un oído educado, lo que más impresiona en la música es el volumen, la fuerza. En literatura es el equivalente de buscar el escándalo para llamar la atención, y en teatro es el actor que, a falta de una gama de registros, sólo sabe gritar sus parlamentos. Gerardo Laveaga —escritor, funcionario público, estudioso de las ciencias políticas y amigo mío— una vez me habló del tema. Citaré de memoria: “El que tiene poder, no necesita usarlo. Si lo usa, lo pierde”. Si lo tradujéramos a los términos de esta reflexión, diríamos: “El que tiene poder, no necesita recurrir a la fuerza. Si recurre a la fuerza, pierde el poder”. Tarde o temprano, terminan por comprenderlo todos los dictadores, muchos de los cuales se sostienen únicamente por la fuerza, pues carecen de todo poder.

Realmente lamento el que en los antros, los conciertos y las fiestas se confunda volumen con fuerza. Esto no es un juicio de valor per se. Pero aquello que debe tocarse a todo volumen para que le hagan caso, probablemente carece de valor más allá del volumen mismo.

Los momentos más intensos de una obra musical o literaria no suelen hallarse en los finales, que son un mal necesario (la sonata y el poema no pueden continuar para siempre, a pesar de lo que parecía pretender Schubert). En el mejor de los casos, el final nos hace revivir y comprender el todo. El siglo XIX musical era afecto a los finales escandalosos, y Satie se burlaba de esto. Pero escuche el final de “Clair de Lune” de Debussy o el de la novena sinfonía de Mahler. Pura intensidad, casi nada de fuerza. A bajo volumen se oye más, se siente el poder, uno se estremece. Así también en la literatura. Intensidad es el matrimonio de sentidos e intelecto: la trascendencia. La fuerza serena es liberadora cuando, detrás de ella, hay verdadero poder.


[1]n. 1° de nov. de 1935; m. 25 de sep. De 2003.

Créditos de las fotografías: Edward Said, Wikipedia (arriba); Gerardo Laveaga, Elporvenir.com (en medio, a la derecha)

jueves, 22 de noviembre de 2007

Músicos y escritores: los nombres son lo de menos

Franz Peter Schubert (1797-1828)
crédito: pianored.com

Los escritores somos transparentes. Por mucho que nos disfracemos, que inventemos personajes del sexo opuesto, mayores o menores que nosotros, locos, genios o personas con serias deficiencias mentales…, siempre estamos presentes en ellos. Nos resulta difícil evitar los giros o guiños autobiográficos. Al contrario: quien no aprovecha su propia vida como trampolín para la imaginación, se priva de su fuente más rica, y la vida de uno incluye todo lo que ve, lee y escucha. En el caso de los poetas, casi no hay disfraces, pues la poesía contemporánea se ha convertido en el último reducto del yo exacerbado. Esto no es malo en un mundo que busca imponer una aplanadora de individualidades y culturas.

Pero aquí hay una paradoja de que se habla poco. A pesar de que los músicos no pueden darse el lujo de incluir pasajes autobiográficos o crear personajes que reflejen o contrasten con su propia persona, sus composiciones suelen ser inmediatamente identificables. Es decir, si hemos escuchado con atención unas cuantas obras de un compositor, al toparnos con otra que es nueva para nosotros —sin saber de qué se trata—, lo más seguro es que podamos reconocer su autoría.

Claro que hay elementos para hacerlo: la época suele imponer ciertos estilos e instrumentaciones, y eso elimina a un montón de compositores. Asimismo, hay estilos nacionales. En un sentido muy amplio y poco estricto, la música francesa del siglo XIX suena diferente de la rusa, la italiana la inglesa o la alemana. También nos acostumbramos a que algunos compositores utilicen ciertas armonías y no otras, etcétera. Esto desemboca en un estilo que, en el caso de los grandes, suele ser inconfundible: esa combustión totalizadora de sonido. ¿Quién va a pensar que un cuarteto de Beethoven es de Brahms? Eso sí: el Beethoven joven a veces puede confundirse con Haydn, porque aquél aún no había llegado a desarrollar plenamente su estilo propio. Y hay momentos en que Schubert parece un Beethoven más mellow, pero si escuchamos con atención, nos damos cuenta de que Schubert posee una manera muy particular de armar sus armonías. Es una verdadera lástima que haya muerto tan joven. Estos ejemplos, todos, provienen únicamente del siglo XIX alemán. Es muchísimo más fácil distinguir entre obras de siglos distintos.

No deja de ser un ejercicio retador. Lo hago cuando prendo la radio y alguna pieza desconocida (para mí) ya está algo adelantada. Trato, primero, de identificar el siglo y el estilo: medieval, renacentista, barroco, clásico, romántico, moderno, contemporáneo; de los siglos XV al XX (el XXI todavía se me escapa). Para esto ayuda reconocer los instrumentos; algunos dejaron de usarse hace tiempo, como la viola da gamba o el clave. También hay estilos de orquestación que cayeron en desuso en épocas muy bien definidas. El bajo continuo, por ejemplo, es una técnica muy cara al barroco pero no a la época clásica o romántica. Si la orquesta es muy grande (esto se oye), casi podemos estar seguros de que se trata de una obra románatica o, tal vez, moderna. Si es atonal, es del siglo XX. Si es electrónica o aleatoria, lo más seguro es que sea del XX o incluso del XXI. Pero hay que tener mucho cuidado: vivimos tiempos eclécticos cuando los compositores emplean recursos muy diversos, desde los que se emplearon en la Edad Media hasta las tecnologías de vanguardia, como sintetizadores y sampleos. Y luego hay que identificar estilos, armonías, ritmos… Lo más revelador sucede cuando confundimos un compositor con otro, o cuando juramos que tal pieza tenía que ser de Beethoven, y descubrimos que se trataba de un célebre desconocido. ¿Esto qué nos dice del capricho de la fama…?

Con la literatura el proceso es mucho más difícil. Si me dan un cuento —nuevo para mí— de un autor que he leído previamente y me preguntan quién lo escribió, jamás podría estar seguro. Primero tendría que buscar pistas regionales y lenguaje de época para reducir el campo de posibilidades; luego buscaría giros, tics o manías propios de ciertos autores: una manera de adjetivar, de construir diálogos, de evocar ambientes. Tal vez le atine, pero en música las probabilidades son mucho mayores. Será porque, sin palabras —sin ideas expresadas verbalmente—, ponemos mucho más atención en el tejido mismo de la masa sonora, y permitimos que nos envuelva, que nos transporte… y que nos transforme.

Las pistas literarias, en cambio, o son más elusivas o más evidentes. Uno puede imitar fácilmente a José Saramago, por ejemplo, porque el autor portugués emplea un sistema sui géneris de construir diálogos y acotaciones. Laura Restrepo es su epígono en este sentido. Pero no los confundiríamos porque los contenidos de Restrepo son colombianos. Y el hecho de imitar elementos superficiales siempre será un tache insuperable si el fondo literario no ofrece algo auténtico y valioso en sí. Los imitadores de García Márquez, en este sentido y desafortunadamente, aprendieron a emplear la hipérbole a la menor provocación e incluir sucesos mágicos a diestra y siniestra. García Márquez mismo se ha convertido en imitador de García Márquez a partir de El amor y otros demonios… Los imitadores de Borges y aquí pongo fin a este catálogo tan triste citan enciclopedias, mezclan figuras históricas con personajes inventados, y tratan de usar un lenguaje solemne porque no se dan cuenta del humor que subyace en gran parte de la obra del argentino.

Lo primero que nos ayuda a distinguir entre autores es el idioma. Las traducciones no cuentan; son como las adaptaciones musicales de una forma a otra diferente: orquesta a piano, piano a orquesta, cuarteto de cuerdas a septeto de saxofones… Aunque los arreglos pueden ser geniales, como la versión sinfónica que Mahler realizó de La muerte y la doncella de Schubert (originalmente un cuarteto de cuerdas), en general desmerecen. En el mejor de los casos, son ejercicios reveladores. Toda traducción es un ejercicio. Algunos tienen mayor fortuna que otras.

Pero después de analizar el léxico para ubicar la geografía y la época, nos vemos reducidos a identificar un estilo propio más allá de los rasgos más obvios y fáciles de imitar. El tema puede ayudar, pero no asegura nada. Como todos usamos la misma gramática, lo que puede delatar a un escritor es cómo maniobra dentro de ella: su sintaxis. Pero, después de todo, las particularidades sintácticas también son imitables, para bien y para mal. Más sutil y reveladora es la manera de construir personajes o versos, imágenes, metáforas y otros tropos en el caso de la poesía— y hacer que interactúen, junto con un narrador. No es nada fácil.

Otro problema que tal vez por tan evidente podamos olvidar, es la cantidad de escritores en comparación con compositores. De éstos hay relativamente pocos, y aun menos sobreviven a su propia época. Hay muchísimos más escritores, y jamás podríamos leer todos sus libros, o siquiera uno de cada uno. Esto nos pone en una clara desventaja frente a los músicos, para los cuales es mucho más difícil ser “uno del montón”. Para que un escritor destaque más allá de sus 15 minutos de fama reglamentarios, se necesita abrevar en aguas muy especiales, luego destilarlas, agregarles especias exóticas cultivadas en nuestro ser más profundo y después pulir al máximo su envase para que puedan resistir el embate del tiempo, las modas y las veleidades de la crítica y el mercado.

Afortunadamente, muchos se conforman con que les den premios literarios, becas y líneas ágata en los diarios de circulación nacional. Hay escritoras, por ejemplo, que no pueden abrir la boca sin que su gracia aparezca en la primera plana de La Jornada, con pase a páginas interiores, aun cuando el valor literario de su obra sea prácticamente nulo… Otras han construido, con paciencia, una obra de enorme valía, pero que sólo será apreciada con el paso de los años. ¿Quién tiene prisa? Mientras tanto, podemos seguir leyendo a los clásicos antiguos y más recientes y escuchando la mejor música que el ser humano ha logrado poner al servicio de nuestra alma. Los nombres, después de todo, son lo de menos.

Foto de Jorge Luis Borges (arriba),
de Literatura Argentina Contemporánea

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Una bella locura

El arranque de la sección de la "Gran sonata patética", donde imagino a Beethoven pasando por una aguda esquizofrenia...

Suceden fenómenos extrañísimos cuando un literato se interna por los laberintos de una partitura. Acostumbrado a pensar analíticamente —en términos de sujeto, núcleo de predicado y complementos— a fin de expresar una idea, una emoción o para evocar un ambiente, de pronto llega a un mundo donde se le suspenden todas las leyes de la física expresiva. Ya no hay sujeto. Ya no hay predicado. Ya no hay complementos. Todo es el sujeto, pero también todo es el predicado, y los complementos están en todas partes: forman parte de la melodía, de repente son la armonía, y sobre todo están en las sutilezas de las texturas rítmicas.

Como en la literatura, y a diferencia de la pintura, la música se desarrolla en el tiempo. Va del punto A al punto Z, y tiene la opción de pasar por muchos puntos intermedios. Pero a diferencia de la literatura, algunos pasajes pueden repetirse tal cual, o con cambios sutiles —y no tan sutiles—, como un pintor puede hacerlo en una serie de pinturas con un mismo sujeto. Y como la música no tiene una línea argumental planteada lógica o ideológicamente, sino una serie de notas que crean una respuesta emocional en quien toca y escucha (el ejecutante siempre es el primer escucha de lo que toca), lo que piensa el ejecutante acerca de la música es casi siempre subjetivo, a menos que el compositor haya agregado algún apunte “acerca de lo que se trata”. Esto la volvería música programática, como L’Apprenti Sorcier de Paul Dukas, Pedro y el lobo de Serguéi Prokofiev, o The Grand Canyon Suite de Ferde Grofé. Hasta Mahler agregaba en ocasiones referencias programáticas, pero solían ser tan abstrusas, que daba lo mismo. En general, los músicos evitan los programas —la ideología que puede agregarse a la música—, o juegan con ellos, como Erik Satie, quien en sus Trois Gnossiennes, escribió en la partitura ocurrencias como “Pregunte usted”, “del final del pensamiento”, “con una ligera intimidad”, “sin orgullo”, “aconséjese con cuidado”, “abastézcase de clarividencia”, “muy perdido”, “lleve eso más lejos”, y muchos más…

La verdad, el compositor no necesita escribir estas ocurrencias para que a uno —como ejecutante— se le materialicen en la cabeza del modo más raro. Entre los compases 139 y 188 del primer movimiento de la sonata en do menor, la Patética de Beethoven, por ejemplo, me parece que el compositor pasa por una aguda fase esquizofrénica. Está en una cosa y simultáneamente en otra. En una emoción y en otra. En un lugar y en otro. Bellísimo… Loquísimo…

lunes, 19 de noviembre de 2007

¿Qué presume la música a la literatura?

EL BUEN ESCRITOR siempre envidia al músico. Desde que tengo memoria he tratado de establecer paralelos entre la música y la literatura, pero cuesta mucho trabajo. Hay dos grandes diferencias. La primera: la experiencia musical se divide claramente en dos áreas; por un lado, alguien compone; por otro, uno o más personas ejecutan. Y ahora es posible que ejecute un programa de computadora que emplea sintetizadores para imitar sonidos naturales o para inventar otros, absolutamente nuevos. Y cuando el ejecutante es un ser humano, es tan artista como el compositor. En literatura no hay ejecución sino lectura. En el momento en que alguien lee para otros, entran elementos extra literarios o incluso teatrales. Pero en términos estrictos no hace falta leer en voz alta o que haya otras personas para que la literatura se goce cabalmente.

La segunda pesa aun más: a diferencia de la literatura, la música no envía mensajes ideológicos. se expresa mediante una combustión de melodía, armonía (cuando dos o más tonos suenan simultáneamente) y ritmo. El sonido brinca del mundo físico —de los instrumentos— y nos afecta directamente en el plano emocional. No hace falta descifrarlo para que nos afecte. Cuando hablamos de ideas musicales, se trata de estructuras de sonido y su manera de expresar emoción. La literatura, por otra parte, es casi puramente ideológica y requiere la participación activa del lector, quien debe interpretar los signos escritos para convertirlos en palabras y determinar qué mensaje encierran. Incluso si nos leen en voz alta, debemos emplear constantemente nuestra capacidad de convertir sonidos abstractos —palabras— en unidades de sentido ideológico. Si vamos descifrando bien el mensaje, puede afectarnos con la misma fuerza que la música. El arte literario es sutil porque todo el mundo usa palabras, pero muchos confunden la tarea de hilar palabras lógicamente para comunicar ideas —la redacción— con el arte, que está en otro nivel. La música, si no es arte, es ruido. No existe la redacción musical. O hay buena o mala música.

Hasta aquí las diferencias básicas. Hay más, ¿pero también comparten semejanzas? ¿Cuáles son los paralelos entre música y literatura? Más allá de que el músico pueda inspirarse en la literatura, y el escritor, en la música, ¿cuáles son sus paralelos, sus canales secretos de comunicación? ¿La literatura puede lograr momentos musicales? ¿La música puede contar, amén de cantar? ¿Cómo? ¿Qué tiene el compositor y el ejecutante que tanto envidia el escritor? Y más difícil: ¿Por qué no hay más literatos músicos?


En estos dos compases se ve la primera idea de la Arabesque (la primera de dos que escribió Debussy), la cual viene después de una introducción en arpegios. Aun sin poder leer partitura, uno puede reconocer que la melodía que ha de ejecutar la mano derecha (en la parte superior del pentagrama) es, en general, descendente. Después del descanso (que parece un "7"), sube un tono (de mi a fa#), baja dos y medio (de fa# a do#), sube uno y medio (de do# a mi), etcétera, hasta terminar en do sostenido (la última nota que se ve en la parte superior). [La pieza está escrita en el tono de Mi mayor; de ahí que los do y fa estén sostenidos, amén de sol y re].

Pero la idea musical no termina ahí. Lo que le da su característica sensación de agua cayendo, o de una brisa entre las hojas de un árbol, o de lo que desee entender el que escucha, es el concepto rítmico, el cual también puede apreciarse si se analiza lo que sucede cuando se juntan ambas manos: la melodía está escrita en tresillos (se tocan tres notas con el valor temporal de una: 1-2-3, 1-2-3, 1-2-3, 1-2-3), mientras que el acompañamiento en la mano izquierda está escrita en corcheas convencionales (1-1, 2-2, 3-3, 4-4). Veamos:


¿Qué sucede aquí? Se da lo que llamamos un "ritmo de dos contra tres". Por cada tresillo en la mano derecha, encerrados en círculos azules, sólo se tocan dos notas en la mano izquierda (también en círculos azules). En otras palabras, se juntan dos ritmos de carácter completamente diferente, los cuales se tocan a diferentes velocidades (la melodía en la mano derecha es más veloz que el soto voce de la izquierda. Aquí se ve claramente, gracias a las líneas rojas, cómo sólo la primera nota de cada tresillo coincide con notas de la mano izquierda (abajo). Esto no fue invento de Debussy ni mucho menos (Chopin era único en emplear raras combinaciones rítmicas), pero supo aprovecharlo magistralmente).

Esto puede escucharse todavía en el segundo recuadro azul "Gabcast" que está en la columna derecha de este blog. Se trata de una ejecución mía pasada posteriormente por sintetizadores. Era un experimento...


viernes, 16 de noviembre de 2007

El Crack: entre mito, realidad y ridículo

Jorge Volpi en la Zona Rosa de la Ciudad de México, recién llegado de París


LOS MITOS PUEDEN más que cualquier simple realidad. Y el movimiento —o grupo— del Crack es tanto real como mítico. También podría decirse que se dio como una realidad que de inmediato se convirtió en mito porque satisfizo una serie de condiciones de las cuales sus creadores tenían plena conciencia cuando redactaron su Manifiesto, leído en el Centro Cultural San Ángel el 7 de agosto de 1996 en el lanzamiento público de su primera camada de libros promovidos abiertamente como las novelas del Crack. Sabían lo que iba a suceder, tenían razón y casi todos ellos aprovecharon la oportunidad de salir del país: en México se les cerraban las puertas, una tras otra, entre carcajadas de escarnio. El portazo definitivo, sin embargo, fue silencioso: el ninguneo casi sistemático de la crítica más allá de expresiones sarcásticas, despectivas y fulminantes que aparecían en diversas columnas de opinión. Salieron pocas reseñas serias, la mayoría de ellas entusiasta. Algunos críticos llegaron a opinar, sin abrir los libros, que no tenían por qué leer literatura tan mala. Otros se excusaron alegando que no leían libros “en grupo”.

La molestia generalizada se debía a la desfachatez de los crackeros: tenían el descaro de lanzar un manifiesto estético y cultural que iba en contra de los valores imperantes del mercado de ese momento —la literatura light—, y al mismo tiempo proponían que el lector volviera a ser participante activo en la lectura.

Su Manifiesto, aunque inteligente y bien razonado, era tan juguetón como sensato, pero resultaba más antimanfiesto que manifiesto, pues carecía de recetas y declaraciones rimbombantes. Esto, sin embargo, no tenía importancia. En México, hacer abiertamente una propuesta generacional es empresa arriesgada. Y que lo hagan jóvenes, más.

Jorge Volpi, Eloy Urroz, Ignacio Padilla, Ricardo Chávez y Pedro Ángel Palou, cuando redactaron el documento por medio del cual decidieron unir sus destinos, conocían perfectamente la historia de la literatura mexicana. Sabían qué sucede cuando un grupo de escritores se une alrededor de una meta, un interés o una ideología: se ganan la animadversión de todos aquellos que no están incluidos o que no comparten esa meta, interés o ideología. En el caso de los muchachos del Crack, el único interés que perseguían era la salud de una literatura de peso completo, pero cometieron —adrede— el error de considerarse de peso completo. Esa falta de modestia les costaría muy caro, pero el escándalo que produjeron fue suficiente para que fuesen escuchados del otro lado del Atlántico, donde casi todos tuvieron mejor fortuna que en México por lo menos durante los primeros años después del lanzamiento, ya que sus detractores no quitaban el dedo del renglón.

Parte del mito del Crack —un grupo que no tiene revista desde la cual pregonar sus gustos y disgustos, que no está inserto en la burocracia cultural que da y quita becas y estímulos— radica en su poder, que es inexistente. No pocos observadores dan por sentado que estos jóvenes hacen y deshacen en el mundo de los libros, lo que dista mucho de la realidad. Eso sí: han tenido la ambición y temeridad suficiente como para acercarse a editores extranjeros, sobre todo en España, a fin de que conozcan su trabajo, que es sólo eso: trabajo. Dicha práctica la han seguido escritores mexicanos desde la Colonia. Pero éstos lo hicieron abiertamente, y como grupo. Se apoyan entre sí, no como una mafia —que siempre opera en la oscuridad con intereses nada claros— sino como una fraternidad que siempre se ha mostrado abierta, aunque pocos coterráneos y coetáneos han aceptado abiertamente que son afines al grupo en términos morales, afectivos, intelectuales o literarios.

Otro mito del Crack es que yo lo inventé. He insistido una y otra vez en que esto no es cierto, pero los mitos tienden —como insinuaba al principio— a crear su propia realidad. Lo único que hice fue recibir su altero de libros en Editorial Planeta, donde fungía como director editorial en 1995. Eran muchos y no pude leerlos todos rápidamente ni a tiempo para proponer su publicación en la editorial Joaquín Mortiz, que habría sido su hogar natural. Alcancé a terminar de leer las novelas durante mi gestión en Editorial Patria, donde propuse su publicación, en grupo, bajo el sello de Nueva Imagen.

No había sido mi idea promover los libros en grupo, pero me pareció excelente y la defendí en Patria. Con algunas reticencias de parte del equipo comercial, en ese momento prevalecí, pero casi pierdo el empleo cuando en los suplementos empezaron a aparecer los sarcasmos ya mencionados. Se había planeado, por ejemplo, una serie de carteles para promover los libros, pero fueron cancelados. No entendí por qué hasta después de renunciar a Editorial Patria para fundar mi propia editorial, Colibrí. Por los chismes que me transmitían mis amigos que aún permanecían dentro de la empresa, supe que yo era persona non grata por la ocurrencia de haber publicado libros tan malos. Yo era poco menos que escoria. O por lo menos hasta el día en que Jorge Volpi ganó el premio Seix Barral con En busca de Klingsor e Ignacio Padilla ganó el Premio Primavera de Espasa Calpe, con Amphytrion. De repente —también lo supe años después—, para estos mismos ya me había convertido en una especie de oráculo o visionario, capaz de reconocer escritores talentosos y promoverlos cuando nadie más les hacía caso. Éste es otro mito. Simplemente hice lo que siempre he tratado de hacer: publicar los mejores libros que puedo hallar. Por desgracia, muchos autores están fuera de la liga económica de Editorial Colibrí porque detrás no tenemos ni a Bertelsmann ni la familia Lara del grupo Planeta ni los mega-euros de Santillana.

Y aunque me fuera posible publicar buenos libros de autores caros, me he dado cuenta de que en México se tiende a ver negativa o sospechosamente el que un libro se venda mucho, o que un autor —peor: un grupo de autores— sea tan bien acogido en Europa. Se achaca todo a la mercadotecnia, y yo era, supuestamente, el diseñador de esa mercadotecnia, que mis jefes llamaban marketing editorial.[1] Esto me da mucha risa. Yo no sé nada de mercadotecnia. Hasta la fecha. Pero me encanta el que un buen libro se venda —y lea— mucho.

Soy capaz de hacer muchas cosas por mis libros, por mis autores. Sería capaz, incluso, de hacer el ridículo, si así pudiera despertar a los potenciales lectores mexicanos de su eterno letargo. Aun así, no considero que haber promovido las novelas del Crack constituya algo descabellado. Y me da muchísimo gusto que ya estén fuera de mi alcance como editor, porque eso significa que han dado el paso cuantitativo que todo escritor mexicano ambiciona secretamente: ser leído fuera de su país, ya que aquí tenemos bien pocos lectores. Debo confesar, sin embargo, que Ignacio Padilla —porque es buena gente—, me dio sus Crónicas africanas para Colibrí. Seguramente en otro país el libro habría sido un best seller.

Me gustan las novelas del Crack que he publicado. Son diferentes entre sí pero cada una de ellas —también las novelas que estos muchachos publicaron posteriormente— ha sido fiel a su planteamiento original: evocar y construir universos complejos donde los personajes puedan debatir entre sí, confundirse, perderse y hallarse a sus anchas, y donde los lectores ven recompensado el esfuerzo que deben invertir en la lectura. Así, ellos han refrendado este compromiso con la literatura y los lectores. No han permitido que la fama —esa señora voluble— los eche a perder. Total, les he dicho a todos, aunque por separado, el día que sus libros dejen de venderse, volverán a descubrir quiénes realmente son sus amigos. Así, no publiquen lo que sea, no tengan prisa… Si cada novela sucesiva no es mejor que la anterior, si publican sólo porque les ofrecen dinero, corren el riesgo de caer en el ridículo. Eso, que me lo dejen a mí. Si es ridículo promover a cinco muchachos jóvenes con una propuesta capaz de sacudir un poco este República de las Letras, gustoso lo haría de nuevo.



[1](Gulp).

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Cuba, una música aparte

HOY EN DÍA en México, resulta casi imposible hallar un restaurante donde uno pueda comer y conversar en paz. O nos bombardean con música horripilante a todo volumen, o ponen —también a todo volumen— uno o más televisores, casi siempre con algún partido de fútbol. Con frecuencia ponen música horripilante y fútbol. Parecería que le tenemos horror al silencio y al buen gusto. Como si toda calma fuera preludio de un desastre.

No es así en todo el mundo. De hecho, creo que sólo es así en la república mexicana. Si bien es cierto que cada país —incluso cada ciudad— tiene su propio estilo y rasgos culturales propios, algunas culturas sobresalen en ciertos ámbitos. En cuanto a la música en restaurantes y espacios públicos, Cuba ocupa un lugar aparte.

Cuando escuché un conjunto tropical tocar en la plaza de la Catedral entre las mesas que allí se colocaban para que la gente tomara café, su mojito y su daiquirí, me pareció un detalle agradable. “Tocan muy bien”, comenté sorprendido, pues uno está acostumbrado a que los músicos callejeros en México toquen de la patada. Pero pronto descubrí que éstos no eran callejeros, y que en casi todos los restaurantes y plazas se presentan diario diferentes conjuntos y músicos profesionales de estilos muy variados —desde el son y boleros hasta jazz y clásico—, y que todos pertenecen al Ministerio de Cultura.

El nivel de los músicos cubanos es en general tan alto, que hasta los callejeros se llevan de calle a algunos de nuestros profesionales. Ahí mismo en la Plaza de la Catedral, en un descanso del conjunto que tocaba, se presentó un espontáneo con aspecto desaliñado, algo sucio; uno podría haberlo confundido con un teporocho mexica. Pero de repente empezó a cantar a cappella una de las rolas del Buena Vista Social Club. De inmediato se impuso su presencia. Todos lo escucharon con atención mientras bailaba, y él mismo agregaba los efectos de percusión con explosiones de boca. Al terminar, soltó un aullido perfectamente entonado.

En ese momento se acercó un policía a correrlo, pero la gente no lo permitió: ¡Otra, otra! gritaban todos al unísono. Al policía no le quedó de otra, y el señor empezó a cantar de nuevo. Se echó cuatro canciones al hilo, con todo y percusiones bucales. Este señor, bien vestido y con un conjunto atrás, habría sido todo un espectáculo. Si lo era él solito…

Tal vez habría que aclarar que gran parte de los músicos cubanos que tocan en hoteles, plazas, etcétera, ya no tienen trabajo fijo en orquestas porque la economía cubana simplemente no puede sostenerlas. Son músicos de primera con preparación de conservatorio, víctimas de dos sistemas contradictorios e inoperantes: el capitalismo salvaje (de donde vienen los turistas que les dan de comer) y el comunismo anquilosado (que los preparó pero que no puede aprovecharlos ni darles de comer).

Eso sí: los cubanos cantan y bailan en la calle de manera natural. Y también saben apreciar el silencio, el fondo indispensable para toda buena música.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Entre la mafia y Fidel Castro






LAS PREGUNTAS OBLIGADAS: ¿qué piensa la gente acerca de Fidel Castro, su gobierno, el embargo impuesto por Estados Unidos, y qué sucederá cuando el comandante deje de serlo? No son preguntas fáciles, sobre todo la concerniente al futuro del sistema político cubano después de Castro. Lo que sí puedo afirmar es que, en términos generales, la gente común y corriente —la que anda en la calle— apoya la revolución sin ambages. De entre las personas con quienes tuve tratos en la isla, nadie deseaba volver a los “días felices” (para Estados Unidos) cuando Cuba era un parque de diversiones regenteada por la mafia gringa para el disfrute de unos cuantos mientras la vasta mayoría de la población vivía infrahumanamente. Eso sí: en tiempos de Fulgencio Batista había una clase media más bien culta, de buen nivel académico y profesional, pero predominaba lo otro, y una represión brutal en contra de quien se opusiera al régimen.

Pero la elección no es entre una Cuba eternamente aislada de la comunidad global y otra como neocolonia regida por los intereses norteamericanos. Por un lado, su aislamiento político y económico es más voluntario que producto del embargo de Estados Unidos. Aunque éste pesa mucho, tiende a favorecer a la permanencia de Castro en el poder. Mientras Estados Unidos siga montado en su macho —para dar gusto a los cubanos de Miami—, la gente seguirá apoyando al régimen que se opone al gobierno de Washington, el cual considera injusto y hasta criminal. Prefiere la escasez a la capitulación. Mediante mis conversaciones con los isleños, llegué a entender que si hubiera relaciones normales, no habría mayor problema con los gringos.

La incógnita está en cómo preservar la independencia política de Cuba sin mantener el aislamiento, cómo lograr la apertura sin que el capitalismo salvaje asiente sus reales y vuelva a hacer de las suyas allí. En este momento, muy poco funciona bien en Cuba. La economía está en un momento crítico. Falta casi todo. Me parece necesario y urgente que fluyan capitales hacia la isla para resucitar el potencial tremendo que tiene, y el tesoro humano que allí vive: una población mayormente sana, con un nivel excelente de alfabetización. Además, la isla ni está súper poblada ni le falta gente: tiene 13 millones de personas. Son 13 millones que esperan el momento de mejorar su suerte. Pero entre la rigidez local y la estupidez que parece gobernar la política exterior de Estados Unidos, nadie está haciendo apuestas. Por lo menos en público…

martes, 6 de noviembre de 2007

Paradojas cubanas

Echando relajo a lo cubano mientras se espera entrar a la heladería Coppelia, uno de los grandes atractivos para los niños en la parte "nueva" de La Habana

Hay pueblos frívolos, desmadrosos, fiesteros. En este renglón Brasil, Cuba y México no cantan mal sus respectivas rancheras. Pero nunca había sentido, en ninguno de los países que he tenido la fortuna de visitar, la alegría —pura y llana— que emana de los cubanos. No sé a qué se deba. Más bien parece inexplicable: casi nadie tiene dinero en el banco, escasos son sus bienes terrenales, carecen de casi todo y aun así se muestran capaces de bailar en la calle a la menor provocación. Cantan, ríen, se gritan, se abrazan a las primeras de cambio. Al principio, cuando me tocaban el brazo a la hora de conversar —en la calle, en una tienda, en una casa—, me sentí ligeramente invadido, hasta que me di cuenta de que así son los cubanos: su cuerpo es una extensión natural de su habla, de su espíritu. Cuando conversan, lo hacen no sólo con las manos al aire —como los italianos y los argentinos— sino también en la persona de su interlocutor. Nada tiene que ver con la sexualidad aunque sí con la sensualidad, en la aceptación más amplia de la palabra. Los cubanos son seres extremadamente sensuales, y esto se nota en todo lo que hacen, desde caminar y bailar hasta… No continúo la serie por falta de espacio.

Esta sensualidad tan franca, libre y gratificante se nota primero en la sonrisa. Cualquier temor que uno pudiera tener al llegar a Cuba —después de todo, para mí se trataba de un lugar nuevo—, desaparece de inmediato. Mi primer contacto humano con la isla fue en el cubículo de inmigración, donde revisaron seriamente mis papeles. Tuve que retirar anteojos, recoger mi cabello… Me sentí interrogado. Pero cuando la oficial de inmigración me sonrió, fue como si hubiera salido el sol. En México los agentes de inmigración rara vez sonríen, y si lo hacen, suele ser por otros motivos.

Pronto supe que casi todo el mundo sonríe sólo por el gusto de conversar, porque uno ha ido a conocer su país y a su gente, porque le cae bien la vida y la goza, a pesar de todas las estrecheces, de los infortunios que la economía, la política y el clima deparan. Y si bien hay muchas personas que incesantemente piden regalos, o que se ofrecen como guías, pocas veces he visto tanta generosidad. Dan de sí, de lo poco que tienen, sin pedir nada a cambio. Tal vez sea cierto que su economía no funciona —ni funcionará en el corto plazo por lo menos— pero fuera del capitalismo salvaje y el consumismo atroz que padecemos nosotros, han podido conservar la belleza de su humanidad.


¿Dudas...?

domingo, 4 de noviembre de 2007

Cuba, tan cerca y tan lejos

Aunque podría parecer inmortal, sabemos que los días de Fidel Castro están contados. Castro, tan inteligente como irracionales han sido los gobiernos sucesivos de Estados Unidos, ha creado —junto con su mística— una de las mayores incertidumbres políticas de América Latina. Nadie, ni siquiera los cubanos, tiene idea de qué va a suceder cuando Fidel, por fin, abandone el escenario.

He estado sólo una vez en Cuba, a fines de julio y principios de agosto de 2004.

Pese a mi fervor socialista de juventud, la cercanía de la isla y la simpatía que sentía por su música y literatura, no había tenido la oportunidad, el tiempo o el efectivo para hacer el viaje. Pero por fin pude visitar el país de José Martí, Celia Cruz y Alejo Carpentier. Sin invitaciones oficiales, armado sólo con una cámara fotográfica y una grabadora digital, me lancé a recorrer la Habana, sobre todo La Habana Vieja, que —como el Centro Histórico de México— está enterrada en su propia historia, pero se ven simultáneamente sus muchas capas.

Imposible resumir en pocas líneas las impresiones, sensaciones, emociones, frustraciones, tristezas y alegrías que allí pude experimentar. Además, no quisiera caer en todos los lugares comunes del caso. Aun así, algunos lugares comunes lo son por algo: encierran fenómenos —no diré verdades que valen la pena analizar y discutir.

Siempre siento una gran emoción cuando llego a un lugar desconocido. Pero esta emoción fue rápidamente reemplazada por otra, parecida a la que sentí al llegar a Colombia y a Argentina, la de sentir que estoy en otra provincia de mi propio país, o la de sentir que México es provincia de un solo país de cultura hispanoíndia con fuertes matices africanos, según la región. No cabe duda de que México y Cuba comparten una cultura común con variantes tan curiosas y fascinantes como definitorias. Tendemos a destacar las diferencias antes de fijarnos en las semejanzas, pero éstas son igualmente importantes.

La primera obviedad que solemos olvidar es ésta: aquellos españoles que salieron a conquistar México lo hicieron desde Cuba. En otras palabras, los conquistadores europeos de Cuba pertenecían al mismo pueblo y la misma época que Hernán Cortés y compañía. Jugaban en el mismo equipo y traían el mismo uniforme, con todo y que tenían sus rencillas internas. Esto explica las enormes semejanzas en el trazo de las calles, la arquitectura y hasta el habla de nuestras gentes, sobre todo si pensamos —tocante a esto último— en Veracruz y La Habana. Si el habla cubana —o sus muchas hablas— se parece más a la andaluza y la de la costa veracruzana y tabasqueña, que a la del Distrito Federal, se explica por la contundencia de la presencia india en el altiplano, cuya cultura milenaria enriqueció desde hace mucho la que trajeron los europeos. Otro tanto sucedió, con influencia maya, desde Chiapas hasta Yucatán y Guatemala. Son diferencias importantes, definitorias, pero que subrayan nuestro origen común por ambos lados, el español y el indígena.

Mientras el líder indiscutible de la revolución cubana languidece —nadie sabe cuánto durará—, vale la pena seguir reflexionando sobre nuestra relación con esta isla tan cercana a nosotros, pero que a partir del momento en que la derecha llegó al poder en México, ha parecido tan lejana.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La desaparición de las librerías y el cinismo de Vicente Fox

SI TOMAMOS en serio los resultados del reporte sobre la disminución de índices de lectura en Estados Unidos, debe quedar claro para nosotros que es necesario romper con los esquemas comerciales que se nos han impuesto desde fuera. Lo primero que debemos entender es que la desaparición de librerías es el principal factor en el hecho de que cada vez menos mexicanos lean libros. Primero, porque hay menos lugares donde pueden adquirirse. Segundo, porque son lugares cada vez más desconocidos por los jóvenes, quienes serán los padres de familia en el futuro. Un progenitor que no lee, criará a hijos para los cuales los libros serán objetos extraños. Otros factores son los sospechosos de siempre: la televisión, los videojuegos y, en menor medida para mí, el cine y el internet. Pero sin librerías, es difícil siquiera que la lectura de libros compita contra los megaconsorcios de entretenimiento, que son los reyes del adoctrinamiento pasivo.

Las librerías que antes abundaban en casi todas las colonias del Distrito Federal y la mayoría de las ciudades grandes y medianas del interior de la república, han desaparecido porque perdieron su rentabilidad frente a aquellas que ofrecían grandes descuentos y, al principio, muy buen surtido. La ley del mercado se impuso de manera implacable, con lo cual los neoliberales brincaron de gusto. Sólo que los resultados han sido nefastos: primero acabaron con la competencia y después recortaron el surtido y siguieron los pasos de Estados Unidos: dieta concentrada de best sellers y novedades, con el agravante de saldos importados de España y vendidos a precios de dumping, con lo cual el costo de las primeras ediciones mexicanas parecen elevados, cuando no lo son. Y ahora resulta casi imposible adquirir libros del backlist (no las novedades, sino del catálogo general) de las editoriales nacionales y también internacionales, que ya casi no llegan salvo las españolas.

También llegan, por supuesto, novedades españolas, muchas veces a precios realmente prohibitivos, muy por encima de las primeras ediciones mexicanas. El resultado de esto es, también, nefasto: se reduce cada vez más la cantidad de personas que pueden enterarse de lo que se escribe en otros países, y ahora España es el eje del mundo editorial en lengua castellana. Antes era México: no lo olvidemos. Si sólo me importara la cuestión comercial, aplaudiría el que estos libros ibéricos cuesten más que los producidos en suelo mexicano. Pero eso no es lo que más me importa sino la libre circulación de ideas, de creatividad, de arte. El neoliberalismo globalizado nos pega por un lado y nos pega por otro.

Actualmente se publican más libros en términos absolutos, pero se lee bastante menos. Y de literatura se lee mucho menos que libros en general, cuando es la literatura la que abre las puertas a todo lo demás. Esto, en aquel reporte, también queda muy claro. Si el presidente Felipe Calderón realmente quiere sacudirse del molesto fardo que es el ex presidente Vicente Fox, debe promover que sus partidarios en el Congreso se apuren a enviarle de nuevo la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro.

Y como nota a pie de página, siento que no puedo soslayar la tentación de ilustrar el total y absoluto cinismo de Vicente Fox, quien no para en sus dichos y acciones vergonzantes. En días pasados envió una carta a la Cámara Nacional de Industria Editorial Mexicana (CANIEM) —firmada por él y por su esposa, Martha Sahagún— donde pide que las editoriales de nuestro país obsequien libros al Centro Fox. Para concluir esta nota, incluyo la carta que Pablo Moya, presidente de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes, envió como respuesta a la CANIEM.

México, D. F., a 31 de octubre de 2007

CANIEM

Ingeniero Juan Luis Arzoz Arbide

Presidente

Estimado Juan Luis:

Recibí tu carta fechada el 24 de septiembre pasado referente al Centro Fox y sinceramente quedé muy sorprendido. Cuesta trabajo entender que al Consejo Directivo de la Cámara le falte sensibilidad como para pedirnos el considerar una contribución a los acervos del Centro Fox, justo en medio del escándalo que involucra al ex presidente y a dicho Centro y que es de dominio público. Llama mucho la atención que la CANIEM se preste a trasmitir la petición de la persona que como último acto de gobierno vetó la Ley para el Fomento a la Lectura y el Libro, misma que promovió y defendió la propia CANIEM.

El señor Vicente Fox se distinguió por su falta de interés en la cultura en general y en la lectura en particular, por lo que es un acto de cinismo que se dirija a los editores para que le echemos una mano donando libros.

Ante el beneficio de la duda y pensando que nuestro ex presidente pueda tener un interés real en nuestro trabajo editorial para enriquecer su acervo, me permito anexarte un catálogo de nuestros libros y sus precios para que la Cámara lo haga llegar al Centro Fox.

Aprovecho para enviarte un cordial saludo.

Pablo Moya Rossi

Presidente de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes