lunes, 16 de febrero de 2009

Mi reloj ya no tiene cuerda

Cuerdas, martinetes y apagadores del Steinway Modelo E de 1901

NO TODAS las revoluciones son violentas. A veces ni siquiera parecen revoluciones. Pero creo que vivimos dentro de una revolución sui generis donde la lógica de antaño —aquella con la cual muchos crecimos— fue vencida y desterrada por otra que al principio parecía bien marciana. Me refiero a la llegada de la ola digital.

Tengo la edad suficiente para recordar cuando no existían relojes digitales ni sumadoras que no fuesen mecánicas. Entendíamos la realidad mediante figuras que representaban objetos, no números. Es decir, usábamos representaciones analógicas para referirnos a ella. En otras palabras, si la Tierra daba una vuelta al Sol cada 24 horas, la manecilla corta de nuestros relojes también daba una vuelta —o dos de 12 horas— a la carátula para significar que se había cumplido un día. La manecilla larga, de igual manera, recorría este espacio —que representaba lo temporal— para indicar el paso de los minutos de cada hora, y el segundero hacía lo propio.

Cuando nos pesábamos en una báscula doméstica, giraba un disco que venía marcado con números ascendentes que representaban nuestros kilogramos. Se detenía cuando nuestro peso dejaba de hacer presión sobre el mecanismo interno —hallando el equilibrio justo—, y una aguja pintada nos señalaba nuestro peso. Y las balanzas tradicionales eran aun más analógicas: de un lado se ponían pesas, y del otro, el objeto a ser pesado. Se sabía el peso al sumar el valor de las pesas que lograban levantar lo pesado al mismo nivel, en equilibrio. Y las básculas mecánicas con pesas deslizantes funcionan de manera parecida.

Todo esto en la era de lo analógico, o lo análogo, según decimos hoy. Ahora todo, o casi todo, es digital. Hay muchas personas que ni lo cuestionan. Relojes que dicen la hora con números y no manecillas (muchos relojes de antaño ni a números llegaban). El cine tradicional usa película, que es celuloide donde pueden verse imágenes. Pero se dice que está en vías de extinción porque ahora puede hacerse cine digital que no usa rollo ni se revela ni nada, pues emplea las mismas series de 0 y 1 que uso ahora mismo para escribir en mi computadora. Tanto sonidos como imágenes —cualquier información— pueden ser reproducidos binariamente, es decir en lenguaje digital, el de las computadoras.

No soy nostálgico. A cada cosa lo suyo. Mil veces un CD que un disco de vinilo porque no se dañan tan fácilmente y su sonido es prácticamente puro, sin scratch. Pero a mí no me quiten mi Steinway, armado en 1901, un buen piano hecho de madera, acero y marfil que pesa dos toneladas… Eso no tiene precio ni competidor digital. Pero, por otro lado, tengo un piano digital de 20 kilos de plástico, a partir del cual puedo crear orquestaciones mediante programas de software que dan los sonidos de los instrumentos tradicionales. No sólo eso: con este software puede uno inventar los sonidos que quiera, o convertir en instrumentos cualesquier sonidos al darles tonos específicos. Si, por ejemplo, me gusta el sonido de mi perro Propercio cuando toma agua, podría grabarlo, procesarlo digitalmente, asignarle un nombre y usarlo como instrumento en una partitura. Mi piano digital en sí no es la gran cosa, aunque sí se deja tocar muy bien. La ventaja de su digitalidad no radica en el sonido que sale de sus bocinitas sino en las posibilidades prácticamente infinitas que ofrece en combinación con una computadora y unos buenos programas de procesamiento musical.

El poeta Eduardo Langagne me contó una anécdota hace un par de años en Veracruz. Me impresionó. Por alguna razón, iba con su hijo en un coche que no era el suyo sino prestado. Ya llevaban unos minutos cuando el niño exclamó con admiración: “¡Mira, papá! ¡Con esta manija se sube y se baja el vidrio de la ventana!”. Nunca había visto un coche sin elevadores eléctricos. El antiguo mecanismo le parecía fascinante y totalmente novedoso. Así me parece mi Steinway, pero no dejan de seducirme las infinitas posibilidades de lo digital.