martes, 30 de octubre de 2007

Cortinas de humo

Las encuestas pueden ser engañosas. A veces muy engañosas. La que publicó María de las Heras en Milenio el 15 de octubre es un buen ejemplo. No carece de valor pero incurre en errores básicos que se reflejan en las respuestas. Se trata de las opiniones de los habitantes del Distrito Federal respecto de la Ley de Protección a No Fumadores, promulgada por la Asamblea Legislativa de la capital mexicana.

De las cinco preguntas que se plantearon, sólo la segunda y la última se hicieron de manera neutra. La primera fue: “A usted en lo personal, ¿qué tanto le molesta que la gente fume en lugares públicos como los bares, restaurantes, loncherías, discotecas, etcétera: le molesta mucho, no lo soporta; le molesta pero no tanto o de plano le da igual?”). Aquí contestó el 67 por ciento que sí le molestaba —sea mucho o no tanto—, y el 33 por ciento respondió que de plano le da igual. Esto parece estar más o menos de acuerdo con el hecho de que el 78 por ciento de los encuestados no son fumadores.

La segunda rezaba: “En la Ley […] se les pide a los dueños de los lugares que separen con una pared el área de fumar y el área de no fumar. Según su experiencia, ¿qué tan viable es poner un muro que separe el área de los fumadores […]? El 52 por ciento respondió que sí se puede, sea fácilmente o con cierta dificultad, mientras que el 48 por ciento pensó que de plano no se puede poner en todos lados un muro que separe. Lo que me extrañó en esta pregunta —o tal vez debía ser una pregunta aparte— fue la ausencia de otra posibilidad sobre la cual no se hizo indagación alguna: que se prohíba fumar totalmente en aquellos lugares donde no puede erigirse un muro efectivo. Y más, aunque me vaya como en feria con los lectores que me creerán intolerante: que se prohíba fumar totalmente en lugares públicos. Esto haría innecesario la construcción de muros, no importa el tamaño del establecimiento.

Este punto, aunque sé que resulta sumamente impopular con los fumadores, es muy importante porque no sólo se trata de la clientela. En México, por desgracia, únicamente se habla de los clientes y si es práctico erigir muros. Pero también se trata de los trabajadores que no tienen opción: están obligados a tragar humo, les guste o no. Como no abundan los empleos, se hallan en un estado de total indefensión. O se exponen constantemente a grandes concentraciones de carcinógenos o pueden ir a pedir chamba a otra parte. Más sobre esto después…

Las otras preguntas fueron planteadas capciosamente. En la primera, por ejemplo, se pregunta si los dueños de bares, restaurantes y loncherías pondrían efectivamente el muro de separación entre fumadores o no fumadores. Hasta ahí la pregunta iba bien. Pero después preguntan si no sería motivo para que los inspectores cobraran mordidas. Si ésta fue la pregunta central, debió haberse planteado de esta manera: “¿Considera usted que esta ley sirve primordialmente para que los inspectores puedan cobrar mordidas, o cree que de veras fue concebida para proteger a los no fumadores?”. No entiendo por qué se entreveraron las dos preguntas que no se hallaban en el mismo nivel. Por supuesto, por la manera en que se planteó, el 70 por ciento opinó que muchos no pondrían el muro de separación y que es otro pretexto para que los inspectores cobren mordidas. La pregunta llevó a los encuestados de la mano a fin de que respondieran así.

La tercera y cuarta preguntas, de plano, son cínicas o por lo menos bañadas en mala leche. La tercera: “Cuando usted o sus hijos salen a divertirse, ¿qué le preocupa más en cuestión salud [sic]: inhalar el humo que suelta el cigarro o los problemas que pueden causar en los lugares o en las calles las personas que beben?”. Aquí doña María mezcló la gimnasia con la magnesia. El alcoholismo y el tabaquismo son adicciones graves y, además, emparentadas. Preguntar cuál preocupa más es como preguntar si uno prefiere morir calcinado, congelado o por una caída del vigésimo piso de un edificio. De todas maneras el resultado es el mismo. Poner estas adicciones en competencia de manera que pese más el problema del alcoholismo (40 por ciento), parece restar importancia a la adicción al tabaco, la cual es un problema de salud que puede considerarse pandémico si se toma en cuenta los altísimos índices de consumo de cigarros, sobre todo entre la gente más joven (los que, al parecer, no respondieron a esta encuesta).

Lo que me sorprende de la cuarta pregunta radica en que, a pesar de que es capciosa, el 73 por ciento respondió que sí era prioritario que la Asamblea del Distrito Federal abordara esta ley antes que discutir otros temas. (El 41 por ciento consideró que era “muy prioritario”, y el 32 por ciento, que era importante pero no tanto). Aun con la manera tan capciosa de haber sido planteada la pregunta, sólo el 27 por ciento optó por responder que no era nada importante

Ya sé que se me van a echar encima tras publicar esta reflexión, pero me arriesgo. En México pensamos que eso de las “áreas de no fumar” es una vacilada, que estamos copiando a Estados Unidos y otros países, que es otra manera de joder a la gente, de restarle libertad, de controlarla, tratarla como si fuera menor de edad. Pero estamos mortalmente equivocados. Soy consciente del inmenso placer que muchísimos fumadores derivan del tabaco. También sé que son adictos. Las tabacaleras inyectan su producto con un sinnúmero de sustancias químicas que logran el efecto que trae embelesados a los fumadores. Eso algo fríamente calculado, y nosotros, como sociedad, lo permitimos. Hasta hace poco ni sabíamos que las compañías lo hacían así. Hasta la fecha la mayoría de las personas lo ignoran, sean en el sentido de que lo desconocen o de que no le hacen caso.

La adicción al tabaco es sumamente nociva porque, entre otras razones, es mucho más difícil de vencer que la adicción a la cocaína o la heroína. La diferencia está en la velocidad en que mina al organismo: tarda años, muchos. Cuando el adicto se ve obligado a reconocer los estragos, muchas veces es demasiado tarde.

El tabaco no emborracha ni es alucinógeno. Pero se vuelve indispensable para que el fumador pueda realizar hasta las funciones más básicas: pensar con claridad, digerir los alimentos y expulsarlos ya digeridos, calmarse, ponerse en movimiento, convivir… Si en esta lista hay elementos contradictorios, es parte de la nocividad del cigarro: sirve para despertarnos y también para tranquilizarnos cuando estamos angustiados o nerviosos. Nos levanta cuando nos sentimos deprimidos, y cuando nos sentimos muy bien, sirve para prolongar ese estado de ánimo tan placentero, como sucede después de hacer el amor. Es la droga perfecta. Lo malo está en que, al hacernos adictos al tabaco, perdemos la capacidad de regularnos sin tabaco: de calmarnos, de ponernos en alerta, de gozar de la tranquilidad e incluso la euforia. Y el precio de usar el tabaco para —simplemente— vivir es una serie de enfermedades no sólo dolorosas sino en extremo debilitantes, espantosas y, además, caras. No sólo para quien las padece sino para nuestro sistema de salud pública (IMSS, ISSSTE y otros institutos). El costo no es sólo individual sino colectivo, y esto afecta a todos: fumadores y no fumadores.

Existe muchísima presión para que el no fumador se reprima su disgusto por el cigarro, o para que no externe su deseo muy sencillo de no exponerse a un veneno. Y es veneno; que no nos engañemos. En muchos restaurantes, aun los grandes, se aparta áreas ridículamente pequeñas para los no fumadores, e incluso así les llega el humo. ¿Cuál es el resultado de esta distribución? Los no fumadores tienen que esperar mesa mucho más tiempo que los fumadores, los cuales pasan y pasan. A veces esperan el doble, o más. Pero he constatado que, entre los adultos mayores de 35 años, son los no fumadores quienes más frecuentan estos restaurantes.

¿Por qué la resistencia, entonces? Sospecho que se debe a que los estados anímicos que produce el tabaco también conducen al consumo de alcohol, y lo más caro en los restaurantes no es la comida sino la bebida. Todo esto es una mezcla en extremo venenoso, inspirado en la codicia de todo un sistema que explota a personas vulnerables: jóvenes que desean parecer maduros, maduros que desean parecer jóvenes, gente de pocos ingresos que, al fumar, se imaginan poderosos.

No sé si estamos listos para que se prohíba totalmente el consumo de tabaco en lugares públicos. A muchos —incluyendo a algunos de mis amigos— les parece una medida fascista. Es así porque no toman en serio los efectos del tabaco; se ríen y los menosprecian (hasta que les da cáncer, insuficiencia cardiaca o cualquier otra de las enfermedades cardiorrespiratorias que el tabaco produce o empeora, sin mencionar el deterioro prematuro del cutis, el retraimiento de las encías, la caída de piezas dentales…). Y la adicción es tan severa que, aun conectados a un respirador, continúan fumando. Así conocí a Elena Garro en su casa de Cuernavaca. No podía dejar de fumar. Todavía, colectivamente, vemos el cigarro como algo romántico, de suma elegancia. Pero esta elegancia desaparece al ver cómo un ser querido lucha por respirar, que algo de oxígeno entre en sus pulmones, mientras chupa —entre toque y toque de oxígeno— el veneno sin el cual no puede vivir, pero que lo está llevando directamente a la tumba. ¿Es una forma de suicidio? ¡Claro! ¿Tiene uno el derecho de quitarse la vida? Tiendo a pensar que sí. Pero no tiene el derecho de poner en riesgo la vida de otros.

Esto nos devuelve al planteamiento anterior: uno puede elegir entre comer un restaurante donde respirará el humo, o no. Pero los empleados no tienen esta opción. Es la razón de mayor peso para prohibir totalmente el acto de fumar en público. La segunda opción sería erigir esos muros y que los patrones contraten únicamente a meseros fumadores para trabajar en esas áreas.

El tema de la corrupción me tiene sin cuidado porque cualquier ciudadano se da cuenta de inmediato si un restaurante o bar cumple con los requisitos: si no, puede hacer la denuncia con su teléfono celular. Si el establecimiento insiste en no cumplir, sería difícil ocultar la corrupción que lo protege y que agrede a los no fumadores.

Lo que está sucediendo en México ya tuvo lugar en otras partes. En Nueva York, por ejemplo, los opositores a la ley (allí era de prohibición total) pusieron el grito en el cielo, que tendrían que cerrar sus negocios, que era fascismo, etcétera. Pero no sucedió así. Al contrario. Tal vez se perdieron algunos clientes, pero se ganaron otros, muchos más. Los muy adictos pueden fumar afuera y, luego, volver a entrar.

Soy mal ejemplo, pero una de las razones por las cuales no voy a ningún bar o cantina no tiene que ver con una supuesta aversión al alcohol o a la bonhomía. Me encantaría entrar a tomarme un tequilita o una copa de vino. No lo hago porque me asfixio con el humo de tanto cigarro.

En conclusión, a diferencia de lo que sugiere María de las Heras mediante sus preguntas capciosas, éste no es un tema frívolo. Ella es fumadora y lo aclara, afortunadamente, en su artículo. No le deseo ningún mal por fumar, como no se lo deseo a ninguno de mis amigos fumadores ni a nadie. Ya sé que el cáncer es como la ruleta rusa: a algunas personas jamás les va a dar aunque fumen cuatro cajetillas diarias. Pero las estadísticas que se han llevado cuidadosamente en muchos países a lo largo de medio siglo indican con toda claridad que las probabilidades de contraer toda una gama de enfermedades, por causa del cigarro, suben sensiblemente si uno fuma, o si es obligado a inhalar humo de segunda mano.

No soy fascista. Sólo quiero que se hable claro de un tema de salud pública que no debe menospreciarse.

domingo, 28 de octubre de 2007

Leer menos es cosa del mercado, y la lectura sí nos hace mejores


Es triste lugar común que en México no se lee. No es noticia ni pienso desperdiciar este espacio comentándolo. Lo que para muchos sí es noticia es el hecho de que el problema también preocupa en Estados Unidos. En junio de 2004 apareció el reporte Reading At Risk, que recoge los resultados de una exhaustiva investigación llevada a cabo por la National Endowment for the Arts, el FONCA del país vecino. No hay indicios de que la situación haya mejorado desde entonces. (Si usted desea bajarlo del internet y consultarlo, pique la siguiente dirección: http://www.nea.gov/pub/ReadingAtRisk.pdf). Y no es para echar las campanas al vuelo. Todavía más: los educadores —y todas las personas que observan de qué manera los ciudadanos se integran a la sociedad— están asustados, pues en los últimos 20 años, en términos generales, ha bajado el índice de lectura más de 10 por ciento en Estados Unidos. Y la lectura literaria ha bajado aun más, casi el 15 por ciento.

Uno podría preguntarse “¿A mí qué me importa lo que sucede en Estados Unidos?”. Buena pregunta. Respuesta: “Mucho”. Las tendencias de lectura en ese país reflejan, más que nada, el sistema de comercialización que existe allí, que es el mismo que tenemos nosotros: cadenas de librerías que buscan ofrecer más ejemplares de menos títulos, best sellers y novedades con una brevísima vida de estante. En Estados Unidos cada adulto lee, en promedio, seis libros al año. Esto incluye toda clase de libros. Los literarios son muchos menos. Podríamos decir que Estados Unidos está en jauja en comparación con México, donde en promedio se lee menos de un libro anualmente. ¿Entonces por qué se preocupan? Y otra vez, ¿a nosotros qué nos importa?

Ellos están preocupados porque —según se refleja claramente en el reporte— los hábitos de lectura no sólo afectan quienes escriben, publican y venden libros, sino a toda la sociedad. El 43 por ciento de los lectores también hace trabajo voluntario, a diferencia de los no lectores: de entre ellos sólo el 17 por ciento lo hace. De entre los lectores, el 44 por ciento visita museos, el 49 por ciento asiste al teatro y conciertos, y el 45 por ciento a justas deportivas, en comparación con el 12, el 17 y el 27 por ciento respectivamente para los no lectores.

Resulta difícil negar que la lectura, lejos de crear personas antisociales, abre mentes y apetitos. Crea personas políticas, preocupadas por su sociedad y desean comprender y mejorarla. Si las tendencias mexicanas son aun peores, ¿qué nos espera?

jueves, 25 de octubre de 2007

Roberto Madrazo: reflexión serena sobre un linchamiento deportivo

Dos de mis tres medallas por haber corrido, completo, el Maratón de la Ciudad de México

No soy priísta, ni mucho menos madracista, pero sí soy corredor y maratonista, y cuando leí el cúmulo de artículos y comentarios sobre la participación de Roberto Madrazo en el maratón de Berlín, celebrado el sábado 29 de septiembre de este año, me indigné y —peor— me puse triste, porque no se trata de una justa política ni de un debate ideológico sino de algo mucho más personal, íntimo: el reto que un deportista establece para sí mismo.

Un maratón es una prueba en extremo difícil para cualquier corredor, incluso para los profesionales. Yo sólo he corrido en cinco y he completado cuatro. Uno de ellos fue el maratón a campo traviesa de la Ciudad de México a Cuernavaca —el maratón “Rover”—, con un recorrido aún más largo que el tradicional de 42.195 kilómetros. Mis tiempos no han sido nada espectaculares pero tampoco vergonzosos, y los de Roberto Madrazo —un año mayor que yo— son mejores que los míos, entre 10 y 25 minutos (nada despreciables), ¡y él ha participado en 36! Este solo dato infunde respeto.

Aunque siempre consideré a Madrazo como un adversario en términos políticos, alguien que representa lo que menos me gusta de la vida pública en México, como corredor lo sentía como compañero, igual que Ernesto Zedillo y hasta Carlos Salinas, que también son —o eran— corredores. El deporte, pues, nos hermana a todos porque enfrentamos, de manera igual, los mismos desafíos sobre el mismo terreno y con el mismo equipo: el que Dios tuvo a bien entregarnos, y el que nosotros debemos cuidar.

Por eso me puse triste al leer los comentarios sobre la trampa que hizo el político tabasqueño para, supuestamente, ser el primero en su categoría de master. “¡Qué falta hacía! —me dije, incrédulo—. ¿A quién quería engañar?”. Y, por supuesto, después uno ataba cabos y extrapolaba su trampa deportiva a la vida política —o viceversa— y todo tenía sentido.

Después leí la insersción que pagó Roberto Madrazo en el periódico Milenio (y quizás en otros), para explicar su comportamiento. Pienso, ahora, que tal vez habría que darle el beneficio de la duda. Explicaré por qué.

Yo no estaba allí ni hablé con Madrazo antes de la competencia, pero éste afirma que nunca pretendió correr los 42.195 kilómetros porque llegó “lastimado”. Uno, con la cabeza fría, puede preguntarse por qué correría si estaba lastimado, pero a veces pasa: uno se encuentra tan mentalizado para la competencia, que no correr representaría un fracaso, mientras que correr más despacio, o menos distancia, sería una manera de participar en un plano más modesto, como si fuera un entrenamiento relajado, sin perderse el ambiente de camaradería festiva. Lo entiendo y acepto porque también lo he hecho: a veces correr leve es mejor que no correr cuando se anda un poco traqueteado. Según él, la recomendación médica anterior había sido “descanso”, pero no pudo reprimirse, fue a Berlín, corrió… y llegó hasta el kilómetro 21, donde no pudo más. Clásico…

El tabasqueño también afirma que tras aventar la toalla (resultado que había anticipado), se encaminó “directo a la Meta [sic] por mi ropa y mi medalla de participación, misma que se entrega a todos los corredores sin excepción”. Esto puede ser cierto, o no…, según aclararé más adelante. En el único maratón que no terminé, el cual corrí al lado de Vicente Quirarte —el primero para ambos— nos dimos por vencidos en el kilómetro 33: yo me estrellé contra el muro. Creo que Vicente podría haber llegado más lejos, o incluso podría haber terminado con un buen tiempo, pero se solidarizó conmigo, ambos cubrimos los pocos metros que nos separaban del McDonalds que está sobre el Periférico en Polanco (se trata del Maratón Obrero, patrocinado por el CTM, no el de la Ciudad de México) y ahí nos tomamos unas coca-colas bien frías que nos supieron a gloria, para abusar de un lugar común que bien merecíamos en ese momento.

En esa ocasión jamás se me ocurrió llegar por “mi medalla”, precisamente porque no habría sido mía. Cuando uno recoge la medalla, no es porque ganó sino porque terminó. Y yo no la terminé. Y hasta donde yo sé, si uno no termina el maratón de la Ciudad de México, tampoco recoge medalla, pero puedo estar equivocado. Aquí reproduciré lo que la página oficial del Maratón de Berlín (http://www.real-berlin-marathon.com/events/berlin_marathon/2007/informationen.en.php) expone acerca del otorgamiento de medallas: “Awards / All participants will receive a medal at the finish line (until the finish is closed)”. Traduccion: “Premios / Todos los participantes recibirán una medalla en la meta (hasta que la meta se haya cerrado)”.

El lenguaje es ambiguo. ¿Todos los participantes recibirían una medalla en la meta, aunque no llegaron a ella corriendo (o caminando en todo caso) tras haber seguido respetuosamente toda la ruta de 42.195 kilómetros? ¿Basta con solo estar inscrito y haber corrido unos cuantos metros, o 21 kilómetros (el caso de Madrazo), para posteriormente llegar a la meta antes que ésta se haya cerrado?

Si esto último es cierto, que se otorgan medallas por “participar”, sean cuales fueran los kilómetros cubiertos, Roberto Madrazo está en su derecho de sentirse linchado por la prensa. ¿Qué pienso? Habría que darle el beneficio de la duda mientras no tengamos claro este último dato. Un corredor tan dedicado como él difícilmente cometería una trapaza de ese tamaño y con ese grado de futilidad: no había nada que ganar y —como la reacción lo ha demostrado— todo que perder.

martes, 23 de octubre de 2007

Maestros, mentiras y el difícil arte de pensar

Mis tres grandes maestros:
Huberto Batis, Rubén Bonifaz Nuño, Luis Mario Schneider (qepd)

Quisiera hacer una pregunta sencilla: ¿Qué es un maestro? Muchos estamos acostumbrados a pensar que se trata de una persona que nos da información. Éste sería el maestro mesero, el que nos presenta, en charola de plata, los datos que “nos van a hacer falta”: el día y año en que nació Benito Juárez, el peso específico del hidrógeno, el valor de pi, cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler… Los maestros meseros tienen siglos de provocarnos indigestión.

También está el maestro padre, el que nos corrige e impone tareas para volvernos serios y responsables. Éste nos obliga a copiar páginas y páginas de información prácticamente inútil, a leer largas listas de libros cuyo valor desconocemos porque él no ha sabido transmitirlo. En pocas palabras, el maestro padre emplea su poder para apabullar y disciplinar a sus alumnos. Gracias a este maestro, un alto porcentaje de los alumnos que salen de las secundarias y las preparatorias poseen nula creatividad, casi ninguna capacidad de análisis y crítica. Además, sienten una verdadera aversión por la lectura.

Hay otros maestros que son mesías. Se crean una personalidad mística y eligen discípulos que los siguen ciegamente. Aunque un maestro así es capaz de inspirar a sus alumnos, no siempre está claro para qué los inspira si no es para rendir culto a su personalidad. Éste puede hacer tanto daño como las dos especies anteriores porque la desilusión es grande cuando los alumnos descubren el vacío detrás de la teatralidad mesiánica.

El don mayor de cualquier maestro es la capacidad de hacer que sus alumnos cuestionen la realidad. Es el que los pone a ver dónde y cómo viven. Luego les pregunta por qué, y por qué no es así siempre ni en todas partes. Para poder contestar estas preguntas —nada cómodas— sólo partir de la experiencia propia, haría falta una o varias vidas. Y aun así, el maestro no se detiene con las preguntas sino que enseña cómo y dónde buscar respuestas. Para entonces, sin embargo, sus alumnos —con energía propia— ya quieren buscarlas. Él sólo necesita servirles de guía.

En las bibliotecas hay respuestas de toda clase. Son las que hemos acumulado como cultura y especie, como raza humana. El verdadero maestro nos enseña a valorar estas respuestas, analizarlas, sopesarlas, criticarlas y, en su caso, aplicarlas a situaciones de la vida real. ¿Qué sabemos, qué pensamos que sabemos? Este maestro no requiere grandes tecnologías para enseñar, pero pueden ser sumamente útiles. Necesita sólo que nos demos calma, tiempo, espacio para la reflexión y… muchos libros, sean en papel o electrónicos: información fidedigna que nos ayude a interpretar nuestro mundo.

Damos por sentado que somos pensadores, que somos analíticos, cuando en realidad nos gusta poco desconstruir nuestra realidad para comprenderla. Y nos disgusta porque no es fácil. En otras palabras, pensar cuesta. En primer lugar, para pensar con claridad hace falta contar con información, y como señalé en el párrafo anterior, un buen maestro es capaz de enseñarnos a encontrar y aquilatarla; nos enseña a ser escépticos y a cuestionar.

Nos gusta ser liberales y ver un problema desde todos sus ángulos, pero cuando llega el momento de tomar una decisión, asumir una postura, con frecuencia nos sentimos abrumados. Esto lo vi recientemente en una tarea muy sencilla que escribieron algunos alumnos míos acerca del retiro de los vendedores ambulantes en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Algunos pudieron construir un discurso convincente, pero otros se tropezaron con sus propias ideas.

Al señalar las incoherencias, algunos alegaron que “cada quien tiene su manera de pensar”. A riesgo de parecer intolerante, reviré diciendo que “eso no es pensamiento sino un revoltijo de pensamientos”. Para pronto: tener ocurrencias no es lo mismo que plantear ideas. Éstas se sustentan en una lógica; las ocurrencias, en cambio, nos salen por la boca sin digestión alguna; son, en el mejor de los casos, una lluvia de ideas capaz de ser ordenada, refinada, cuestionada y desarrollada; en el peor, no son más que un vómito verbal.

En otras palabras, estos alumnos pudieron ver que la situación de los ambulantes no podía pintarse en blanco y negro, que había muchos factores que debían ser tomados en cuenta: falta de empleos bien remunerados; la naturaleza de “áreas públicas”, quién puede usarlas y cómo; cuestiones de propiedad intelectual en relación con productos pirata, la comercialización de productos importados de manera ilegal, el clientelismo político tradicional, la manipulación ejercida por los líderes de los ambulantes, etcétera. Pero a la hora de armar un discurso coherente, terminaron diciendo, palabras más o palabras menos, que los ambulantes no debían estar en el Centro Histórico, aunque siempre sí… o no…

Como maestro, me vi en la necesidad de explicar que uno puede llegar a sus propias conclusiones, pero que éstas deben provenir de un razonamiento lógico, basado en información fidedigna. Al escribir un ensayo, actuamos como jueces porque hemos analizado las evidencias y las hemos puesto en contexto. No importa de qué clase de ensayo se trate, sea breve (como en este caso: 150 palabras) o extenso.

En el caso de los ambulantes, nuestra postura dependerá de qué aspectos del problema pesan más: la libertad individual como valor absoluto, por un lado, o el bien común, por otro. La ley, como está escrita, también pesa, pero en última instancia ésta puede ser modificada por la Asamblea Legislativa. La esencia del problema, entonces, vista esquemáticamente, se reduce a determinar cuál de los dos conceptos mencionados resulta más importante: el bien colectivo o la necesidad individual. La argumentación debe partir de allí para demostrar paso por paso su solidez, o —en su defecto —partir de estos pasos para llegar a la conclusión, pero en todo caso es preciso que la argumentación sea coherente.

Muchas polémicas entre izquierda y derecha se desarrollan en este sentido, pero se vuelven bizantinas porque el bosque conceptual se pierde de vista cuando los polemistas sólo ven los árboles, o cuando ellos quieren que nosotros sólo veamos los árboles. Éste sería un caso clásico de manipulación: “Si votas por Fulano, subirán las tarifas de energía eléctrica”. “Si votas por Mengano, huirá la inversión extranjera”. “Zutano es un peligro para México”.

Para desenmascarar los sofismas, falsos silogismos, argumentaciones tendenciosas o que parten de supuestos falsos, no ayudan los maestros meseros que sólo nos atiborran de datos fuera de contexto. Tampoco ayudan los maestros padres que pontifican desde un canon anquilosado, divorciado de la realidad actual. Y los maestros mesías son peligrosos, porque sólo les importa su propia imagen: su misión es el autoendiosamiento.

Si todos los nuestros fueran maestros de veras, México el mundo entero avanzaría a pasos agigantados. Pasma el sólo pensarlo: que todos los ciudadanos tuviéramos acceso a la información, que supiéramos aquilatarla y verla a la luz del contexto el cual también tiene sus razones de ser y que a partir de ese proceso tomáramos nuestras decisiones… No creo que fuera un mundo feliz, pero por lo menos sabríamos en qué mundo estamos parados, y no en este juego de espejos, cortinas de humo y demagogia que actualmente nos asfixia.


domingo, 21 de octubre de 2007

Félix Mendelssohn desafía a la palabra escrita

Felix Mendelssohn (1809-1847)


En una carta a Marc-André Souchay, fechada el 15 de octubre de 1842 en Berlín, el compositor Félix Mendelssohn toca una de las fibras más sensibles de la discusión estética en torno a la expresividad de la música frente a la de la literatura. El compositor reflexiona: “Se lamenta con frecuencia que la música sea demasiado ambigua, que lo escuchado no sea claro cuando todo el mundo comprende la lengua hablada. En mi opinión, sucede justo lo contrario, no sólo por la totalidad de un discurso sino por las palabras aisladas. Éstas sí me parecen ambiguas, vagas o sumamente susceptibles de ser malinterpretadas. Ahora bien, la música, más auténtica, colma el espíritu de miles de cosas superiores a las palabras. Las ideas expresadas por la música que amo no son demasiado vagas para ser traducidas a palabras. Al contrario: son muy precisas”. (Traduzco del artículo « Le Chant de L’Âme Romantique : Les ‘Romances sans paroles’ de Mendelssohn’ », por Jean-Pierre Bartoli, incluido en un disco Phillips, número 438 709-2).

Creo que si Beethoven, Brahms, Chopin, Debussy, Mahler o Mozart —ponga usted aquí el nombre de su compositor favorito— hubieran elegido la palabra escrita para expresarse, lo más seguro es que serían célebres desconocidos el día de hoy. Y, en el mismo sentido, si Cervantes, Flaubert, García Márquez, Proust, Shakespeare o Stendahl se hubieran dedicado a escribir música, lo más seguro es que cabrían en la misma categoría. Con esta reflexión declaro la discusión fútil: son lenguajes lejanamente emparentados, aunque ambos, cuando bien empleados, nos resultan en extremo expresivos a todos.

Y aun así la polémica resulta fascinante, pues queda la pregunta de cuáles son los mecanismos que emplea la música para ser tan conmovedora y potente, capaz de meterse hasta dentro del alma, como pueden hacerlo sólo algunos poemas, cuentos o tal vez pasajes de novelas. Y al mismo tiempo, tenemos que admitir que —en efecto— el contenido ideológico de la música es casi nula y puede ser manipulado al gusto del comentarista: véanse las eternas polémicas desatadas por la música de Shostakovich vis à vis el estalinismo.

Solución: aprender a escuchar la mejor música y leer poesía en voz alta. Y si no queda usted contento, puede aprender a pintar…, aunque sean paredes.

jueves, 18 de octubre de 2007

Ese agujero en el alma

Cuando uno se para en el centro de un pueblo indígena, como Mesa del Nayar, Nayarit, se da cuenta de qué tan lejos está del Distrito Federal… y de Occidente. Si se tratara de Japón, Tailandia o China, tal vez las diferencias culturales nos parecerían de mayor fondo, plenas de verdades misteriosas, vedadas para el ojo occidental tan acostumbrado a una existencia materialista. Pero como es México, y como se trata de cultura indígena, nuestra primera reacción es de crítica, rechazo o peor: desprecio. Las razones son complejas pero importantes. Hay que verlas de frente.

La población indígena mexicana, que en su mayor parte vive en la marginación, desciende de los pueblos conquistados por los españoles; esto para nadie es noticia. Algunos pensadores, como Octavio Paz en El laberinto de la soledad, consideran que todos los mexicanos cargamos aún con el rencor de haber sido conquistados. No estoy del todo convencido de que esto sea cierto, que todos sintamos rencor, o que siquiera pueda ser considerado como tal. Me parece una exageración. Sin embargo, me parece igualmente innegable que la población de habla castellana se identifica más con la cultura conquistadora, occidental, que con la nativa, cuya mera existencia suele molestarnos. “Ay, qué lata con estos indios he escuchado decenas de veces, con variantes. ¿Por qué simplemente no agarran la onda, no? ¿Por qué no se ponen a trabajar y dejan de hablar esos idiomas endemoniados que nadie entiende.”

La actitud contraria, la paternalista, es igualmente dañina. Para el paternalista los indios son eternos menores de edad, a quienes debemos cuidar (aunque, por supuesto, nunca lo hacemos). Son “nuestros hermanos indígenas”, y lo decimos casi como diríamos “Son nuestros hermanos un poquito retrasados mentales”. Y entonces les damos la espalda y permiso de que sigan en el atraso más absoluto, ahí perdidos en la sierra, sin infraestructura y sin posibilidades de educación integral, pero nosotros nos sentimos a gusto porque “así les gusta vivir”, porque respetamos sus “usos y costumbres”.

Sabemos en el fondo, desde luego, que ellos tienen la clave de muchos aspectos de nuestro carácter nacional: lo bueno y lo malo. Eso es lo que nos inquieta colectivamente. Ellos tienen respuestas que nosotros no entendemos. Y por eso les tenemos tirria al mismo tiempo que nos parecen enigmáticos, incomprensibles. No es el rencor ontológico sugerido por Octavio Paz sino una especie de ojeriza, disgusto permanente porque los indios son símbolos vivientes de que la nuestra la mexicana es una familia disfuncional. Nos irrita sobremanera intuir que en la cultura indígena se encuentre por lo menos parte de la solución de nuestros problemas, cuando en general despreciamos esa cultura y la consideramos inferior por la pobreza y atraso en que vive.

No hay que negarlo. Esto es un problema. Nos cuesta mucho trabajo comprender, abrazar y asimilar lo indígena. El hecho de que los indios mexicanos poseen pocos bienes y de que son escasamente “productivos”, de que viven en condiciones insalubres y se comunican en idiomas que no entendemos, nos ahuyenta de su mundo. Así, nunca los comprendemos, y de paso nunca podremos comprendernos a nosotros mismos, colectivamente como cultura o sociedad mexicana. Para decirlo de otra manera, hay un agujero en nuestra alma.

No quisiera insinuar que es un camino que va sólo de aquí para allá. Muchas poblaciones indígenas han desarrollado elaborados mecanismos de defensa que dificultan aún más el acercamiento. La explotación asesinato, violación, pillaje de que han sido víctimas durante 500 años, ha contribuido enormemente a transformar su manera de ser para con el otro, que somos nosotros, los que vivimos en pueblos y ciudades de habla castellana.

Antes de la Conquista, el otro era un enemigo declarado o un aliado, igualmente declarado. Se establecían relaciones abiertas, francas aunque no siempre gratas entre los pueblos. Los mexicas de Tenochtitlan negociaban relaciones políticas que implicaban protección militar a cambio de tributos. Si a los pueblos afectados no les gustaba el arreglo, podían rebelarse y atenerse a las consecuencias. Era la realpolitik de Mesoamérica en ese momento. Los tlaxcaltecas, por ejemplo, pagaban muy cara su independencia. Con la llegada de los españoles, sin embargo, eso cambió. Los indios no eran iguales pares de los españoles ni eran un pueblo aparte con el cual pudieran negociarse relaciones políticas, económicas y militares, sino que pasaron directamente a ser, más que súbditos, subyugados del reino, inferiores en todos los sentidos. Los conquistadores arrancaron a los indios la dignidad de ser iguales, e incluso la dignidad de ser enemigos. Les arrancaron toda dignidad. Las consecuencias están a la vista, y lo han estado desde el inicio de la Colonia.

Así, no es fácil que nos acerquemos a los indígenas y que podamos convivir con ellos. Pero esto no nos exime de la responsabilidad de reparar los daños causados a lo largo de incontables generaciones, simplemente porque nosotros (que hablamos español y que hemos tenido todas las oportunidades que ellos jamás tuvieron) detentamos el poder en este país. El problema está en que no tenemos la sabiduría suficiente como para saber cómo ejercerlo adecuadamente. De los conquistadores hemos heredado, y aún lo padecemos, el complejo de superioridad, aunado a otro culpígena que se resuelven —aparentemente— con dar una limosna. A nadie le gusta sentir culpa; es más fácil despreciar su origen y ningunearlo.

El círculo vicioso de la pobreza indígena no tiene por qué ser eterno. Tampoco hace falta que se deje de ser indio para dejar de ser pobre. Puede seguirse hablando en náhuatl, otomí, maya, tarasco o huichol mientras se domina el castellano, y sí es importante dominar el idioma en que se manejan el dinero y el poder. Y en la escuela primaria de los pueblos y las ciudades donde se habla mayoritariamente el español, los niños pueden aprender los elementos básicos de la lengua indígena del lugar donde viven. Así empezarán a valorar la cultura de aquellos a quienes suelen despreciar por simple imitación de sus mayores.

La clave está en el acceso a la educación, desde la primaria hasta la preparatoria. Y, posteriormente, en que exista la infraestructura necesaria para que los pueblos indígenas puedan comercializar lo que producen, desde comestibles y maderas, hasta minerales, artesanías y otros productos fabricados por ellos. ¿Quién no quedaría impresionado si, al entrar en un pueblo indígena, todo se viera limpio, bullicioso, con tiendas llenas de productos tanto locales como importados, oficinas donde fueran los indios quienes manejaran la contabilidad, cobraran facturas, enviaran y recibieran mercancías…, mientras todo el mundo hablara en cora, náhuatl o zapoteco? ¿Quién iba a poder engañarlos, aprovecharse de ellos fácilmente? El día que los indios tengan ese poder —y podría ser pronto—, dejaremos de menospreciar, colectivamente, lo indígena y tal vez podremos llenar, por fin, ese agujero.

martes, 16 de octubre de 2007

El otro México

Quienes vivimos en grandes urbes tendemos a comparar nuestra existencia con la que llevan personas de otras ciudades. La capital de México es enorme. Tiene más gente que Nueva York, Chicago, San Francisco o Los Ángeles, en Estados Unidos. Más que Londres, París, Moscú o Roma, en Europa. Nuestro rival en este sentido es Tokio, en Asia. Asimismo, puede compararse la vida que se lleva en Puebla con la que se lleva en Morelia o Monterrey o Xalapa. Poca gente de estos lugares, sin embargo, se atreve a pensar siquiera cómo sería vivir en los pueblos perdidos en nuestra sierra. Son centenares de miles, y muchos de ellos no tienen arriba de 100 personas. ¿Cómo nos relacionamos con ellas? ¿Qué tenemos en común?

La verdad es que sabemos mucho más acerca de los neoyorquinos o los rioplatenses que de los indios coras o huicholes que desde la invasión tolteca hace 900 años se lanzaron sierra adentro, en lo que actualmente es el estado de Nayarit, para evadir el yugo invasor. De hecho, estos pueblos se hicieron tan duchos en el arte de emplear la geografía como defensa natural, que su último reducto —Mesa del Nayar— cayó 201 años después de Tenochtitlan, en 1722. Hace tres años cuando fui a Mesa del Nayar, tuve que hacer un viaje de siete horas desde Tepic. En el pueblo de El Venado terminaba la carretera pavimentada, y de ahí fueron cinco horas de ruda terracería, para decir lo menos. Tuve la fortuna de llegar allí, obligado, por cuestiones de trabajo. ¿Pero cuándo se le ocurriría a alguien del Distrito Federal visitar Mesa del Nayar, o Santa Teresa, o siquiera Jesús María, la cabecera municipal, por razones meramente turísticas, sólo para conocer? En términos de tiempos y cultura, están más a la mano Nueva York, Caracas o Bogotá, incluso París o Madrid, y el viaje sería infinitamente más cómodo.

Estando ahí en pueblos como Mesa, cuando uno se da cuenta de que son muchos millones de mexicanos los que viven al margen de la realidad occidental, cambia necesariamente su perspectiva. Miles de localidades no sólo carecen de energía eléctrica, red de agua potable y telefonía, sino también de escuelas. No es que sea imposible llevarles infraestructura básica, pero sí resulta carísimo debido a la difícil orografía del país. Un solo kilómetro de carretera pavimentada en el municipio de El Nayar, por ejemplo, cuesta un millón de pesos.

Éste es nuestro país. Pertenecemos a estos pueblos aunque no sean precisamente occidentales. De ellos tenemos mucho que aprender, como ellos de nosotros. Queda por verse si tenemos, todos, la sabiduría para hacerlo.

domingo, 14 de octubre de 2007

La reconquista del Centro Histórico

Avenida Juárez, arriba


Cinco de Febrero, entre Regina y Mesones



NO PARECE REAL. El Centro Histórico está irreconocible. ¿Qué ciudad es ésta? Sucedió lo que todos creíamos imposible: el viernes 12 de octubre de 2007, el primer cuadro amaneció tal vez como nunca: absolutamente limpio de vendedores ambulantes.

Al principio de mi caminata de reconocimiento, me invadió una sensación de rareza. Primero, la calle Cinco de Febrero estaba llenísima de gente. Antes, casi siempre debía yo caminar dentro del arrollo vehicular porque resultaba imposible maniobrar por la acera: los puestos de los ambulantes ocupaban dos terceras partes de un espacio por sí reducido. Aun sin los ambulantes, no cabía toda la gente en la banqueta, como se aprecia en la foto, sacada entre las calles de Regina y Mesones: la mitad de los transeúntes seguía caminando por la calle. Imposible caber en los dos metros asignados.

Allí la calle se ve sucia porque Regina y República de El Salvador están siendo completamente renovadas. Entre la tierra que se remueve y el agua bombeada constantemente para evitar encharcamiento e inundaciones de aguas negras, resulta imposible tener la superficie limpia.

Caminando un poco más hacia el Zócalo, sin embargo, todo cambió. Las nuevas calles adoquinadas, con aceras más anchas, prácticamente el doble, permitían que la gente caminara a su gusto. Estas fotos fueron sacadas entre las cuatro y media y cinco de la tarde. No hubo embotellamientos, fluía el tráfico plácidamente. Por primera vez podía apreciar algunas fachadas hermosísimas, y también por vez primera me di cuenta de lo mucho que todavía queda por mejorar. Las banquetas están dañadas en muchos tramos. Algunos edificios están semiabandonados y su descuido ha quedado al descubierto ahora que los puestos de ambulantes no los cubren.

De la nada aparecían escaparates en que nunca antes había reparado. una tienda de dulces típicos enseñaba todo para la próxima celebración de Muertos, por ejemplo. El Eje Central Lázaro Cárdenas, sin embargo, padecía de esquizofrenia. Su costado oriente lucía limpísimo. Por primera vez podía verse que había una sucursal del Fondo de Cultura Económica en la esquina de Venustiano Carranza. Antes había estado completamente cubierta por las lonas de los puestos de ambulantes. Pero el otro lado estaba completamente atiborrado de mercancías: fayuca china, piratería de toda clase, las chucherías de siempre. Fue prácticamente imposible caminar por el sendero de aproximadamente 50 centímetros que dejaban.

Avenida Juárez daba la sensación más rara porque antes del viernes pasado había sido una de las calles más difíciles de navegar; había que cuidarse mucho de pisar las mercancías que estaban tanto a la izquierda como a la derecha en y el centro de la banqueta. Era una especie de pista de obstáculos. Ahora, no obstante, uno puede casi volar por la acera sin sentir el asedio constante de los vendedores.

Lo que más me sorprendió fue descubrir que antes había más vendedores que peatones en el Centro. La prueba está en estas fotos que pertenecen a un viernes de quincena. más allá de que fue el Día de la Raza, no se trataba de un día de descanso: se trabajó normalmente. En otras palabras, el ambulantaje también contribuía a los espantosos embotellamientos que solían asfixiar al primer cuadro.

El sábado volví a recorrer estas calles y confirmé que no había sido un sueño: seguían limpias. Ahora hay que re-conocer el Centro de la Ciudad de México, porque está irreconocible. Es como si la hubieran vestido con ropa nueva y le hubieran dado una prestancia completamente diferente. Es más: es como si llegáramos a una ciudad nueva, cuya enorme riqueza arquitectónica y cultural estuviéramos a punto de explorar, sólo para darnos cuenta de que siempre había estado allí, cuasi secuestrada. Las calles, ahora, con sus grandes monumentos, han sido liberadas.

El problema económico que dio lugar al crecimiento prácticamente descontrolado del ambulantaje, no obstante, sigue sin resolverse. No hay suficientes trabajos en la economía formal, y los que hay suelen pagar menos de lo que ganaban estos vendedores en la calle. Me imagino que al ser reubicados en plazas especiales, se resolverán algunos problemas, pero dudo que los resuelvan todos. Mientras no haya suficiente trabajo remunerador en México —y no sólo en la capital—, siempre habrá una gran presión de tomar las calles a fin de vender lo que sea para sobrevivir. Y de esto dependen unos cuantos vivales que ejercen un control férreo sobre todo lo que sucede a lo ancho y largo del comercio informal, y parece que mantendrán el control de lo que ocurra al interior de los nuevos establecimientos.

Es importante señalar que este reordenamiento se logró sin represión: no hubo muertos ni heridos. Se demostró que, con visión, algo de paciencia y —sobre todo— inteligencia, no todos los cambios tienen que ser para peor. Al contrario. Podemos darle la vuelta a esta ciudad para que realmente sea para todos. Muchos estamos cansados de ser el rehén de intereses políticos muy estrechos. Tal vez la próxima tarea sea el reordenamiento del transporte público, que debería ser realmente público, eficiente y transparente, y no una red incontrolable de intereses mezquinos que ponen nuestras vidas en riesgo que vez que nos subimos a una pesera, o cada vez que nos atrevemos a cruzar la calle.

Mientras tanto, debemos celebrar la reconquista del Centro Histórico. Es nuestro, y ahora podemos gozarlo.

jueves, 11 de octubre de 2007

Los Estados Unidos del absurdo




El 6 de septiembre de 2001, frente al Consulado de México en Nueva York, un grupo de mexicanos se manifestó en contra del entonces presidente Vicente Fox y su apoyo a lo que ellos consideraban otro programa "bracero" más.

El cartel que carga el hombre a la izquierda (y que se ve a la derecha también), dice en inglés You call us heroes and sell us as legal slaves: "Nos llamas 'héroes' y nos vendes como esclavos legales' ".


En esa época, días antes del 11 de septiembre, había gran optimismo de que se diera una nueva amnistía a los trabajadores indocumentados en Estados Unidos. La consigna era "Amnistía general o paro". Todo se acabo la mañana del 11 de septiembre de 2001. Hasta la fecha de hoy, no ha habido ninguna reforma migratoria, y la situación para los indocumentados está volviéndose cada vez más tensa, enrarecida. Nunca se llevó a cabo la marcha programada para el 25 de septiembre, anunciada en la última fotografía.






















El absurdo abunda en la historia del ser humano. Para no ir tan lejos, la ideología racista de la Alemania nacional-socialista, tan aceptada irreflexivamente por millones en los años 30 y 40 del siglo pasado, en estos días resulta absolutamente absurda, por lo menos para quienes se toman la molestia de cuestionarla, investigar si posee alguna base científica. Después de todo, el partido nazi planteaba la inferioridad de las razas no arias en términos científicos, “medibles”, no como una cuestión de gustos caprichosos, o como una reacción visceral en contra de lo otro. El Holocausto, según el dogma oficial, no fue una ocurrencia inspirada en el odio o, cuando menos, el desprecio sino un intento “legítimo” de mejorar la especie. Ahora suena… absurdo.

Aun tras la derrota militar del Eje en la Segunda Guerra Mundial (los japoneses de aquel entonces, aliados de la Alemania nazi, también enarbolaban una filosofía de superioridad étnica), el racismo está lejos de extinguirse. El hecho de que sepamos ahora, en el siglo XXI, que casi todas las diferencias entre razas son superficiales —como color de piel y cabello, forma de los ojos, etcétera— y que no tocan aspectos más profundos —como inteligencia, sensibilidad, capacidad emocional…—, no obsta para que los seres humanos sigamos discriminando, despreciando y odiando, a veces de la manera más cruel, a quienes consideramos el otro.

Lo que sucede con la población migrante en Estados Unidos, sobre todo con la mexicana por razones simplemente estadísticas, ilustra perfectamente cómo el absurdo continúa ganándole a la lógica. Quienes abogan por la deportación masiva de ilegales son, y no tan en el fondo, racistas. Ellos lo niegan, por supuesto. Alegan que Estados Unidos es un país donde impera el Estado de Derecho, y hay que ser respetuoso de las leyes. Ésa es la fachada, pues, del argumento. Se trata de un escudo. No obstante, ese argumento vuelve insostenible porque adolece de un problema doble. Por un lado está la historia de Estados Unidos, país construido por inmigrantes, cuya inmensa mayoría no llegó con su green card en la mano, sino que tuvieron que legalizarse de una manera u otra, proceso que ocurrió repetidamente a lo largo de la historia de ese país. En todos los casos, llamárase como se llamara, se trataba de una especie de amnistía: un ajuste de las leyes a la realidad imperante y un reconocimiento al valor de quienes dejaron todo para empezar de nuevo y trabajar por el bien común de la nación adoptiva. Ninguna de estas legalizaciones redundó en una debilitación del tejido social o en una menor competitividad. Al contrario. La fuerza de Estados Unidos radica en su riqueza humana, mucho más que en su poderío militar. Aun así, la palabra amnistía produce sarpullido en grandes sectores de la derecha norteamericana.

El otro problema es práctico. Los trabajadores que emigran a Estados Unidos lo hicieron porque la economía norteamericana los requiere. Es una ley económica tan firme, que parece una ley de la física. Se trata de la relación recíproca entre oferta y demanda. Uno, por gusto, no puede desafiar esta ley. Si hay demanda, llegará la oferta de manera tan segura como el aire que entra en un vacío una vez se rompe aquello que lo tenía sellado herméticamente.

Esta misma ley se halla en el fondo del problema del narcotráfico pero ahí también campea el absurdo. En lugar de despenalizar el uso de sustancias controladas (cuya demanda es altísima en Estados Unidos) para poder controlar su comercio y eliminar, casi de tajo, la extrema violencia que lo rodea, se insiste en combatirla en una guerra imposible de ganar y que se vuelve cada vez más violenta y peligrosa. En México, estos dos absurdos —el racismo antimexicano y antilatinoamericano en general, y el empowerment de facto de los cárteles de la droga por encima de gobiernos, gobernantes y gobernados— están haciendo estragos incalculables. Y no sólo en México sino en el mundo entero.

Este año el ala derecha de Estados Unidos torpedeó la reforma migratoria que tenía posibilidades de convertirse en ley. Como resultado, envalentonados, los elementos más racistas de este sector empezaron a pasar leyes locales que prohibían contratar a un ilegal, o alquilarle vivienda. Se volvía delito. Ahora, varias de estas comunidades están recapacitando. No sólo tienen que defenderse en las cortes por cuestiones de inconstitucionalidad, sino que han visto cómo, junto con sus trabajadores ilegales, han huido muchos de los negocios que, con sus impuestos, sostenían a gran parte de sus pueblos.

Pero eso no ha sido suficiente para que los Minutemen, cazamigrantes y racistas en general reconozcan el absurdo. Charles Hilton —ex alcalde de Riverside, New Jersey, estado donde nací 29 años antes de adquirir orgullosamente la nacionalidad mexicana—,[1] al ver la decadencia de su pueblo tras la aplicación de la ley que él promovió, se limitó a declarar: “Cambió el rostro de Riverside un poco […]. La zona comercial está prácticamente vacía ahora, pero no se han ido los negocios legítimos sino aquellos que apoyaban a los inmigrantes ilegales, a los que a mí me gusta llamar extranjeros criminales”.[2] Las cursivas son mías, pues él llama ilegítimo un negocio cuyos clientes no tienen papeles, aunque el negocio en sí sea perfectamente legal. En inglés, no usó la palabra foreigners sino aliens, que es el mismo término que se emplea para designar a los “extraterrestres”. Y su empleo no es casual, pues es sumamente agresivo. Alien significa, además de extranjero y extraño, repugnante y hostil. Lo repito: su uso no fue un accidente. Estos señores son racistas. No están corriendo a británicos blancos que se quedaron más de la cuenta, o franceses despistados en busca de tierras fértiles para sembrar uvas, o suecos que hallaron una buena chamba o una novia que les enseñara inglés… Son mexicanos de piel más oscura que la suya; centroamericanos, colombianos, ecuatorianos, bolivianos, brasileños, peruanos…

Y los absurdos no paran. Según un reporte reciente del Buró del Censo en Estados Unidos, desde 1968 la pobreza en ese país ha bajado sólo dos décimas de un por ciento, pero la pobreza entre la población hispanohablante ha bajado de 30.7 por ciento en 1994, a 20.6 por ciento en 2006.[3] Ninguna minoría étnica ha avanzado tanto tan velozmente en la historia de Estados Unidos, lo cual desmiente a los racistas que alegan —tan científicamente como los nazis, la inasimilabilidad (entiéndase inferioridad) de los inmigrantes que nacieron al sur del Río Bravo.

Un país que no quiere ver ni entender su realidad, que promueve absurdos históricos, está en decadencia. No importa cuántas bombas nucleares posea ni en cuántos países mete las narices. Sus días están contados, a menos que despierte y cambie de rumbo.



[1]El 30 de noviembre cumplo 25 años como ciudadano mexicano.

[2]Ken Belson y Jill P. Capuzzo, “Towns Rethink Laws Against Illegal Immigrants”, 26 de septiembre de 2007, The New York Times, pp. A1, A22.

[3]Douglas J. Besharov, “The Río Grande Rises”, 1° de octubre de 2007, The New York Times, p. A25.

martes, 9 de octubre de 2007

Espacio contra ciberespacio

Eloy Urroz con su esposa Lety, en las oficinas de Editorial Colibrí

El poeta, ensayista y novelista Eloy Urroz, miembro fundador del Crack —junto con Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla y Ricardo Chávez Castañeda— me ha escrito, diría que angustiado, a raíz de estas líneas que provienen de mi ensayo “El futuro del libro en la era digital”:

Antes había muchísimo más vida en los suplementos, revistas y periódicos porque tenían más peso, y todo se discutía en las facultades, los cafés literarios que abundaban, en los cines y los teatros. Las cartas a los editores volaban echando chispas. Había polémica, desacuerdos, coincidencias y divorcios. Era realmente divertido. Ahora se escucha el silencio de los mausoleos. Toda la acción parece estar en el ciberespacio.

Escribe Urroz: “No nos dices qué piensas de esto que escribes. ¿Es terrible o no lo es? ¿Qué hacer? ¿Debemos hacer algo o no? ¿Las cosas son como son y ni modo? ¿‘Que la accion esté en el ciberespacio’ no tiene acaso efectos morales, humanos, psicológicos, inmanentes, intelectuales, que tal vez ni siquiera sospechamos? Me hubiese gustado que atacaras u opinaras ese costado del tema […]”. La pregunta es excelente. Trataré de responder.

Tenemos muchos años lamentándonos porque las nuevas tecnologías están cambiando las costumbres “de la juventud”. Hablamos de los jóvenes porque no es tan fácil cambiar las costumbres de la gente mayor. Pero la juventud no está cambiando sus costumbres sino que está adoptando nuevas que a nosotros, los mayores, nos parecen genéricamente sospechosas. Antes fue el cine y la radio, y luego fue la televisión, en toda su inmensa gama de distractores. Ahora los usual suspects son la computadora, el internet y la vida intelectual —o no intelectual— que se da en el ciberespacio en lugar de espacios reales, como antes: tertulias, cafés, las redacciones de los periódicos, etcétera.

No sé qué tan universal sea el fenómeno que he detectado y mencionado en aquel ensayo, el cual comenta Urroz. No sé si en las ciudades pequeñas (o no tan pantagruelescas como el Distrito Federal) la gente aún se reúne como antes nos reuníamos en la Ciudad de México para discutir las novedades, los chismes, las polémicas, las ideas nuevas y viejas. Pero sospecho que si lo hace, lo está haciendo menos.

Realmente lamento la pérdida de la costumbre de la reunión semanal, tan arraigada en mi generación y la anterior. Pero fui testigo y partícipe de esa desaparición. Simplemente llegó el momento cuando la reunión sabatina matinal —que era mi caso— llegó a ser más una carga que una alegría. O tal vez empezaron a llegar personas que no me agradaban tanto que otras que ya no asistían: de repente me encontraba en un grupo que yo no reconocía como el de mis amigos. Yo, en ese momento, daba por sentado que simple y sencillamente el grupo se había transformado. Pero la verdad fue que, dentro de poco —un par de años tal vez—desapareció por completo como grupo, como la gran mayoría de las otras tertulias que se reunían tan religiosamente.

Esta desaparición se dio al mismo tiempo que la de los grandes suplementos literarios. Sábado, de Huberto Batis —fundado por Fernández Benítez y en el cual también colaboró asiduamente José de la Colina en su primera época— sobrevivió más que ningún otro. Perviven algunos otros, y hay nuevos, pero allí sucede lo mismo: ha desaparecido el espíritu de polémica, la sensación de urgencia, de que se planteaban asuntos torales para la cultura del país y del país en general. Vaya: antes creíamos que lo que discutíamos —haya sido en los cafés literarios o en las páginas de los suplementos— era importante, incluso para el mundo. Ahora ha dejado de existir la costumbre del café literario, y los suplementos —a pesar de su calidad— simplemente no son vehículos de polémica ni de actualidad. Si tuviera que generalizar, lo cual no siempre es justo, tendría que afirmar que los suplementos actuales responden a imperativos económicos antes que a necesidades intelectuales o artísticas. Y cuando un negocio es un negocio (“business is business”), al dueño no le gusta que sus colaboradores le hagan olas.

Así, en nuestra realidad circundante —sea en el espacio físico o en el del periodismo— las únicas olas son las de la violencia del narcotráfico, o las que azotan a quienes viven en la pobreza. A quienes hacen olas para entusiasmar o despertar a la gente —hacerla pensar—, los llaman loquitos o payasos (antes eran agitadores o subversivos). Hay una actitud generalizada de que todo está bien, y de que aquellos que dicen que las cosas no lo están, son aguafiestas, loquitos o payasos.

En este ambiente donde parece imperar la anestesia general, la cual permite que haya múltiples ejecuciones todos los días sin que suceda nada, sin que se ponga un alto a la corrupción y connivencia oficiales que permiten que continúen y que minen las bases mismas de la sociedad, muchísima gente —sobre todo la juventud— halla refugio en el ciberespacio, que es un lugar donde puede divertirse, explayarse, comunicarse con sus semejantes —conocidos o virtuales[1]— leer, aprender y hasta crear. Tengo 54 años pero he reaccionado más o menos como mis hijos, sin darme cuenta. Tal vez ellos no sientan nostalgia, pero yo sí. Y me da coraje.

Además, aun cuando uno quisiera reunirse con los amigos en un café, el volumen de la música es capaz de romperle a uno los tímpanos. En muchos lugares es punto menos que imposible conversar. Hay cadenas enteras de restaurantes que evito por dos razones: porque tocan música a toda volumen (o porque tocan a todo volumen aquello que ellos llaman música) o porque es imposible escaparse del humo de los fumadores, que para algunos no fumadores —como el que esto suscribe— es harto desagradable. Parecería que la solución sería reunirse al aire libre, pero como la Ciudad de México es tan hostil a la gente y tan amable con los automovilistas, hay realmente pocos cafés-restaurantes al aire libre donde, sin música y tráfico a todo volumen, uno pueda tomar su infusión predilecta y conversar durante horas sin que lo corran. Se tolera bastante mejor a los pordioseros que a los que manejan Hummers, BMW y Audi. (Esto no exculpa a quienes manejamos Volkswagen, Atos, Chevy, PT Cruiser o Fiesta).

Entonces, para resumir esta respuesta tan larga como serpentina, creo que la creación del ciberespacio coincidió con la deshumanización de nuestra ciudad, y de muchas otras. Además, se desarrolló tan velozmente porque había una necesidad. El internet tiene décadas de existencia, pero se dio vuelo de unos años acá. También fui partícipe de ese desarrollo desde el momento en que dejó de ser la red del gobierno de Estados Unidos y de unas cuantas universidades. Al principio era un lugar bastante vacío, como un fraccionamiento cuando sólo hay calles y un par de casas. Ahora parece el centro de Tokio o Times Square, pero a lo bestia, prácticamente hasta lo infinito.

José María Espinasa, escritor y editor de Ediciones Sin Nombre, me llama optimista, y siempre aclara que “Un optimista es un pesimista mal informado”. Y me llama optimista porque creo que esta efervescencia del ciberespacio será capaz de volver a unir a la gente en espacios reales cuando los recuperemos, y cuando haya condiciones para que resurja un periodismo cultural propositivo, crítico, analítico y —en términos generales— más vivo y desmadroso que el que actualmente tenemos, tan peinado y correcto y obediente a los intereses de las megacorporaciones trasnacionales. Éstas, dicho sea de paso, estarían encantadas de apoderarse también del ciberespacio. Pero no debemos permitir que también nos quiten eso. Al contrario: es deber de todos los pensadores independientes cultivarlo, amén de hallar la manera de volverlo real —físico— cuando sea conveniente, en forma de libros en papel, de reuniones en persona, de revistas y suplementos vivos. Pero también siempre habrá lugar para la vida en el ciberespacio, esa vida que sólo toca tierra en nuestras fantasías, en nuestro cerebro insondable.



[1]Con virtuales me refiero a personas reales que se conocen en la realidad virtual del internet.