jueves, 30 de agosto de 2007

Hombres, mujeres y sexo. ¿Dónde quedó la bolita?

Cuatro muchachas posando alegremente para la foto en París

¿Cómo saber si las mujeres saben que mienten al afirmar que tienen pocas parejas sexuales, si mienten a propósito para después creer la mentira, o si opera una especie de amnesia de género? ¿Y por qué los hombres sienten que deben mentir exagerando el número de sus conquistas?

Hay algunos lugares comunes que nomás no mueren ni hay cómo darles cran. Uno de ellos reza que, a lo largo de su vida, los hombres heterosexuales tienen más parejas que sus contrapartes femeninas. Lo hemos escuchado en conversaciones de café, en fiestas y lo hemos leído en incontables encuestas cuyos resultados se publican en periódicos y revistas. Y casi nadie levanta la ceja, cosa que todos deberíamos hacer porque según el doctor David Gale, profesor emérito de Matemáticas de la Universidad de California en Berkeley, resulta estadísticamente imposible.*

Existen, desde luego, algunos factores que podrían afectar lo que debería ser un empate estadístico, pero los matemáticos que han estudiado el fenómeno están de acuerdo en que éstos implicarían un desequilibrio mínimo. Que un hombre tenga muchas parejas sexuales cuando viaja a otro país, por ejemplo (éstas estarían fuera de la muestra), o si se contaran las veces que tuvieran relaciones con prostitutas (que de plano no son incluidas). El hecho esencial, sin embargo, permanece inmutable.

El doctor planteó el problema como un teorema a partir de la analogía de un baile escolar, donde para efectos prácticos, sólo bailan muchachos con muchachas. Después se pregunta a cada muchacha con cuántos muchachos bailó (pero no cuántas veces con cada uno). Se suman todos estos números, y dan la cantidad F. Se pregunta lo mismo a los muchachos, y esto da la cantidad M. Teorema: F=M. Prueba: Tanto F como M son iguales a P, la cantidad de parejas que bailaron juntos.

En una de las encuestas citadas [loc. cit.] se “halló” que los hombres tenían, en promedio, 12.7 parejas heterosexuales durante su vida, mientras que las mujeres, 6.5. En la otra encuesta, la relación era de siete a cuatro. El doctor Gale afirma categóricamente que esas encuestas son estadísticamente imposibles. Alguien —piensa— está mintiendo, probablemente todos. ¿Por qué? Nadie puede estar absolutamente seguro, pero lo más probable es que, al hacer cuentas de cuántas parejas tuvieron (no cuántas veces tuvieron relaciones con ellas), los hombres exageren hacia arriba, y las mujeres, hacia abajo.

Pero después de leer las encuestas y aún después de escuchar los razonamientos del matemático, no estaba yo del todo convencido de que las encuestas estuviesen mal. Sin saber nada de matemáticas y casi nada de estadística, me parecía una situación parecida a lo que cuenta Jorge Luis Borges cuando habla de Aquiles y la tortuga, o la flecha de Zenón. Los matemáticos —y sobre todo los estadísticos—, dada la oportunidad, serían capaces de convencernos de que somos nuestro propio abuelo. Me parece clarísimo que las mujeres suelen ser mucho más recatadas que los hombres a la hora de revelar detalles de su intimidad, aunque éstos sean puramente numéricos, pero no creo que sea para tanto.

Incluso los sociólogos y sexólogos que realizaron estas encuestas, enfrentados con la fórmula fría del matemático, confiesan que no entienden, y luego teorizan en el sentido expuesto anteriormente: los hombres suelen exagerar hacia arriba, y las mujeres, hacia abajo. ¿Pero casi el doble? El estereotipo se ha vuelto una especie de leyenda urbana tan universalmente aceptada como verdad incontrovertible, que de veras parece que el doctor Gale es el mentiroso. A mí no me convenció. “Aquí ha de haber un engaño”, me dije, pensando de nuevo en las meditaciones de Borges acerca de la tortuga que le gana a Aquiles a pesar de ser bastante más lenta que él, y de la flecha de Zenón que nunca llega a tocar el blanco. A partir de estas dudas, construí mi propio modelo matemático, basado en un tablero de ajedrez.

Las piezas negras eran hombres; las blancas, mujeres. Siguiendo el estereotipo, elegí los monarcas negros (ambos hombres para efectos de mi modelo) como los más promiscuos. Hice que tuvieran relaciones sexuales con 11 y 13 piezas blancas (mujeres), respectivamente. Los obispos serían un poco menos promiscuos (7 y 8 parejas), los caballos y torres, aún menos (3 y 4), y los peones serían monógamos: una sola pareja en toda su vida. Hoja Excel en pantalla, fui contabilizando cuántas parejas se hicieron. En total fueron 61, lo cual da un promedio de 3.8125 parejas sexuales en la vida de quienes habitaron mi tablero experimental.**

Luego rastreé los encuentros desde la perspectiva femenina (las piezas blancas). Aquí no importó ninguna jerarquía. La que más parejas sexuales tuvo fue la Reina Negra, seguida de la Torre de la Reina y el Peón (¿la peona?) de la Reina. Ninguna mujer tuvo sólo una pareja: la cantidad máxima fue de 6, y la mínima de 2. El promedio fue de… 3.8125, igual que para los hombres, pues fueron 61 parejas las que se formaron, y divididas entre 16, dan el mismo promedio.

El doctor Gale tiene la razón. Como se afirmaba al principio, puede haber factores que desequilibren las encuestas, como cuando —por ejemplo— un hombre o una mujer tiene una relación sexual con alguien fuera del grupo de muestra (en otro país o con alguien que cobre por el servicio), pero estos desequilibrios serían mínimos frente a la muestra mayor, casi nulos estadísticamente. En otras palabras, digan lo que digan, en promedio las mujeres tienen tantas parejas sexuales como los hombres. Tal vez algunas no tengan tantas como algunos hombres, pero tampoco se quedan tan cortas como sucede con los más apegados a la estricta monogamia, o con los más tímidos… En otras palabras: somos mentirosos y, como especie, la mujer es tan prolífica amorosamente como el hombre.


* New York Times, domingo 12 de agosto de 2007, sec. Week in Review, Gina Kolata, “The Myth, the Math, the Sex”, pp. 1,3.

**Recuerde que se trata de 16 piezas por sexo. Puede usted consultar la relación de encuentros sexuales sobre el tablero de ajedrez, haciendo clic sobre la liga está en la parte superior de la banda derecha de este blog, o haciendo clic aquí.

miércoles, 29 de agosto de 2007

El doble embate de la banalización

Juan Gelman y Marco Antonio Campos
Dos grandes escritores latinoamericanos cuyas obras pueden gozarse por igual en papel o gracias al internet. Saqué esta foto en el festival Poetas del Mundo Latino en Morelia de 2002.


ACTUALMENTE CORREMOS el peligro de llegar a considerar la lectura de libros como una actividad elitista, sólo para intelectuales. Esto se debe a que todavía hace 50 años recurríamos a libros para satisfacer necesidades y deseos que ahora despachamos de otra manera. Y con el paso del tiempo la utilidad inmediata del libro se ha reducido cada vez más. Antes, por ejemplo, las enciclopedias en papel eran imprescindibles. Ahora son imprácticas y torpes en comparación con la consulta en línea, trátese de enciclopedias o el maremagno de información disponible de manera instantánea —y muchas veces gratuita— en el internet.

Como ejemplo, un botón exquisito: el Diccionario panhispánico de dudas. Es ésta la mejor obra de referencia que busca resolver dudas sobre el uso del idioma. Existe en dos formatos: papel y cibernético. Lo publica Santillana en colaboración con la Real Academia Española. Pero también está disponible en línea: http://buscon.rae.es/dpdI/ Y es exactamente la misma obra con la misma utilidad, sólo que gratuita. Lo mismo podríamos decir del diccionario académico (el DRAE), pero diccionarios hay muchos (y, con suerte, tal vez entre todos podríamos armar uno realmente bueno), mientras que este de dudas supera ampliamente al antiguo caballito de batalla de Manuel Seco, que ya era bueno.

Si antes dedicábamos muchas horas a la lectura como diversión, hoy las megaindustrias del entretenimiento, aliadas con las computadoras, ofrecen un alud constante de distracción, desde el chat a la realidad virtual, pasando por los videojuegos, el cine y la televisión entendidas como meros engranes de un enorme mecanismo mercadotécnico.

En los países desarrollados existe la suficiente tradición de lectura para absorber este impacto, pero la cultura entendida como entretenimiento ha transformado radicalmente el carácter de la industria editorial. Los intereses de las hegemonías editoriales de Alemania, España, Reino Unido y Estados Unidos (a veces se trata del mismo monopolio) han reinventado los libros a imagen y semejanza del cine: grandes campañas de promoción, que son costosísimas, para provocar grandes ventas. Y como sucede con las películas, si el libro no es taquillero, se retira del mercado. En otras palabras, libro que no pega en dos semanas —o un mes— es un fracaso. Aunque las editoriales han sobrevivido en el Primer Mundo, la literatura —aclaro: la buena literatura— ha sufrido enormemente en esos países.

Este sistema ha resultado perjudicial para el cine, pero ha sido un crimen de lesa cultura tratándose de libros. Máxime en México, donde no existe la tradición de una gran clase media lectora. Así, sufrimos un embate doble: la lógica de la aplanadora mercadotécnica encima de una base endeble. De ahí el riesgo de que la lectura parezca y se vuelva una actividad de élite, un pasatiempo en vías de extinción. Sólo si redescubrimos, como sociedad, que el libro no es una película o un videojuego, que ofrece mucho más, podremos resistir a este esfuerzo industrial de banalización y enajenación colectivas.

Por otro lado, debemos estar abiertos a que la cultura escrita nos llegue también por otros medios, no sólo en papel, y el medio que empieza a dominar es el electrónico. No habría que temer ni rechazar esta realidad. El internet puede hacer —y está haciendo— mucho bien. Si vuelve la literatura y la cultura en general más accesibles, vamos por buen camino, pero si la red se convirtiera en rehén de los grandes consorcios de entretenimiento, entonces sí tendremos que vestirnos de luto.

lunes, 27 de agosto de 2007

Canibalismo cultural

Juan Ramón de la Fuente, rector de la UNAM

El término leer posee varios significados. La acepción más común tiene que ver con palabras, pero podemos leer también una partitura. Además, leer significa comprender, interpretar o descifrar. Por eso Rodolfo Castro, autor del libro Las otras lecturas (Paidos), afirmó alguna vez en entrevista con Carlos Paul (La Jornada, 4 de enero de 2004) que “La lectura, como actividad, deriva de muchas otras lecturas, entre las que se encuentra, por supuesto, la de libros, pero también la de la realidad que nos rodea”.

Hasta aquí vamos bien, pero más adelante en la entrevista empieza a haber problemas: “Desde la Conquista hasta la fecha el que no sabe leer es considerado un enfermo, al que hay que curar, como si las personas no pudieran ser valiosas aunque no leyeran libros. Entonces se hace un trabajo de promoción de la lectura concentrada en formar lectores de libros, pero desde una idea mezquina, despreciando las maneras en que una persona percibe la realidad y cómo se relaciona con el mundo”.

¿Quién dijo que las personas dejan de ser valiosas si no saben leer libros? Nadie, que yo sepa. Castro continúa: “No estoy en contra de los planes de fomento a la lectura, pero creo que son limitados y están generando el efecto contrario. […] El gobierno federal promueve sólo libros, como si eso únicamente fuera la lectura. Para llegar a ellos se tiene que respetar las otras lecturas que hace una persona al vivir su realidad. Se tiene que respetar desde las expresiones populares de un joven urbano, hasta la cultura y forma de organización de una comunidad indígena”.

Creo que aquí hay un malentendido o está cometiéndose un acto de canibalismo cultural. Está claro que leemos todo tipo de situaciones, ¿pero qué tiene que ver esto con el gravísimo problema de la poca lectura de libros en México, lo cual redunda en atraso social, cultural y educativo, con todo lo que aquello acarrea? Como Castro, jamás comulgué con el programa gubernamental “Hacia un país de lectores”, pero no porque deje de tomar en cuenta “las otras lecturas” sino porque fue casi pura palabrería. No pretendamos minimizar un problema real de alcances sociales incalculables —la ignorancia— al confundir la lectura de libros con otras habilidades muy encomiables como leer “la realidad”. Son dos fenómenos muy diferentes emparentados por un solo vocablo, pero si sabemos leer la realidad, nos daremos cuenta de por qué es imprescindible que todos leamos libros: potencian exponencialmente las capacidades de cada quien.

Y hoy, 27 de agosto de 2007, aparece en la página tres de La Jornada un reportaje de Emir Olivares Alonso con un reclamo tan severo como justo de Juan Ramón de la Fuente, actual rector de la Universidad Nacional Autónoma de México: “De la Fuente […] alertó que con la política actual pareciera que el país quiere continuar al margen de la sociedad y la economía del conocimiento, pues se carece de una política educativa y una visión de Estado a mediano y largo plazos.

“Dicha política de Estado en materia educativa, subrayó, debe basarse en transformar a la educación en un verdadero instrumento de capilaridad social, con lo que se ayude a México a salir del rezago en el que se encuentra”.

La lectura de libros, a diferencia de “las otras lecturas” (que en sí no tendríamos por qué despreciar), es la que nos lleva a que se dé esta “capilaridad social”, la posibilidad de que —gracias a la asimilación de conocimientos— los seres humanos puedan ser más completos, con mayor capacidad de entender su entorno y los hechos que nos han formado como especie y como cultura. Eso es lo que los hace subir en la sociedad donde les ha tocado nacer, no necesariamente en la escala social o económica (aunque esto no sería nada deleznable) sino en cuanto a su punto de vista: el que lee tiene mayor perspectiva, un promontorio, un lugar cada vez más alto desde el cual contemplar y comprender todo aquello que lo rodea. Quienes no leen libros, o quienes sólo leen los materiales de la “cultura popular”, se limitan trágicamente. Y quienes no leen nada, están —a estas alturas— perdidos de veras.

domingo, 26 de agosto de 2007

Culiacán, agua, vida, muerte y milagros


CULIACÁN —LA CAPITAL de Sinaloa es verde, húmeda, cálida y encierra más de lo que uno percibe a primera vista. La ciudad propia carece de grandes monumentos arquitectónicos, pero —más importante— posee tres ríos (el Culiacán, el Humaya y el Tamazula), y éstos le dan su carácter especial. Ojalá que los culichis sepan y puedan conservar y aún mejorar el paso de estos ríos por su ciudad. Perderlos, como el Distrito Federal hizo con los suyos, sería una tragedia mayúscula. Con un poco de imaginación y algo de recursos, ambas riberas del Tamazula, por ejemplo, podrían convertirse en un gran parque capaz de atraer miles de personas a pasar el día, pescar, hacer ejercicio, leer…

No sé con qué frecuencia se inundan las calles y pasos a desnivel de Culiacán. Sucedió por lo menos dos veces durante mi estancia, que hoy —domingo— concluye. Por lo menos en dos ocasiones vi con mis propios ojos cómo varios automóviles fueron engullidos por agua pluvial en diversas calles de la ciudad. No soy ingeniero pero supongo que la capacidad del desagüe se calcula sobre promedios, y las trombas que vi la semana pasada seguramente rebasaron, con mucho, el promedio. Eso, sin embargo, no es consuelo para los dueños de los autos.

Tuve el tiempo y la suerte de conocer dos lugares fuera de la capital: Nuevo Altata e Imala. En ambos casos, lo cautivante —más allá de la gente en sí— fue la naturaleza. Uno que vive en la capital de la república, tiende a pensar que el norte es seco, pero el verdor que vi en Sinaloa es fácilmente comparable con el de Morelos o Tabasco. Y pocas veces he visto un atardecer como el marino de Nuevo Altata. La fertilidad de la tierra alrededor de Imala, por otro lado, famosa por sus aguas termales que salen de la tierra a 60 grados centígrados, resulta esplendorosa.


Le comenté a mi virgilia, Lizbeth Pérez, que no había habido ni una sola ejecución durante mi estancia.

—¿Y cómo lo sabes? —me preguntó, con cierto aire de autosuficiencia—. ¿Has leído los periódicos todos los días?

—¡Pero nadie hizo ningún comentario!

—¿Y para qué lo van a andar hablando? Aquí esas cosas son de todos los días.

Pensé en Colombia, en la terrible y criminal insensibilización en que la gente debe sumirse sólo para poder seguir funcionando cuando todo lo demás se está derrumbando o cuando se sostiene únicamente con pinzas. Y luego Lizbeth sacó un periódico cuyo titular rezaba, palabras más o palabras menos: “Ejecutan a estudiante en la Colonia Tal”. Estábamos en el Club Sinaloa, adonde nos habían invitado a comer y para que yo pudiera conocer el piano Bösendorfer que allí tienen “Y que casi nadie toca”, según Lizbeth.


Hasta donde he podido investigar en el internet, se trata de un modelo 290 Imperial, uno de los pianos más finos del mundo, junto con los Steinway de gran cola. Pero como recibe poca atención técnica y musical, su sonido es opaco —tal vez por su desafinación— y su maquinaria produce ruidos que nada tienen que ver con la música: claca-claca-claca. Un buen técnico en el espacio de un par de días podría ponerlo al tiro. El Steinway de media cola en el patio del Museo de Arte de Sinaloa (el “Masín”), donde tuve la fortuna de tocar tres horas todas las mañanas, posee un sonido mucho más rico, y a pesar de que su carrocería muestra algunas cicatrices de batalla (al parecer, lo mueven de aquí para allá), lo prefiero al Bösendorfer 290 Imperial. No deja de parecerme una gran ironía que exista un Bösendorfer de ese calibre en Culiacán, y que nadie lo toque. Es como tener la Mona Lisa encerrada en una bóveda a oscuras.


Ha terminado mi curso, mi semana y mi primer contacto con Sinaloa. Me voy contento por toda la gente y lugares que pude conocer, incluyendo la capilla de Jesús Malverde, pero sobre todo por mis alumnos y quienes organizaron el curso institucionalmente. Hicieron un gran trabajo éstos, y aquéllos mostraron extraordinaria disciplina al tener que digerir 10 semanas de información en el espacio de cinco días. ¡Salud! Y ojalá que no les duela la panza… demasiado.


Pies de foto:

Atardecer en Nuevo Altata
Imala
En la capilla de Jesús Malverde
Piano Bösendorfer en el Club Sinaloa
Tocando el Steinway de media cola en el Masín

lunes, 20 de agosto de 2007

En Culiacán, las aguas mojan

Culiacán desde el Hotel San Marcos (ya se perfilaban las nubes)

DONDE VEAS buena pierna, mucha nalga y poca chichi, no lo dudes: es culichi.

—¿A poco dicen así los de acá? ¿No les parece vulgar o, cuando menos, ofensivo?

—¡Pero para nada! —se rio mi virgilia sinaloense, Lizbeth Pérez, de Lizbeth Pérez y Asociados, especialista en relaciones públicas.

Llegué a Culiacán el sábado alrededor de las 16:30, hora del Pacífico. El cielo estaba nublado. Traía mi cámara, mi computadora portátil y una maleta pequeña de las que se arrastran sobre ruedas. La buena fortuna quiso que dejara yo todo eso en el hotel San Marcos de la Avenida Obregón antes que doña Lizbeth me llevara a conocer las maravillas de Culiacán, casi todas las cuales se encuentran —extrañamente— fuera de Culiacán.

—¿Pero no te parece maravilloso ese cerro? ¡Míralo! Todo verde… Me encanta venir por acá cuando llueve o cuando me siento triste. Agarro mis cositas, un libro y me voy a las aguas termales de Imala.

No lo dudo. Todo dentro de Culiacán está a tres minutos. Uno difícilmente tarda más en trasladarse de un lugar a otro. Tal vez se conviertan en seis o nueve, según le toque a uno la luz de los semáforos, pero digamos que en términos generales, entre puntos A y B no media más de unos 180 segundos: tres minutos. Pero fuera de Culiacán, los tiempos son otros, y las distancias también. Es cierto: todo es verdor, calor, humedad. La tierra es fértil y la gente sonríe.

Serían las 17:30 cuando tomamos la carretera hacia Quién Sabe Dónde. En un punto —cualquier punto entre centenares de campos de cultivo, manadas de vacas y büeyes—, Lizbeth dio vuelta en U y emprendió el camino de regreso hacia la ciudad porque amenazaban unas nubes que, francamente, me parecían en extremo estéticas, como si fueran pinturas. No recuerdo el nombre del pueblo, pero era como cinco minutos después de otro que se llamaba Arroyo de Agua. Fue ahí donde me di cuenta del cariño muy especial que algunos sinaloenses sienten por los pleonasmos. Pero el nombre no sólo era tautológico: también encerraba una profecía.

Unos 10 minutos antes de llegar a Culiacán propia, ya no se distinguían nubes porque el cielo se había vuelto enteramente gris… oscuro. Empezaron a caer las primeras gotas, y luego vinieron las demás en tropel. Estábamos en medio de una tromba. Íbamos por el malecón, a un lado del río Tamazula, cuando parecía que no podía caer lluvia más fuerte. Teníamos que pasar por debajo de un puente, un paso a desnivel. El agua apenas llegaba a la orilla de las aceras. Pasó un Volkswagen sin problema.

—¿Qué hacemos…? —se escuchó nerviosismo en la voz de Lizbeth.

—Pásale nomás, pero rapidito —sugerí al ver que el bochito había salido ileso. Mi virgilia, sin embargo, titubeó durante cosa de dos o tres segundos para luego reemprender la marcha. Casi habíamos llegado al punto más bajo cuando vi que descendía, por los cuatro puntos cardinales, una especie de alud de agua, un maremoto urbano provocado por la extraña orografía de cemento que da lugar a los pasos a desnivel. En menos de cinco segundos el agua ya había cubierto media portezuela.

—¡Bájate, bájate! —me gritaba, más que un poco histérica, Lizbeth. Con calma (pues no sabía qué más podía hacer en vista de que mi virgilia ya había abierto su portezuela, el coche se estaba inundando y el agua rebasaba la palanca de velocidades), tomé el estuche donde guardo mi cámara digital, me aseguré de traer correctamente asegurados al cinto mi iPod y teléfono celular y abrí mi portezuela. Sentí una especie de alivio cuando vi entrar el remolino de agua que apenas llegó a cubrir el asiento: no nos íbamos a ahogar.

De todas formas, yo ya estaba fuera, donde el agua me llegaba a dos centímetros del iPod, es decir, a un metro de altura, aproximadamente. Empezamos a empujar el auto hacia el otro lado, lo cual era más o menos fácil porque flotaba, hasta que volvió a tocar tierra en la subida. En algún momento, no sé de dónde, salió un señor y empezó a ayudarnos a empujar. Luego fueron dos, y después tres… y eran policías. Todos, amablemente, ayudaron a que el vehículo llegara a buen puerto debajo de la casa de un narco famosísimo. Éste nunca llegó a terminar su residencia —está la pura obra negra— porque antes le cayó el chahuistle. Ha de soñar con ella desde la cárcel.

Ya pasaban de las 19 horas. Empezaba a oscurecer y la lluvia cejaba sólo por momentos. No éramos los únicos varados en tierra firme: otros seguían debajo del puente y ya más de un metro de aguas que, por fortuna, no eran negras sino apenas chocolatosas y no olían mal. Más bien no olían a nada y, ahora que lo pienso, fue ésta la mayor fortuna de la tarde.

Los policías que tan amablemente nos habían ayudado a orillar (a la orilla) el automóvil, fueron igual de ineptos para conseguirnos una grúa o, siquiera, para llamar un taxi. Lizbeth, en su prisa por abandonar la nave, había dejado su celular a un lado del asiento, donde suelen colocarse latas de refresco. Se había ahogado. También los libros que tenía en el asiento trasero, incluyendo el que acababa de comprar, Abril rojo de Santiago Roncagliolo, el cual había ganado el premio Alfaguara de 2006. Pero de manera inmediata lo que resultaba preocupante era que Lizbeth había descubierto que de memoria no se sabía ni un solo número telefónico de ninguna de sus amistades: todos habían sido celosamente guardados en su celular, y su celular estaba muerto.

—No te preocupes. Me pongo acá y paro el primer taxi que pase por la lateral.

—¡Se ve que eres optimista! Aquí no puedes parar un taxi: tienes que hablarles por teléfono.

—Pues dime a qué número marco, con todo y lada porque el mío es del Defe.

Lizbeth me miró de manera muy seria.

—No me sé el número. Yo nunca tomo taxis. Por eso tengo coche…

A las quinientas recordó el número telefónico de Quién Sabe Quién y le hablamos desde mi celular, al cual —milagrosamente— no le habían caído más que unas cuantas gotas. Pero salió junto con pegado porque nunca llegó la grúa a la que iban a llamar, tampoco el taxi que pidieron cuando había fallado la grúa. (Descubriríamos después que decenas de coches habían quedado varados. No sé cuántas grúas —de remolque— haya en Culiacán). Ya eran casi las nueve de la noche cuando pasó un taxi vacío. Entre gritos y chiflidos logramos pararlo (“¿Ya ves por qué soy optimista?”) y nos llevó, totalmente empapados (de agua), a casa de Lizbeth (sólo estaba a tres minutos), de donde habló a la compañía aseguradora de automóviles.

La fortuna no sólo nos había sonreído al evitarnos la pestilencia de las aguas negras sino porque el coche que había quedado inservible no pertenecía a Lizbeth Pérez —de Lizbeth Pérez y Asociados— sino al gobierno del estado Sinaloa, la entidad federativa que tuvo a bien pedirme que diera un curso de redacción a sus secretarios y subsecretarios. El corolario de esa buena suerte radicaba en que el automóvil de Lizbeth estaba sano y salvo, y con él me llevó al hotel donde pude bañarme y cambiarme de ropa.

Yo ya tenía muchas ganas de dormir (en realidad, de seguir leyendo Harry Potter and the Deathly Hallows), pero la sola idea de estar tan cómodo mientras mi virgilia volvía al escenario de la inundación a esperar a que aparecieran los de la aseguradora, a quién sabe qué horas, me llenaba de culpa, y yo soy un tipo culposo. Después de todo, el desgarriate se debía a mí, a que Lizbeth quería enseñarme a mí la ciudad y sus alrededores. La culpa no pertenecía a nadie más. Y por si esto no hubiera sido suficiente, fui yo quien le dijo que siguiera adelante, “pero rapidito”…

En fin, ya era la una de la mañana cuando llegó el ajustador. Media hora después la grúa hizo su aparición. Cuando por fin pude colocar mi cabeza sobre la almohada, pasaban de las dos de la mañana, que para mí eran las tres (por el cambio de horario). No importaba. Ya tenía ganas de correr al otro día, domingo, en el Jardín Botánico… (Continuará).

viernes, 17 de agosto de 2007

Sufrir con Tolkien

CUANDO TENÍA 15 AÑOS leí The Hobbit de J.R.R. Tolkien. Me fascinó. Pero la lectura de peso completo aún estaba por delante. En aquel entonces ya circulaban los tres tomos de The Lord of the Rings en una edición de bolsillo publicada por Ballantine Books, pero para mi buena suerte, el Book of the Month Club ofrecía la novela de Tolkien en tres tomos empastados, con camisa y su caja. Mi madre era socia, así que le entregué el dinero y en unas semanas, tal vez las más largas de mi vida, me llegaron los libros.

Lo primero que hice fue meter la guarda de cada tomo a mi máquina de escribir y teclear mi nombre, en altas, y la fecha: 23 de octubre de 1969. Difícil de creer. Luego compré tres juegos del plástico que usan las bibliotecas en Estados Unidos para forrar todo lo que va a sus anaqueles, y —de manera religiosa— los protegí. Así, todavía tengo mis tres tomos de The Lord of the Rings en perfecto estado, a pesar de que probablemente sean los libros que más me acompañaron, que más estrujé, con los cuales más sufrí y gocé durante mi primer año de preparatoria. Me metí tanto en ese mundo que memoricé y aprendí a dibujar perfectamente las runas, y le pedí a un amigo pintor —otro fan de los hobbits— que hiciéramos un mural de Middle Earth (la Tierra Media) en mi recámara. Yo fui su asistente, sólo que yo no sé pintar. Rellenaba las formas que mi amigo me dejaba. Cuando mi madre vendió esa casa tras el fallecimiento de mi padre, la vendió con todo y mural…

Recuerdo aquel jueves 18 de diciembre de 2003, cuando asistí con mi esposa, Josefina Estrada, a una proyección de la película The Return of the King (“El retorno del Rey”), la tercera entrega cinematográfica del director Peter Jackson. Dura tres horas y 20 minutos. Josefina no es entusiasta ni de las novelas ni de las películas de aventura, pero aguantó muy bien ésta y las primeras dos entregas. Nunca leyó la novela, ni siquiera en español, cosa que entiendo muy bien. Cada vez que veo la traducción, la abro, arqueo la ceja, frunzo el ceño y pienso para mis adentros “Qué locura traducir a Tolkien. Tarea imposible, pero qué esfuerzo más loable, aunque sea un fracaso monumental”. Cierro el libro. La poesía es imposible de traducir, pero la prosa también es poesía. Las imágenes son poesía…

Cuando yo tenía 16 años, decían que se trataba de literatura escapista. Pero yo con ninguna novela había sufrido como con The Lord of the Rings. Para escaparme, dejaba de leer, pero luego me urgía otra dosis de sufrimiento…




martes, 14 de agosto de 2007

Teatro (del absurdo) callejero

Obras en el Centro Histórico
Foto de Miriam Sánchez, Milenio Diario


A ver si entendí… El gobierno del Distrito Federal (GDF), desde hace algunos meses, está invirtiendo muchos millones de pesos en la renovación de la infraestructura hidráulica del Centro Histórico, algo que hacía mucha falta. También está mejorándose pavimentación, aceras y todo lo que se pueda cuando se entra de lleno en labores como ésta. Son 77 calles las involucradas. Y ahora resulta que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) ha clausurado las obras porque… ¡encontraron restos de drenaje de la época de Porfirio Díaz!

¿Pero no se trataba precisamente de eso, de sustituir la infraestructura vieja, inservible, por otra nueva, funcional, a la altura del siglo XXI? Por supuesto que hallarán restos de los tubos y ladrillos que los trabajadores de don Porfirio colocaron en el siglo XIX y principios del XX. No creo, sin embargo, que se trate de obras de arte o de monumentos arquitectónicos, o de ruinas con valor antropológico.

Parece que el gobierno del Distrito Federal no puede hacer nada bueno —entiéndase en beneficio de la gente—, porque en el momento de hacerlo, brinca el gobierno federal. Ya lo vimos con la ley que despenaliza el aborto y que ha salvado, en tiempo real, incontables vidas, y lo afirmo sin demagogia. Ahora que el GDF está haciendo reparaciones que benefician a decenas de miles de residentes, trabajadores y empresas —incluyendo los miles de hombres, mujeres y niños que visitan el Centro Histórica todos los días—, el gobierno federal, mediante el INAH, ha encontrado la manera de pararlo todo justo cuando el tránsito vehicular está en su momento más difícil por el cierre de calles. Tenemos a Bolívar, Uruguay, El Salvador y parte de Regina en obras. Los residentes y empresarios del centro tienen paciencia y colaboran, pero no se les puede pedir que esperen indefinidamente a ver cuándo podrán reanudarse las labores a fin de terminar los trabajos en ese sector.

El Centro Histórico es una maravilla, pero desde el terremoto del 19 septiembre de 1985, y aun antes, entró en franca decadencia. Ahora el GDF —gracias a alianzas estratégicas entre los sectores público y privado— ha logrado inyectarle nueva vitalidad y está en vías de recuperar e incluso superar su antiguo esplendor. Ojalá que las autoridades federales entren en razón y que no sigan haciendo su teatrito para fastidiar al Distrito Federal, su gobierno y su gente, sólo porque las tendencias de voto aquí no coinciden con los colores blanco y azul.



lunes, 13 de agosto de 2007

IVA como herida patria

Vicente Fox, duro contra el libro













Cada vez que en México se habla de que los libros causen IVA, se echa sal en una herida que no ha podido cicatrizar. Si bien es cierto que a nadie le gusta pagar impuestos, éstos son importantes para financiar muchos aspectos de nuestra vida diaria: infraestructura, escuelas públicas, bibliotecas, etcétera. Por eso el debate sobre el tema es tan importante.

En un mundo ideal, no habría IVA. El impuesto más equitativo es el que corresponde a lo que ganamos: el Impuesto sobre la Renta (ISR). Un bolillo le cuesta lo mismo al rico que al pobre, pero si se cobra IVA a los dos, al pobre significa un porcentaje mucho más alto de sus ingresos. Por eso, el IVA debiera ser un impuesto para resolver una emergencia o para desestimular cierta clase de consumo nocivo (como el tabaco, por ejemplo), no como un modus vivendi del Estado. Ésta es la raíz del problema.

En otros países se venden muy bien los libros y los índices de consumo per capita son altísimos. De 10 a 20, e incluso más, por persona anualmente. En México andamos en menos de un libro comprado por persona por año. Los libros son caros en México para empezar, sobre todo por el sistema de descuentos que hace años implantaron algunas librerías fuertes. Estos descuentos han terminado por ser ficticios, pues las editoriales deben aumentar sus precios para hacer frente a los fuertes descuentos. De ahí la sabiduría del sistema europeo: precio fijo —o único— para todas las librerías.

El precio único fue la piedra angular de la nueva ley del libro aprobada por ambas cámaras del Congreso, y vetada por Vicente Fox (su único veto) por razones tan ideológicas como espurias. Y si encima de los precios altos de los libros cargáramos el 15 por ciento de IVA, tanto más difícil será que la lectura se vuelva costumbre en México.

El problema no es el impuesto en sí, sino que en primer lugar, es el impuesto equivocado. En segundo lugar, es el producto equivocado. La ganancia hipotética sería automáticamente contrarrestada por la baja en el volumen de venta, y esta ganancia hipotética sería —además— risible en la escala mayor de las finanzas del Estado. Pero eso sí: remataría a la industria editorial —de capa cada vez más caída— y también a la lectura. Ahora, más que nunca, podemos ver la burla foxista que se encerraba en las palabras “Hacia un país de lectores”.

Urge que se reviva y que se vuelva a votar la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro. Ésta permitiría, a mediano y aun a corto plazo, el renacimiento de librerías de barrio, lo cual pondría a los libros, de nuevo, al alcance geográfico de muchísimos más mexicanos (ahora hay una librería por cada 250 mil habitantes, aproximadamente, cuando en países similares al nuestro, la cifra anda en una por cada 25 mil. En Europa, la cifra anda en una librería por cada 12 ó 15 mil, gracias —principalmente— al precio único).

Que México sea un país de lectores no debe ser asunto de eslóganes publicitarios sino de Seguridad de Estado: si nuestra juventud no se involucra a fondo en las ideas que se están discutiendo en todo el mundo en cada una de las áreas del conocimiento humano, podemos despedirnos de la idea de que México, algún día, será un país de primera. Y la única manera de aprehender estas ideas con calidad es mediante libros. La televisión, el cine y la radio —aun con las virtudes que sí poseen— simplemente no sirven para eso.

viernes, 10 de agosto de 2007

Lujos de la belleza inesperada
























La iglesia de los Josefinos surge inesperadamente tras un callejón poco visto de Santa María la Ribera.


Pocos placeres se comparan con sentarse a tomar un café, tranquilamente, mientras miles de personas van y vienen con la agitación propia de quienes deben ganarse el pan con el sudor de la frente. Estoy instalado en un sillón bastante cómodo, con vista a la Avenida Universidad, y escucho jazz por las bocinas de este Starbucks. Yo también me gano el pan —y las tortillas— con el sudor de mi frente pero estoy de vacaciones. Esto significa, apenas, que no me veo obligado a impartir clases en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. todo lo demás, sin embargo, continúa como siempre: clases en La Realidad, escritura, lectura, varias horas al piano todos los días…

Pero aun estos pequeños huecos abiertos en el horario acostumbrado me permiten lujos infinitamente saboreables, casi como si estuviera sentado en un café de la Avenida de los Gobelins, en París, sin nada que hacer más allá de aprender coloquialismos franceses. En pocas ocasiones nos permitimos lujos tan extraordinarios, pero el hecho de estar de vacaciones amortigua cualquier posible sentimiento de culpabilidad.

Realmente no importa mucho si estamos en París, Buenos Aires o la Ciudad de México: este mundo es uno, y nosotros también. Pero hace falta un ligero cambio de rutina para que podamos apreciar la belleza que, por estar tan cerca de ella, se nos escapa.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Buen cine en México

Fotografía de Ingmar Bergman, de

Michelangelo Antonioni, foto de Agence France Press--Getty Images


EL CINE COMERCIAL producido por los grandes estudios, con unas cuantas excepciones, está de capa caída. Sobre todo el norteamericano. Un chasco tras otro. Un churro tras otro. Si la primera Matrix era una película innovadora, imaginativa e inquietante, que exigía la participación intelectual activa del espectador para comprender y gozar la propuesta de sus creadores, la segunda era una indigestión new age insoportable. No me dieron ganas de ver la tercera. ¿Hubo una cuarta…?

Dentro del cine de fantasía ha habido grandes excepciones: El señor de los anillos, en sus tres partes, por ejemplo. Huelga decir que ninguna experiencia cinematográfica podrá jamás estar al nivel de la novela original de Tolkien, pero estas películas son de lo mejor que se ha hecho dentro del género fantástico en el cine: son visualmente bellas, bien actuadas y armadas con excelente fortuna.

Detrás de los escándalos que alimentan el cine hollywoodense, más allá del polvo que levantan las premiers, sin fijarse en los chismes, matrimonios y divorcios posteriores de los actores y directores de renombre, hay otro cine norteamericano del cual apenas tenemos noticia. Lo más chistoso es que los estadunidenses saben menos de él que nosotros. Dos cintas de hace unos años son un buen ejemplo: Ken Park y L.I.E. Ambas son excelentes, inquietantes, propositivas y —desde luego— sumamente polémicas. En esta ocasión no me quejaré de las traducciones de los títulos (“Perversión” y “Frente al abismo”, respectivamente), porque me conformo con que hubieran llegado aquí y que pudimos verlas. En Estados Unidos es reducidísima la cantidad de gente que las ha visto, simplemente porque jamás consiguieron distribución comercial. Fueron censuradas —indirectamente digamos— por quienes deciden qué películas serán exhibidas en qué pantallas: los distribuidores. Consideraban que sus temas—aun más que su contenido visual— eran demasiado fuertes para los pobres norteamericanos, que son muy religiosos e incapaces, por lo menos aparentemente, de tomar decisiones por sí solos.

No tengo estadísticas a la mano y hablo como simple cinéfilo, alguien que acude al cine por lo menos dos veces a la semana, pero me parece que están llegando cada vez menos buenas películas independientes extranjeras, sean de Estados Unidos, Europa o Asia. Mis dos semanas en París fueron suficientes como para darme cuenta de que hay un mar de excelentes filmes extranjeros que simplemente no llegarán a México porque el embudo por el cual tendrían que pasar es en extremo angosto. Nos tienen condenados a tener sólo un par de salas comerciales que exhiben cine independiente, y simplemente no se dan abasto. Esto nos deja los “festivales” donde uno tendría que ir al cine prácticamente todos los días para ver las películas. ¿Quién puede hacer eso? ¿Por qué no podemos dosificar esas cintas?

Yo veo que en el Cine de Arte de la calle de Masaryk (pertenece a Cinemex) hay muy buen público para las películas independientes. Somos muchas las personas que desean algo más sutil que Los piratas del Caribe. El mejor tributo que pudiéramos rendir a los recién desaparecidos Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni no sólo sería ver sus películas de nuevo —o por primera vez— sino insistir en que podamos justipreciar lo que realizan los nuevos directores independientes, aquellos que —ojalá— puedan llegar a ser tan influyentes como estos dos que acaban de fallecer.

lunes, 6 de agosto de 2007

Mahler, Bernstein, judaísmo, antisemitismo, asimilación y angustias varias






















La Deutsche Grammophon acaba de editar en formato DVD un ensayo televisivo que la BBC transmitió originalmente en 1985. Se trata de The Little Drummer Boy (“El niño del tambor”), donde Leonard Bernstein desentraña la música de Gustav Mahler a partir de “la cuestión judía” dentro de la vida y obra del compositor austriaco nacido el 7 de julio de 1860. En mi columna del suplemento Laberinto —dirigido por José Luis Martínez— del periódico Milenio del 4 de agosto, apareció una nota al respecto en la página ocho. Esta reflexión pretende ahondar en algunas consideraciones aún más personales de lo que allí puede leerse, pensamientos que simplemente no cabían en el espacio de los poco más de tres mil caracteres de los cuales dispongo semanalmente para comentar cuestiones de arte y cultura en general. [Si usted no compra Milenio, el artículo mencionado puede leerse en lapaginadebetobuzali.com: http://www.lapaginadebetobuzali.com/mails/04AGOSTO2007/04AGOSTOLABERINTO06.htm].

Leonard Bernstein (25 de agosto, 1918-14 de octubre, 1990), al igual que Gustav Mahler, fue director y compositor. Además, ambos nacieron dentro de la religión judía, sólo que en circunstancias y lugares muy diferentes. Bernstein fue uno de los máximos intérpretes de Mahler, e hizo todo lo que estuvo en su poder para que las sinfonías y los ciclos de lieder del austriaco estuvieran presentes en las mentes y corazones de quienes escuchaban música de concierto en la segunda mitad del siglo XX. Estoy seguro de que el compositor norteamericano se sintió profundamente identificado con Mahler, por razones obvias —algunas— y otras que tal vez no salten a la vista.

En The Little Drummer Boy, a Bernstein le interesa descubrir las raíces judías en un compositor que, haciendo use de su libre albedrío, se convirtió al catolicismo. No sólo eso. Pretende dilucidar, a partir de esta elección vital, el porqué de la constante angustia que se percibe en la música de Mahler, presente aun cuando las melodías y armonías pretenden transmitir una sensación de plenitud, celebración o alegría. No en balde señala Bernstein que en cada una de las sinfonías de Mahler hay una marcha fúnebre.

Durante la época de Mahler, en las regiones de habla alemana, el antisemitismo abierto y legal era una realidad que habría impedido el sueño mayor del compositor austriaco: llegar a ser el director de la Ópera de la Corte de Viena. Sus méritos artísticos simplemente no serían suficientes. De ahí, su conversión al catolicismo. Era como si en la descripción del puesto hubieran escrito: “Judíos, absténganse de entregar solicitud”.

Bernstein señala que sí hubo elementos del catolicismo que le parecieron atractivos al compositor. Por ejemplo, durante su niñez, amén de asistir a la sinagoga en compañía de su familia, Mahler cantaba en el coro de la iglesia, y el compositor contaba que ésta le gustaba mucho más “porque la música era mejor”.

Por otro lado, argumenta Bernstein, el judaísmo no prometía la resurrección y la vida eterna, tal como las planteaba el cristianismo. Esto, para un hombre obsesionado con la muerte, habrá representado un gran bálsamo. Según la tesis de Bernstein, al abandonar la fe de sus antepasados por razones artísticas —por un lado— y psicológicas —por el otro—, Mahler fue presa de una gran culpabilidad, o angustia, que jamás expresó en palabras sino musicalmente. Empleo la palabra psicológicas y no espirituales porque estoy convencido de que el mundo espiritual de Mahler rebasaba las religiones oficiales establecidas. Su búsqueda no tenía que ver con la pertenencia a una comunidad creyente de una u otra denominación sino en la trascendencia del ser humano, probablemente a través de la música, el lenguaje en que él podía expresar libremente todo aquello que no pudo externar con palabras, como éstas.

Dicho de otro modo, la conversión de Mahler al catolicismo probablemente obedecía más a una necesidad práctica y artística, que a un profundo deseo espiritual. Sabemos, por ejemplo, que después de su conversión, jamás volvió a asistir a misa. En cuanto al espíritu, la música le bastaba. Esto, según Bernstein, sería la raíz de su angustia, tal vez de su sentimiento de culpa. Mahler sentiría vergüenza de ser judío y, al mismo tiempo, sentiría vergüenza por sentir esa vergüenza.

Leonard Bernstein nunca se convirtió al cristianismo pero compuso una misa (Mass, 1971) que incluye una serie de meditaciones orquestales que no son nada si no son absolutamente mahlerianas. Estas meditaciones, junto con su sinfonía Kaddish y los Chichester Psalms, son los momentos más sublimes de la música de concierto que Bernstein compuso. (Su score de West Side Story también contiene algunos). La gran diferencia entre la espiritualidad de Mahler y la de Bernstein no radica en cómo se llaman los cementerios donde están enterrados, o si en sus tumbas hay una cruz o una estrella de David. Es más: siento que son almas gemelas. Pero Bernstein, a diferencia de Mahler, nació en Estados Unidos en el siglo XX, donde el antisemitismo no sería obstáculo para su carrera, y donde podía —incluso— componer una misa sin ser excomulgado por sus correligionarios.

Yo, cuando era adolescente, sin saber nada de Mahler y sin haber escuchado aún su música, ya era devoto música de la liturgia católica: misas de Bach, Mozart, Verdi, etcétera, amén de canto gregoriano. y debo confesar que hubo un momento cuando sentí la atracción del cristianismo, más que nada para olvidarme de toda la tzuris (en idish significa, más o menos, tristeza mezclada con angustia y cierta desesperación) que me acompañaba por ser judío tras el Holocausto. Estaba harto de sentirme como parte de un pueblo perseguido, martirizado y elegido (“para las cámaras de gas”, pensaba). Quería ser normal. Entiendo a Mahler.

Cuando le pregunté a mi madre qué haría si yo me convirtiese al cristianismo (yo sólo pensaba en el catolicismo porque las ramas protestantes me parecían estéticamente aburridas), se quedó pensativa durante unos momentos y, después, me dijo —simplemente, sin aspavientos— que se sentiría muy triste. (Una clásica madre judía habría agregado: “Y luego me cortaría las venas”. Pero esto no lo dijo, ni creo que lo hubiera pensado).

Medité largamente en esa respuesta —días, semanas, meses tal vez—, el tiempo suficiente para darme cuenta de que en la liturgia judía también había música muy bella, aunque sin el rating de la occidental cristiana. Además —pensé—, la poesía del Antiguo Testamento era superior a todo cuanto pudiera ofrecer el Nuevo. Y más allá de cuestiones de competencia estética, sabía perfectamente bien que si me convirtiese a cualquier otra religión, tampoco iba a sentirme a gusto, que le encontraría todos los bemoles del mundo. Ya empezaba a comprender que en realidad no me hacía falta ser como los demás porque me bastaba ser yo, y que con eso ya tenía bastantes problemas. Por si lo anterior no fuera suficiente, la vida eterna no me llamaba la atención en absoluto.

No quise renunciar a la religión de mis antepasados, pero sí a mi nacionalidad norteamericana, no porque odiara Estados Unidos sino porque amaba México más, porque aquí hice mi vida y mi familia. En otras palabras, tardé un buen rato, pero llegué a comprender quién era yo, la importancia de convivir con las raíces de uno, de comprenderlas y apreciarlas en toda su humanidad. Entendí también que debemos distinguir entre lo profundo y lo superficial, y tener la madurez suficiente para saber en qué medida podemos modificar aquello que nos ha formado sino convertirnos en una simple o patética deformación. Para decirlo de otro modo, es bueno cambiar y crecer para ser más, pero nunca para solamente dejar de ser algo. Negarse siempre lo disminuye a uno.

Ahora, cuando asisto a una misa, siento la presencia de Dios a través de los seres humanos que me rodean. Lo mismo me sucede en la sinagoga. A mí me cimbra el hebreo más que el latín o el español que pudieran utilizarse en un servicio religioso. Es cuestión de crianza, aunque después uno puede cultivar ese gusto y aún ensancharlo con otros sabores y prácticas. Pero la música siempre me acerca, me transporta a otros niveles de conciencia y espiritualidad, y no importa qué religión tuvo o tiene la persona que la compuso.

Mahler vivió una época muy difícil, justo anterior a una de las más problemáticas de todas —las dos guerras mundiales—, pero a Leonard Bernstein le tocó un lugar y un tiempo un poco más afortunados. A nosotros nos toca asegurar que el respeto, la tolerancia y el amor a nuestro prójimo no perezcan bajo los dedos flamígeros del fanatismo, de las religiones que sean.

jueves, 2 de agosto de 2007

Autoayuda para escritores (et al.)

EMPRESAS EDITORIALES en todo el mundo tienen problemas en la actualidad. Las ventas de libros han bajado sensiblemente. Pero en México el problema se ha agudizado en vista de la invasión de libros extranjeros —casi todos españoles— a precios sumamente bajos. Se trata de una especie de dumping: lo que no se vende allá, nos lo mandan a México, a un precio muy por debajo de lo que marcaría el mercado. En otras palabras, son saldos disfrazados. A las editoriales mexicanas independientes cuesta mucho trabajo competir por espacios en librerías: las gigantas españolas hacen y deshacen. Pero nosotros tampoco nos ayudamos. Me refiero a los autores, los críticos, los creadores en general…

Los editores saben que la mejor publicidad para un libro no se compra. Es la que pasa de boca en boca. “¿Ya leíste el libro Fulano? ¡Está buenísimo!”. Comentarios como éste venden más libros que cualquier anuncio pagado. Incluso más que reseñas, porque de éstas hay cada vez menos, y los reseñistas actuales —en general— no quieren comprarse broncas: prefieren comentar lo extranjero antes que buscarse un enemigo local al comentar negativamente su libro. Así, un comentario positivo, cuando se hace, carece de fuerza. Vivimos en un club de elogios mutuos. ¿Quién va a hacer caso a estas reseñas?

Se trata de una cuestión cultural que se ha ido legando de generación en generación. Tal vez cambie el día en que ya no sea importante caerle bien a alguien para salir adelante. Ese día podremos ser honestos por escrito y no sólo en las charlas de café. Mientras tanto, lo que los autores podemos hacer es comprar y leer los libros del prójimo. Y no sólo hablo de literatura, pues también hay músicos, coreógrafos, pintores, escultores, dramaturgos, directores de cine y teatro… Es francamente raro encontrar a un escritor en una sala de concierto, como son pocos los músicos que asisten a lecturas de poesía o presentaciones de libros en general. ¡Pero todo el mundo se queja! Si cada escritor asistiera a una obra de teatro o concierto mensualmente, si cada actor y director comprara un libro al mes, si cada músico viera una película mexicana cada 30 días, otro gallo cantaría en este país, porque el entusiasmo cundiría.

La palabra de un creador pesa mucho, pero los creadores solemos ser mezquinos, envidiosos. Si deseamos crear entusiasmo, debemos empezar nosotros mismos a conocer lo que hacen los otros, para luego celebrar o criticarlo. ¡Pero que se diga! Y la palabra pasará de boca en boca…


Una de las maneras de que los libros tengan presencia en un país donde las librerías brillan por su ausencia, como ocurre en México, es acudir a las ferias, pero éstas se vuelven cada vez más caras: de ahí la importancia de las alianzas, como la Alianza de Editoriales Independientes de México (AEMI), que agrupa --actualmente-- a 15 editoriales mexicanas independientes. Éste es el stand de Editorial Colibrí en la Feria de Minería en 2003, antes del nacimiento de la AEMI. En la parte inferior, a la derecha, se aprecia un dibujo a lápiz de Ricardo Garibay, de la autoría del pintor Rafael Hernández Herrera, Premio Nacional de Periodismo 2007. Hernández es, asimismo, el autor del 98% de las portadas de Editorial Colibrí, que dirijo desde su fundación en 1999.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Alí Chumacero: el arte de juntar palabras

CUANDO UN GRAN POETA cuida cada una de las palabras que encomienda al papel, hay que leerlas con mucho cuidado, degustarlas. Pertenecen a una cosecha rara e irrepetible. Alí Chumacero, a pesar de ser gran conversador, eligió escribir poco. Son tres libros de poesía los que le han dado renombre, y al terminar el tercero en 1956, Palabras en reposo, decidió que con él concluiría esa búsqueda.

Hace cuatro años —parece ayer, lo que denota mi edad—, el 12 de agosto de 2003, Alí Chumacero recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes como reconocimiento no sólo a esos tres libros de poesía —los primeros dos se titulan Páramo de sueños (1944) e Imágenes desterradas (1948), respectivamente—, sino por toda su vida dedicada a la literatura como editor, como “corrector de pruebas”, como él dice con su modestia habitual. Acudieron centenares de personas a la celebración en la Sala Ponce y, posteriormente, en la terraza que da sobre el Eje Central. Muchos eran escritores que mostraban su gratitud hacia un hombre que siempre apostó por la palabra bien pensada, bien dicha y bien escrita. Alí es, como todo gran maestro, el buen árbol al cual todos queremos arrimarnos para que su sombra nos cobije sin que esto signifique opacamiento. Ésta es la diferencia entre el maestro y el cacique. Alí, como Rubén Bonifaz Nuño, es maestro.

Hubo en ese momento amplia cobertura en la prensa, pero los periódicos no reprodujeron el breve discurso que Chumacero pronunció, el cual es una joya que debiera leer todo aquel que aspire a ser escritor. Incluyo ese texto, en su totalidad, al final de esta breve reflexión.

En el cuarto párrafo, escuchamos las siguientes palabras: “Escribir poesía no es arar en el mar. Porque la poesía conforta, libera y enriquece, en un recinto superior, nuestras posibilidades de existencia. Y también porque revela, descubre, colma de gracia el vacío, es símbolo y al mismo tiempo crea una relación que establece vínculos singulares entre el hombre y el espacio que lo rodea […]. Cuando el poeta, a solas, toma la pluma y dibuja en palabras su emoción, opone un dique al transcurrir del tiempo y lo torna en un río que regresa constantemente a su principio. Como la estatua asentada en la quietud, la poesía desvanece la amenaza de lo efímero, el riesgo de la desaparición […]”.

Agradezco, maestro, esta declaración de fe en el arte de juntar palabras, en aquello que a veces llamamos poesía.

Palabras del maestro Alí Chumacero tras ser galardonado con la Medalla de Oro de Bellas Artes

Ciudad de México, 12 de agosto de 2003

Antes que nada, manifiesto mi gratitud por este reconocimiento que hoy se otorga, a través de mi humilde persona, a un oficio al que he dedicado los mejores momentos de mi vida. Se reconoce así una actitud nunca desvirtuada y una vocación cuyo entusiasmo intenta darse la mano con el acierto, en que la pasión por lo imprevisto procura transformarse en formas bellas y donde el amor por la lengua castellana aspira a expresarse en páginas que pretenden perdurar.

Aun aquellos que hemos dedicado nuestro ánimo a celebrar debidamente la claridad de la vida y, a la vez, intentamos adiestrarnos en el misterio de la poesía permanecemos asombrados, equidistantes de la razón y la imaginación, pero seguros de haber elegido el quehacer que mejor se aviene con nuestra idea de concordia entre vida y poesía.

Desde la juventud, la magia de las sílabas contadas se insinúa, nos sigue, nos acosa. Es la indefinible acompañante que empieza a nuestro lado, cada vez más cerca, poco a poco más íntima, hasta sumarse finalmente a lo que somos, o lo que ambicionamos llegar a ser. En esa estricta amistad, el poeta es sólo un hombre que aprovecha la multitud de experiencias compartidas con sus contemporáneos y las apresa en sonidos que habrán de convertirse —en la conciencia de los demás— en una revelación grata al universo emocional del sentimiento. Hemos de considerar entonces que la poesía es una proyección del espíritu y una confrontación con la realidad. Resulta claro advertir que por encima de la palabra, o al menos dentro de su ámbito, se asienta nuestra condición humana.

Escribir poesía no es arar en el mar. Porque la poesía conforta, libera y enriquece, en un recinto superior, nuestras posibilidades de existencia. Y también porque revela, descubre, colma de gracia el vacío, es símbolo y al mismo tiempo crea una relación que establece vínculos singulares entre el hombre y el espacio que lo rodea. Traducir lo que presienten los sentidos, mirar hacia adentro, más allá de las superficies, conocer el trasfondo de los objetos, son cualidades de quien escribe poesía. Cuando el poeta, a solas, toma la pluma y dibuja en palabras su emoción, opone un dique al transcurrir del tiempo y lo torna en un río que regresa constantemente a su principio. Como la estatua asentada en la quietud, la poesía desvanece la amenaza de lo efímero, el riesgo de la desaparición, pues lo cotidiano —lo contiguo, lo que se halla cerca de nosotros, a la mano— fluye a su través transformado en una realidad existente. El poema refleja esos instantes, alegres o melancólicos, que conforman aspectos de nosotros mismos, que son piedras de nuestro edificio, que intensifican el caos de nuestros sentimientos y esclarecen nuestras miserias y nuestras cualidades.

Es todo lo que deseo expresar. Termino esta acción de gracias confesando que me siento halagado con tanta demostración de afecto proveniente de amigos míos que conocen el valor de la palabra, y manifiesto mi gratitud a todos ustedes, asistentes a este acto, que heroicamente se animaron a compartir conmigo estos, para mí, inolvidables momentos.

La generosidad de los primeros y la paciencia de los segundos me colman de alegría y me convencen de que no todo ha sido inútil, ya que en algunos espíritus afines los desvelos del escritor han encontrado el eco que buscaban.

Alí Chumacero