viernes, 29 de junio de 2007

Final que me hará feliz

Cartel para la película Hollywood Ending, de Woody Allen



Soy cascarrabias. Lo admito. Estoy lleno de bêtes noires, esas “bestias negras” que provienen del francés y que en realidad significan aquello que más detestamos en el mundo, cosas que nos molestan mucho y por las cuales nos quejamos con frecuencia, casi como deporte, casi con cariño. En inglés se llaman pet peeves. La palabra pet significa mascota. Son molestias que adoptamos como si fueran un perro o un gato. Nos encariñamos con ellas. (En el Reino Unido se llaman bugbears, si a alguien le interesa saberlo). A lo largo de los años me he llenado de estas quejas, y de tanto que me las conocen, suelo quedarme callado y ver las cosas con filosofía, como ahora decimos (apoyados por la 22ª edición del Diccionario de la Real Academia Española: “filosofía. 5. fortaleza o serenidad de ánimo para soportar las vicisitudes de la vida”).

Una de mis bêtes noires es la manía que tenemos como país —o como cultura— de emplear palabras extranjeras para impresionar al lector (o a la persona que está condenada a escuchar nuestra conversación). Hoy en día el inglés es la lengua de moda. Antes era el francés. A veces metemos palabras en italiano. Conozco a personas que no pueden hilar coherentemente ni cinco palabras en inglés, pero que son capaces de meter sus anyway y sus alright, sus by the way y sus of course a la menor provocación. Me vuelven loco.

Pero aun peor que emplear palabras extranjeras a diestra y siniestra sin que vengan al caso es la costumbre de usarlas mal. Me dio muchísimo gusto cuando trajeron a México aquella película de Woody Allen que se titulaba Hollywood Ending. (Aquí tradujeron el título como “El ciego”, pero ustedes ya saben qué opino de cómo traducen los títulos de películas extranjeras en México). Me dio gusto porque una de las frases mal construidas que más me pueden descomponer es una que se oye con dolorosa frecuencia, happy end, lo cual significa —su­puesta­mente— final feliz. Sólo que nunca se dice happy end en inglés, sino happy ending. Allen, al ponerle Hollywood Ending a su película, juega con la frase happy ending y le endilga como pulla el adjetivo Hollywood para mofarse de la gente que hace películas típicamente hollywoodenses, con su obligado final feliz (la suya lo tiene también, aunque resulta absolutamente inverosímil). De modo que si usted quiere impresionar a alguien con su inglés, diga happy ending y no happy end, siempre y cuando lo que quiere decir sea final feliz y no fin feliz.

Yo también seré más feliz y un poco menos cascarrabias. N’est-ce pas?

Hoy, a las 23:15 de la noche, despega mi avión… Así que, si todo va bien, ¡la próxima entrega será enviada desde París! A ver si se me destraba la lengua, el cerebro, y si de una vez por todas podré aprender a hablar y entender esa lengua endemoniada que tanto amo. (Véase: http://sandrocohen.blogspot.com/2007/06/tengo-problemas-con-mi-manera-de-hablar.html)

martes, 26 de junio de 2007

Borges, Baker, Scorsese y Nueva York

El sitio conocido como "Five Points", central tanto para la novela de Baker como para la película de Martin Scorsese


Solapa de la novela Paradise Alley de Kevin Baker. Apareció en 2002















Página del cuento "El proveedor de iniquidades Monk Eastman", del libro Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges


No sólo las palabras se las lleva el viento, sino también los hechos, a menos que alguien tenga el buen sentido de anotarlos, convertirlos en historia. Cuando leí —hace 31 años, en 1976— “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”, el cuento de Borges que menciona con cierto detalle las pandillas de Nueva York, me pareció una ficción más del fabulador. He caminado por las calles de Manhattan y Brooklyn prácticamente desde que tengo memoria, y con aun más deleite en las visitas frecuentes que hago a la ciudad desde que vivo en México. Pero yo, como la gran mayoría de neoyorquinos —y a diferencia de Borges—, desconocía un hecho fundamental de la Gran Manzana: que en julio de 1863, del 13 al 17 de julio —para ser más específico—, se desató el peor episodio de violencia civil que Estados Unidos jamás haya sufrido. Está debidamente registrado en los libros de historia, ¿pero quién lee libros de historia…?

En 2002 apareció la novela Paradise Alley (“Callejón Paraíso”) de Kevin Baker. Gracias al internet pude escuchar al autor leer el primer capítulo. Me cautivó. Unas semanas después una amiga me trajo la novela desde Nueva York y devoré sus 676 páginas con verdadera gula. Lo que hace Baker es tramar una obra de ficción encima de los disturbios provocados por los irlandeses para interrumpir el reclutamiento de sus jóvenes en el ejército de la Unión que estaba enfrascado en la Guerra Civil contra la Confederación en el sur. Hay que entender que los inmigrantes irlandeses eran quienes más hombres aportaban al ejército del Norte, y de la guerra ellos culpaban a los esclavos negros. Así, amén de destruir la tómbola que se usaba para seleccionar a los reclutados, durante cinco días en julio de 1863, buena parte de Nueva York fue arrasada por una turbamulta de inmigrantes irlandeses que, entre otros actos de barbarie, linchaban a cuanto negro pudieran encontrar. La novela de Baker registra con lujo de detalle y exactitud histórica todo cuanto sucedió para que se dieran los hechos, desde la hambruna en Irlanda hasta la batalla final entre el ejército de la Unión, compuesto en su mayoría por irlandeses neoyorquinos, y quienes se levantaron en armas, palos, escobas y antorchas para incendiar la ciudad. Es, además —y por si lo anterior fuera poco—, una obra maestra literaria.

Poco después se estrenó la película Gangs of New York de Martin Scorsese. Curiosamente, gran parte de la acción de la película ocurre en el mismo lugar y durante los mismos días que la novela de Baker. La película tuvo poco éxito comercial a pesar de haber recibido 10 nominaciones al Óscar, pero a mí me pareció un largometraje fuera de serie, ambientado con absoluta minuciosidad histórica, meticulosamente diseñado, actuado y dirigido. El cuento de Borges y la película de Scorsese parecen obras de arte que existen en una fantasmagórica realidad paralela, pero la novela histórica de Baker nos recuerda que más extraña que la ficción es la realidad.

lunes, 25 de junio de 2007

Mrs Dalloway: el camino hacia dentro

Una página del borrador de Mrs Dalloway, manuscrito por Virginia Woolf. Pertenece a la British Library


MRS DALLOWAY, de Virginia Woolf, fue publicada originalmente en mayo de 1925, y hasta la fecha es un ejemplo de todo lo que puede hacerse en una novela que el cine es incapaz de plasmar. No sólo eso: todavía se lee como una novela atrevida. Está claro que en su momento, como Ulysses de James Joyce, fue un libro que confundió e irritó a muchos. Pero ambas novelas siguen confundiendo e irritando a los lectores que se atreven a acercarse a ellas, a pesar de que han pasado 81 años en el caso de Joyce, y 78 en el caso de Woolf. Ulysses, sin embargo, posee obstáculos lingüísticos —de léxico y dicción— que no aquejan al libro de Woolf. Así, en Mrs Dalloway podemos apreciar con mayor fortuna lo que logró su autora.

Lo primero que llama la atención en Mrs Dalloway es su aparente conservadurismo. Woolf se plegó a las unidades clásicas de tiempo, lugar y acción: todo ocurre durante un solo día, en un lugar único —Londres—, y la novela entera gira alrededor de los preparativos para una fiesta. Pero esto es sólo la superficie. Por debajo pulsan poderosísimas pasiones que unen y separan clases sociales, décadas, razas y sexos. En esta novela no existen ni cronología ni espacio tradicionales. Woolf va y viene entre la adolescencia y los 50 años de la protagonista con una facilidad —y tino— que en ocasiones nos quita el aliento. Del cine aprendió a transferir la mirada, sin esfuerzo, de uno a otro personaje, pero trascendió al nuevo medio porque privilegió las procelosas corrientes interiores de cada personaje en lugar de llenarnos de información que una cámara podría transmitirnos en segundos.

Si tuviera que destacar un solo aspecto de Mrs Dalloway, sería su enorme libertad para ser intransigente con la evocación de las realidades interiores. Se da el lujo de zambullirse en los personajes: empieza en la superficie, pero se mete cada vez más profundamente en ellos, y con tal honestidad que el concepto de pudor carece ya de todo sentido. La escena de Clarissa —la futura Mrs Dalloway con Sally Seton, por ejemplo, cuando ambas son jóvenes que apenas empiezan a darse cuenta de quiénes son. Las frases son claras, precisas y visuales, pues amarran contundentemente el largo y elíptico viaje hacia dentro de las páginas anteriores: “Luego llegó el momento más exquisito de toda su vida al pasar una urna de piedra con flores. Sally se detuvo, cortó una flor, besó a Clarissa en los labios. ¡El mundo entero pudo haberse puesto de cabeza! Los otros desaparecieron…”.

Por algo hay que volver, y volver, y volver a los clásicos.

viernes, 22 de junio de 2007

Woody Allen, ese mexicano secreto (Side Effects)

El novelista argentino Martín Cristal fue quien puso en mis manos el libro Side Effects de Woody Allen. En México, donde vivió varios años productivos, lo conocemos como autor de Bares vacíos y Manual de evasiones imposibles.


SIEMPRE ME HE PREGUNTADO por qué Woody Allen goza de tanta popularidad en México. Su humor no es latino. Ni siquiera es norteamericano. Sólo puede categorizarse como humor judío de la subespecie neoyorquino. Muchísima gente en el midwest de Estados Unidos no se ríe con sus películas. No las entiende. O por lo menos no logra identificarse con el sempiterno protagonista obsesionado con el sexo, con la hipocondría, con sus propios complejos de inferioridad y con su peculiar costumbre de mezclar lo sublime con lo idiota.

Esto, para un neoyorquino, es el colmo de lo cómico. Pero leer a Woody Allen, a diferencia de ver sus películas, resulta desconcertante. En el cine, por mucho que los filmes sean de autor, siempre intervienen otros personajes y, a veces, otros guionistas. Y no todas las películas son iguales, como dicen algunos críticos. Pero leerlo… Echarse un libro como Side Effects, 17 cuentos —llamémoslos así— en poco más de 200 páginas, es como inyectárselo a la vena. Y no deja de ser, como ya había apuntado, desconcertante.

Primero, porque Allen es mucho menos experto como escritor que como cineasta. Esto es comprensible y hasta perdonable. (Pero no deja de surgir la pregunta “¿Si no fuera Woody Allen, le habrían publicado su libro?”). Y, segundo, porque algunos de los relatos son bastante ocurrentes y francamente chistosos. “The Kugelmass Episode”, “Retribution” y “The Shallowest Man”, por ejemplo. En todos los casos —tal vez con la excepción de “The Query” donde Abraham Lincoln es protagonista, domina el narrador en primera persona, que es Woody Allen, y escuchamos —inevitablemente— la voz de Woody Allen. Esto, sospecho, le evita la necesidad de ser más literario, pues da la sensación de estar viéndolo, parado frente a un micrófono de algún club neoyorquino. Allen cuenta sus cuentos, donde mete una gran cantidad de chistes que, con frecuencia, nos hacen soltar la carcajada. ¿Son buenos cuentos? En realidad, no. ¿Valen la pena? Por supuesto.

Dice el novelista argentino Martín Cristal, quien me prestó el libro, que le resulta gracioso porque Allen suelta el chiste al final de la oración, y —así— el humor funciona con cierto delay, o retardo. Esto me hace pensar que en México, a pesar de que la gente se ríe en sus películas, siempre está a dos o tres pasos detrás del cómico. Por todo esto, y a pesar de todo esto, no me explico la fidelidad y el cariño que los cinéfilos mexicanos le guardan a Woody Allen, aun cuando se trata de una de sus películas mediocres. ¿Qué extraños nexos clandestinos existen entre la Urbe de Hierro y la Ciudad de los Palacios?

Pero no sólo es en esta ciudad. También lo aman en París, Londres, San Francisco… ¿Woody Allen tiene éxito en Tokio? Lo desconozco. Pero hay algo en la experiencia de la gran ciudad que Allen resume y que todo citadino reconoce: somos el producto de miles de años de supuesto refinamiento, y eso —en sí— es bastante chistoso cuando nos vemos en el espejo y nos damos cuenta de que somos los mismos hombres y mujeres de las cavernas, sólo que vestimos ropa comprada en el mall o el tianguis de los jueves… Es más: ahí es donde encontraríamos a Woody Allen. Tal vez estaría vendiendo —en una mesita, semana tras semana— ejemplares saldados de Side Effects mientras cuenta chistes en inglés para quien desee escucharlo. El cineasta neoyorquino, siendo inteligente, pronto aprende palabras en español y la gente se asombra al descubrir en él un Cantinflas neurótico y judío que lee a los existencialistas y toca el saxofón. Nada es imposible en La Gran Ciudad.


miércoles, 20 de junio de 2007

¿Cómo se llamaba esa película…?















El título de esta película reciente y bastante olvidable
—dirigida por Gregory Hoblit y estelarizada por dos actores
excelentes— es buen ejemplo del fenómeno de la mala traducción de títulos cinematográficos

EL CINE ES UN MUNDO paralelo a la literatura, y también a la realidad. Pero, al mismo tiempo, es un mundo paralelo a sí mismo. Las relaciones entre cine y literatura son legión, materia de artículos periodísticos, cursos universitarios y hasta libros. Y, como todo arte, el cine casi siempre tiene algo que ver con la realidad, aunque no lo parezca de repente. Pero en México el cine se ha convertido en un mundo paralelo a sí mismo, gracias a las traducciones de los títulos de las cintas.

Tres ejemplos: Ripley’s Game de la directora Liliana Cavani, con John Malkovich en el estelar; Phone Booth, de Joel Schumacher, con Colin Farrel y Forrest Whitaker, y The Emperor’s Club, de Michael Hoffman, con Kevin Kline. Ninguno de los títulos de estas películas presenta problema alguno para un traductor, como a veces sucede cuando el título original contiene una referencia cultural o geográfica intraducible. Éste es el caso de West Side Story, por ejemplo, cuya traducción literal “Historia del lado oeste” simplemente no dice nada. Por esto siempre he aplaudido la opción “Amor sin barreras”, a pesar de que se pierde por completo la referencia neoyorquina.

Las distribuidoras cinematográficas, por alguna razón, creen que el cinéfilo mexicano es oligofrénico. Piensan que sólo llamará su atención un título sobrecalentado, preferentemente con la palabras sangre, fatal o alguna variante (sangriento, mortal, letal…). Otra tendencia que tienen las traducciones de títulos cinematográficos es de pretender resumir en ellos toda la película, o enmarcar con ellos el momento culminante. Buen ejemplo de esto es Rain Man, de Barry Levinson, con Dustin Hoffman y Tom Cruise. No resulta fácil traducir Rain Man, pues se trata de la pronunciación infantil de “Raymond”, el nombre del personaje de Hoffman. “Ray Man” podría haber funcionado, pero la distribuidora eligió “Cuando los hermanos se encuentran”, cuya cursilería —según ellos— llenaría los cines. Se llenaron, pero por la calidad de la película.

Así, en lugar de “El juego de Ripley”, “Cabina telefónica” y “El club del emperador”, tenemos “El amigo americano”, “Enlace mortal” y “Lección de honor”. El único problema es que los títulos de esta clase terminan pareciéndose todos entre sí: son intercambiables y existen en una curiosa realidad paralela a la de títulos de las películas originales. A veces, en un arranque de honestidad, dejan el título tal cual: mejor Hulk que “hombre verde y fatal”.

domingo, 17 de junio de 2007

Si vas a leer, no inhales

ES RELATIVAMENTE FÁCIL hablar del dolor —explicarlo o ilustrarlo—, sea conversando o por escrito en poesía, narrativa o ensayos. Infinitamente más difícil es decir por qué algo nos da placer. No sólo por pudor sino porque el placer es algo íntimo y, a fin cuentas, inaprensible. Todos sabemos por qué algo nos duele, por qué traemos el corazón hecho pedazos, pero la inmensa alegría de estar vivo es un misterio. Es tan complejo como un buen vino tinto que oculta mucho más de lo que aparenta cuando lo vemos de lejos, apenas servido en su copa. Si el sabor del vino es una mezcla de un sinnúmero de ingredientes cuyo inventario es prácticamente insondable —desde la calidad del suelo hasta las raíces y hierbas que en él crecen—, es el olor el que despierta nuestros sentidos y los abre al placer que va transformándose en un amor que madura con los años, como todos los buenos amores. El placer que me dan los libros se parece al que brinda el vino tinto. Y lo que me abrió el apetito, y el corazón, fue su olor, su bouquet, su aroma, producto de siglos de paciente crianza.

No en vano los seres humanos gastamos miles de millones de dólares cada año en una plétora de fragancias que aluden a casi todos los aromas que la naturaleza —o el ingenio— pudiera ofrecer. La razón no estriba en el mero deseo de seducción, como sucede con algunas especies animales mediante feromonas, sino en el anhelo de crear una atmósfera sensitiva que fije y reviva durante años —toda una vida quizá— el sentimiento que nos invade cuando nos enamoramos. Así, el poder de un aroma —de un perfume o una loción— es casi infinito, pues es capaz de hacernos volver en el tiempo y experimentar una y otra vez emociones complejísimas que en realidad se deben a un tejido de circunstancias físicas y emocionales que relacionamos instantáneamente con ese disparador olfativo.

Me resulta imposible precisar exactamente cuándo me flechó el aroma de los libros. Tendría unos cinco o seis años, pues para caer bajo el embrujo del ser amado, es preciso acercarse, exponerse… Tal vez sucedió en una biblioteca pública. O quizá cuando descubrí uno de los paquetes de libros que mi madre recibía mensualmente en el correo. Eran cajas —ora grandes, ora pequeñas— de cartón que se abrían al arrancar una tira en uno de sus extremos, y de allí surgía el contenido: libros nuevos cuyo olor me intoxicaba mientras abría sus pastas y recorría con ojos asombrados la superficie de las páginas, tuvieran ilustraciones o no… O tal vez fue en la escuela, donde desde el primer año de primaria nos ofrecían la posibilidad de comprar libros de bolsillo, nuevecitos, a 25 centavos de dólar: aventuras, series policiacas, biografías, cuentos y hasta antologías de poesía.

Los libros de bolsillo en que yo gastaba mis domingos olían de manera diferente de aquellos que arribaban a casa en cajas de cartón, y de aquellos otros que manoseaba y olfateaba en las bibliotecas. Muy pronto me di cuenta de estas diferencias y aprendí a gozarlas, cada una a su manera, tal como lo hacemos con los seres humanos.

Me di cuenta de mi adicción cuando me pillé en flagrante con las narices metidas hasta el lomo en un libro abierto. Digo: sucedió cuando descubrí, conscientemente, que no podía evitar oler un libro cuando lo tenía entre mis manos. Imposible decir exactamente a qué olía, porque hay muchas maneras de imprimir, encuadernar y forrar libros, y cada método aporta sus propios olores. Podía ser la tinta, o la cola que se usaba a fin de pegar las tapas, o el papel mismo, o el plástico de los forros que protegían todo libro destinado a préstamo domiciliario en las bibliotecas públicas. Para decir verdad, era una combinación de todos los factores presentes, y la ausencia de cualquiera de ellos —o la añadidura de cualquier otro— cambiaba el aroma y volvía más compleja o exquisita la sensación. Además, con cada libro, con cada universo que embebía mediante la lectura de un ejemplar dado, más se profundizaban y se arraigaban mis emociones.

Tuvo que haber llegado el momento cuando mi cerebro estableció el paradigma aromático definitivo que abarcara todos los olores atribuibles a los libros, sus partes y sus aditamentos, cada uno de los cuales podía disparar el recuerdo que reviviese a los demás. En ese momento me habría convertido en yonki sin redención posible. Hasta los periódicos y las revistas olía, pero con resultados menos sugerentes.

Como puede deslindarse de esta historia, el olor de los libros es una droga reforzada por el goce del viaje interior que ofrece, casi invariablemente, la buena literatura y hasta las enciclopedias y los diccionarios que también nos abren los ojos a mundos, para nosotros, vírgenes que piden que los exploremos, palabra por palabra.

El cine está bien. El teatro también puede ser fascinante. La pintura, asimismo, es capaz de provocarme estados de profunda conmoción, pero si hay algo que puede afectarme como un libro, es la música, esa otra manera de leer el corazón de la humanidad, sólo que sin la correspondencia exacta entre palabra y significado. La música va directo a la vena e intoxica tanto al cerebro como al corazón. Pero como se escucha casi en todas partes —en el metro, en tiendas departamentales y hasta en el teléfono cuando nos dicen que esperemos en la línea—, no es difícil desintonizar o neutralizarla. Por eso me gusta oír música, y leer, a solas. Escuchar música —o aun mejor: tocarla— es otra manera de leer, entrar en el alma de otros seres humanos.

Esto lo sabe quien ha tenido la fortuna de tocar al piano, por ejemplo, una sonata de Mozart, o Beethoven, o Haydn, o Schubert…, de leer las notas, tocar las teclas indicadas —de la manera indicada— y sentir las vibraciones subir por los dedos al mismo tiempo que las sentimos en el oído medio e interior. Quizá por eso también me descubrí atesorando partituras, incluso partituras de las mismas piezas, impresas por distintas casas editoriales inglesas, norteamericanas, austriacas, alemanas, francesas, canadienses… Después de todo, difícilmente puede uno resistirse a la combinación de páginas tan hermosamente compuestas y encuadernadas, repletas de regios sistemas de pentagramas y armaduras con sus bemoles y sus sostenidos, sus frases, sus silencios, sus marcas de pedal y stacatto, pianissimos y fortes

La reinvención, el redescubrimiento y la celebración de la humanidad mediante la escritura —y la lectura— es la clave de todas las pasiones y sabidurías. Pero, cuidado, se trata de comportamientos altamente adictivos, y una vez enganchado, es difícil que uno vuelva a hábitos tan blandengues como la televisión, el dominó o el mero alcohol. Y las drogas per se, esas sustancias controladas, uno querrá evitarlas por completo, ya que mermarían nuestra capacidad de gozar los libros. Y eso dolería demasiado, pero —ya lo sabemos— el dolor es tema de otra discusión.

Autorretrato del autor de este blog
al abrir el libro más reciente de la colección
As de Oros de Editorial Colibrí,
en coedición con
la Universidad Autónoma Metropolitana,
Azcapotzalco.
Se titula
La máscara desnuda los trazos de mi cara,
y pertenece al poeta ecuatoriano Bruno Saenz


viernes, 15 de junio de 2007

La literatura en el tercer milenio


Geoffrey Chaucer, del manuscrito Ellesmere de los Cuentos de Canterbury. (Inglaterra, c.1410). Fuente: Oxford Anthology of English Literature

Chaucer nació alrededor de 1343 (la fecha no ha sido precisada con absoluta exactitud), en Londres. A pesar de casi 700 años de cambios tecnológicos, seguimos leyéndolo.




EL ROSTRO LITERARIO de la humanidad, en su esencia, no ha cambiado mucho en los últimos cinco mil años: sus ojos siguen reflejando la misma alma torturada, regocijante, contemplativa, impetuosa, justiciera, compasiva, vengativa y amorosa que siempre. Lo que ha cambiado son las modas que lo enmarcan, que lo visten.

La poesía, por ejemplo, que había sido el género multi-usos para los griegos, se fue transformando y limitando paulatinamente hasta quedar en los puros huesos, donde ha estado desde la Edad Media siglos más, siglos menos, en su función de expresión lírica. En estos momentos casi no posee intenciones dramáticas ni científicas, ni filosóficas ni históricas, como sí las tuvo en el mundo clásico.

La narrativa bíblica escueta y sugerente, prácticamente ignorada como posibilidad expresiva por los escritores helénicos renació con los cuentos de la Edad Media y volvió a renacer en el siglo xix. Tuvo un tercer renacimiento en el xx, pero ahora se ha topado con el mismo muro extraño que se eleva frente a todos los escritores de todos los géneros: el muro digital.

La dramaturgia sigue tan viva como siempre, aunque transformadísima por las modas, los ires y venires de las tecnologías a la disposición de actores, directores y productores. Y, si somos liberales, no podemos negar que el cine es una natural extensión del teatro que lo ha sacado valga la paradoja del teatro y lo ha arrojado al mundo, si no en vivo, tampoco en rigor mortis. Todo lo contrario: algunos de los momentos más espectacularmente teatrales del siglo xx se han dado en el cine. Prueba de su identidad genérica es la gozosa promiscuidad de grandes talentos teatrales que trabajan ora para el escenario, ora para la pantalla grande o viceversa: actores, directores y guionistas que se iniciaron en el cine prueban fortuna en el teatro y han tenido grandes éxitos, aunque tal vez con menores ganancias económicas. Curiosamente, casi todos coinciden en que “no hay nada como una actuación en vivo frente a un público de carne y hueso”. Ahora, cuando la industria cinematográfica exige inversiones millonarias para maquilar productos tan pobres, al teatro de carne y hueso cuyos requerimientos técnicos son, en general, mucho menores se le presenta una nueva oportunidad de ganar adeptos de uno y otro lado del telón.

Si el cine es una extensión natural de la dramaturgia, también lo es de la novela. Desde sus inicios, el cine se ha nutrido de la novela, pero la novela también se ha alimentado del cine. Esta simbiosis, esta relación de parentesco y de deuda mutua se ha prolongado hasta la actualidad, y también se ha extendido hacia atrás, si se quiere hacia el teatro, el cual se ha cintematografizado. Tal vez sea ésta una de las características principales del arte de nuestra época: los diferentes modos de expresión creativa ya no tienen por qué mantener su identidad tradicional porque están buscando abrirse paso, a como dé lugar, en un mundo que les es generalmente hostil.

Y, sin duda, de todo el rostro literario de la humanidad, ha sido la parte narrativa la más afectada por las modas y los modos a lo largo de los últimos cinco milenios. Desde los cuentos bíblicos hasta los medievales pasando por unas cuantas obras seminales clásicas como el Satyricon de Petronio, y de ellos a las primeras novelas colecciones extendidas de relatos, como el Decameron de Boccaccio, las cuales dieron luz a la novela de caballerías, las transformaciones narrativas pueden comprenderse sin tener que hacer mayores lucubraciones: se ha tratado de contar historias acerca de seres humanos y sus problemas, pasiones, fragilidades y también grandezas, independientemente de su clase social. Figuran en estas obras desde esclavos hasta reyes, pero predominan hombres y mujeres comunes. Las novelas reflejan a sus creadores y se han transformado como se han transformado las sociedades en que se crean.

Todavía en el siglo xiv la transformación de la poesía a la narrativa para contar historias no había sido completa, pues algunos de los relatos más famosos de la época, los Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer, fueron escritos casi todos en verso. Pero los titubeos terminaron definitivamente o casi definitivamente a principios del siglo xvii con la publicación de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, nuestra primera novela moderna, fuente de todo lo que vendría después.

Modas y modos

Aunque seguimos hablando de lo mismo y preocupándonos esencialmente por idénticos dilemas existenciales, según el lugar y la época lo hemos hecho sobre tablillas de arce, pergamino y papel; en piedra, en rollos y en libros, revistas y periódicos. De unos cuantos lectores privilegiados y sumamente cultos hemos llegado a ser muchos millones de lectores cuya cultura oscila entre la ignorancia casi total y un enciclopedismo inaudito en las épocas clásicas de la Biblia, Homero, Sócrates y Propercio.

En desquite de la actualidad, habría que señalar que nunca antes se ha sabido tanto de tantos fenómenos. Ser culto en el siglo xiv no es lo mismo que ser culto en el xxi. Ahora es muchísimo más difícil a pesar de que tenemos acceso a cantidades de información que jamás habían estado a la disposición de ningún ser humano en épocas pasadas. O tal vez precisamente por esto resulta una labor tan ardua ser culto en el tercer milenio: hay tanto que saber, que nadie puede saberlo todo. El trivium y el quadrivium de antes poseen hoy día tantas ramificaciones verticales, horizontales y diagonales que uno debe escoger entre ser especialista o ser mediocre. Sin embargo, hay otra posibilidad que desespera menos: aunque uno se especialice en tal o cual tema, podría estar enterado, aunque vagamente, de los avances más significativos en las ramas principales del conocimiento humano, y saber además cómo investigar más acerca de cualquier tema específico en el momento en que se presente la necesidad. He aquí la gran ventaja del internet en un mundo que se mueve mucho más rápido que la gente que lo habita.

Sea como fuere, hay algo que parece clarísimo: el ser humano, como especie, siempre ha cubierto toda la gama de sus necesidades sociales: desde cazadores hasta sacerdotes, desde guerreros hasta emperadores, desde alfareros hasta médicos y maestros. Antes nos moríamos mucho más pronto que ahora, pero nadie puede asegurar que nuestra calidad de vida sea superior a la de los romanos de hace dos milenios, o de quienes hace 100 mil años cazaban y recolectaban sobre las vastas planicies de África. Calidad no es cantidad. ¿Nuestras emociones son más intensas? ¿Nuestro amor, más puro? ¿Nuestro sentido de fraternidad, comunidad y justicia, más desarrollado? A juzgar por la literatura que hemos hecho a lo largo de los últimos cinco mil años apenas, nuestra calidad humana no ha variado sensiblemente. Y no hay nada que sugiera que nuestros antepasados homo sapiens sapiens prehistóricos hayan sido menos sensibles y sensatos que nosotros, a pesar de los enormes avances que hemos hecho en materia científica y tecnológica. Lo que en definitiva ha cambiado, han sido nuestros modos y modas, para bien y para mal.

Tengo la convicción de que hemos cantado y contado desde que desarrollamos, como especie, lo que llamamos idiomas naturales como el castellano, el inglés, el náhuatl, el guaraní, el ruso o el francés. Cuando empezamos a emplear estas herramientas, sin embargo, ninguno de estos idiomas existía sino sus tatarabuelos, sobre cuyas características sólo podemos especular. Sabemos, no obstante, que sí existieron.

Nada va a detener nuestra necesidad de hablar de nosotros mismos, de cantarnos a nosotros mismos, de seguir escribiendo la historia emocional, política, psicológica, histórica, erótica, científica, social y poética de la raza humana, sea aquí, en China, Escandinavia o el outback australiano. Está en nuestros genes y no estamos volviéndonos más tontos, a pesar de que vivimos embates terribles en contra de nuestra sensibilidad colectiva. Y eso es lo que, en el fondo, nos preocupa.

Sentido y sensibilidad

Es un hecho el que, como especie, estamos haciendo mucho más que nuestros abuelos. Trabajamos más horas, producimos más, viajamos más y sabemos más. Lo que también parece un hecho es nuestra menor capacidad para gozar de lo que hacemos. No se trata de una observación moralista sino de una severa autocrítica. ¿Por qué hacemos tanto si no podemos disfrutarlo?

Así es posible replantear la pregunta de manera más positiva: ¿qué podemos hacer para realmente gozar lo que tenemos? Si visualizamos la realidad actual de esta manera, vivimos de hecho en el mejor de los mundos posibles porque podemos escoger.

La literatura, los libros y la cultura en general caben dentro de este planteamiento. ¿Qué tan importante es el vehículo que usamos para leer poesía? Es tan importante como el lugar que escogemos para leerlo; en otras palabras, se reduce a una cuestión de gusto y comodidad. El pergamino les ganó a las tablillas de arcilla no porque era la tecnología de moda sino porque era un medio más eficaz para transmitir la información que contenía. Y el papel le ganó al pergamino por las mismas razones. Si los rollos fueron suplantados por las hojas encuadernadas en forma de libro, fue porque los libros son más fáciles de leer y, más importante aun, releer. Cualquiera que esté familiarizado con la lectura de la ley judía en su presentación original, la Torá en sus rollos de pergamino, sabe lo difícil que resulta brincar de Génesis a Deuteronomio. Es toda una proeza física hacerlo rápidamente. Pero si están empastados en un solo volumen, uno puede saltar entre cualquiera de los libros bíblicos en menos de un segundo. Este fenómeno privilegia al pensador analítico y al investigador por encima de quien se aprende las cosas de memoria. No es fortuito que la Reforma haya llegado después y no antes que Gutenberg inventara la prensa plana. Y tampoco es fortuito que se siga leyendo la Torá, escrita a mano y en forma de rollos, para usos rituales: forma es fondo y visualizamos la historia social, moral, ética y política de la humanidad como un continuo que se reinventa y se reinterpreta con cada lectura, generación tras generación. La idea del hipertexto nació tal vez un poco más tarde, con el Talmud, donde la Mishná y la Guemará prefiguran lo que actualmente son los saltos hipertextuales en el internet.

Participamos ahora en una nueva revolución, aunque la palabra reforma sea tal vez más adecuada. Los libros no han dejado de existir. Pero las enciclopedias en papel ya huelen a reliquia. Los periódicos están sufriendo grandes transformaciones, pero en lugar de volverse más analíticos, más de fondo, desean imitar los medios electrónicos que privilegian lo inmediato. Esto es un gran error. Está bien que la últimas noticias sean consultadas en línea, pero es importante que sean ligadas a la información de fondo que requerimos para comprender cabalmente la noticia. Si no, la televisión y la computadora se volverán indistintas pero no se parecerán a lo que actualmente existe. La experiencia en línea debería cubrir una vastísima gama de información, desde la consulta culta al entretenimiento de moda.

Pero para sintonizar la sensibilidad de Platón, Boccaccio, Chaucer, Shakespeare o Cervantes; de Homero, Dante, Petrarca o Góngora, el medio ideal seguirá siendo la página impresa porque la podemos cargar con nosotros; la podemos doblar, meter en el bolsillo para después; la podemos leer sin baterías, recitar en el metro o en el hotel; podemos escribir nuestras notas al margen, o incluso poemas propios inspirados en aquéllos, y así continuamos la larguísima conversación generacional que es la literatura de los seres humanos. Nada de esto es posible con un e-book. Por lo menos no ahora. No todavía…

En resumen, están contados los días de las enciclopedias, las revistas y los periódicos. El libro sobrevivirá transformado en un objeto de gusto intachable, tal vez en un lujo para aquellos que no desean olvidar sus orígenes, su sensibilidad humana. Pero sólo será un lujo si la sociedad decide que así sea, porque el libro y la literatura en general podría volver a ocupar el lugar fundamental que tuvo en el siglo xix. ¿Nos dejaremos engañar por la velocidad de las imágenes con que nos bombardean todos los días, todo el día? ¿Podremos volver a aprender a vivir a nuestro ritmo y a gozar lo que nos rodea, o seremos cada vez más esclavos de nuestra tecnología? Si así es, habrán ganado los gurús de la mercadotecnia. Por ello, la piedra de toque en el futuro serán los sistemas educativos que logremos diseñar. Tenemos que decidir qué es fundamental y qué es adorno.

Para empezar y para terminar, nuestra historia lo es todo. La historia de nuestra manera de ser y pensar, de amar y pelear, de arrasar y construir en lo social, lo científico y lo anímico. Si perdemos de vista quiénes somos, el futuro no guardará ninguna esperanza. Si nos dedicamos a estudiarnos, a analizarnos y a conocernos, los medios por los cuales lo hagamos serán de importancia secundaria. Seguiremos leyendo y seguiremos disfrutando de otros placeres. Debemos imponer nuestro ritmo interno a la vertiginosidad de la vida actual, creada y estimulada por los gurús de la mercadotecnia. En sí, ni la tecnología ni las ciencias propiamente dichas tienen culpa alguna en la enajenación de la cual adolecen los jóvenes y gran parte de los adultos de hoy en día. Si llegamos a deslindar las herramientas mismas, que pueden ser maravillosas, del uso abusivo que de ellas pretenden hacer aquellos que concentran la mayor parte del capital especulativo en el mundo, habremos salvaguardado la cultura humana durante otros cinco mil años.



miércoles, 13 de junio de 2007

La música es otra encarnación del amor

Los primeros cuatro compases de la Gran Sonata Patética, opus 13, de Ludwig Van Beethoven


CUANDO AÚN NO CONOCÍA yo las delicias del amor entre dos cuer­pos apasionados, ya había experimentado en carne pro­pia ese otro éxtasis: el de la música.

A pesar de que desde mi infancia había escuchado en el tocadiscos familiar los grandes éxitos de Mozart, Beetho­ven, Chai­kovski, Cho­pin y Brahms —gracias a la meloma­nía materna—, no fue hasta los seis años cuando descubrí en carne propia la irrefrenable excitación que propicia una or­questa sinfónica en vivo. No recuerdo si yo era consciente de que iba a asistir al ballet, o si yo sabía de qué iba a tratar nuestra salida ese domingo, pero cuando empezaron a sonar los primeros compases de El lago de los cisnes y vi de qué manera se movían de manera inefable esos cuerpos humanos —como si fuesen ángeles bajados a la Tierra para ofrecer­nos una pequeña prueba de lo que sería el Paraíso—, mi vida ya había cambiado por completo.

Y aunque me impresionaron la densidad y la riqueza del sonido que me envolvía, muy pronto descubrí que volumen no es igual a intensidad, pues igual me conmovían en aquel entonces los preludios, valses y nocturnos de Chopin, que las sinfonías de Beethoven. Con un poco de Prokofiev, Shostakovich, Copland y Bernstein —amén de las clásicas piezas que uno apren­de cuando estudia piano—, ésta fue mi dieta musical hasta que llegué a la escuela secundaria, donde me descubrieron la música pro­gramática de Dukas, Grofé, Dvôrak y Smetana, pero dónde —más que nada— me rea­firmaron en mis amores de toda mi corta vida hasta enton­ces.


La verdadera revelación, sin embargo, llegó durante mis años de preparatoria. Una tarde, entré en el auditorio de la escuela, y escuché que un amigo, un año más joven que yo, tocaba al piano unas piezas lánguidas, profundamente me­lancólicas, hermosísimas. Salvo por la presencia de nosotros dos, no había nadie. Cuando terminó aquello, con un pro­longado acorde en la menor, me acerqué y le pregunté tími­damente por el nombre de quien había compuesto esa músi­ca y cómo se llamaba la pieza. “Erik Satie —me dijo, sin más y con una sonrisa medio maliciosa—. Son las Gymnope­dies.” No sé si pude articular palabra en ese mo­mento. No recuerdo qué pasó después, pero ese día supe que la música iba a acom­pañarme para siempre, que no ha­bría divorcio posible.


Las pasiones maduran y un poco más viejo, ya en la uni­versidad, empecé a sublimarme y elec­trizarme con Bach, Ravel, Debussy y Puccini, con Bartok, Chávez y Villa Lo­bos, con Stravinski y sobre todo con Mahler, porque sin Mah­ler el mundo sería otro, inhóspito, incomprensible. Sin las sinfonías de Mahler, esta vida sería una cárcel; escuchar­las, por otro lado, no es menos que una liberación.


Por todo lo anterior, me es imposible escuchar música de manera casual. Si no puedo ponerle toda mi atención, mejor no escucho nada. Muchas veces me ha ocurrido que debo quedarme en el coche media hora o cuarenta y cinco minu­tos después de arribar a mi destino, sólo para terminar de escuchar lo que están tocando en la radio, a veces para des­cubrir el nom­bre de su autor y de la composición. Soy, a estas alturas, un caso perdido: la música es otra encarnación del amor, y —para mí— sin amor, la vida carece de sentido.

lunes, 11 de junio de 2007

Arte poética

Primera estrofa del poema "Bella" de Pablo Neruda, en Los versos del capitán


Preámbulo

El lector de una obra literaria —como quien contempla una pintura, un grabado, una litografía una escultura, un edifico o una obra de teatro o danza, o como quien escucha música en cualquiera de sus formas— más que lector, escucha o espectador, es testigo de un suceso que impone su realidad sobre la cotidiana para transformarla para siempre. La palabra poesía o poema que se emplea aquí es aplicable a cualquier obra de arte.

I

Lo que escribes, cuando lo escribes, ha de ser lo que más te importa. Si para ti resulta absolutamente vital, también lo será para quien lo lee. Si lo que escribes no te es importante, mucho menos lo será para tus lectores. Mientras uno lee cualquier gran poema, ninguno más existe en el mundo porque los versos, mientras duran en nuestros sentidos, lo trascienden.

II

Ningún poema será capaz de describir el mundo ni las emociones de ningún ser humano. El poema, en lugar de describirlas, pretende provocarlas en el lector, construir un mundo en que pueda moverse como si fuera suyo, porque lo es. Evocar una realidad es volverla real mediante los sentidos. Y esta realidad, mientras la evocamos, es la única existente por extraña, desconocida o irracional que pudiera parecer cuando es contemplada desde cualquier otra.

III

A ningún poema se le puede pedir que sea otro. Existe en sus propios términos y obedece a las reglas de su propio universo. Pedirle a un soneto, por ejemplo, que suene a verso libre o a prosa es un disparate igual que exigir a un ave que cante como Plácido Domingo. Encontramos la excepción a este precepto en aquellas formas tradicionales que, en efecto, empiezan a adquirir rasgos que aparentemente no les son propios. En casos como éstos, cuando se trata de un gran poema, somos testigos de la ampliación del universo poético, pues el artista está redefiniendo las formas mismas que emplea para hacerse escuchar.

IV

Todo poeta persigue uno de dos fines en relación con las formas que maneja. O busca llevarlas a su mayor perfección o pretende transformarlas en otras porque no le son suficientes o adecuadas. En ocasiones se logran ambos propósitos aunque no de manera obvia ni superficial. Las mayores innovaciones suelen ser las menos evidentes, lo cual no impide que sean las más significativas.

V

No existen emociones triviales. Sólo puede ser trivial una obra de arte, por mal concebida o ejecutada.

VI

VI El lugar común es el peor vehículo para expresar los sentimientos y emociones que son comunes a todo ser humano. Como nadie siente con el corazón de otro, ninguna frase hecha es capaz de crear en el lector la emoción que sólo a él le va a pertenecer una vez que lea el poema en que esa emoción cobre vida.

VII

Ningún poema guarda el propósito de mostrar al ser humano como un ente moral que obra con rectitud según los mejores valores de la sociedad. Tampoco es su propósito hacer lo contrario. La belleza del poema, su valor profundo, no radica en su ética ni en sus elementos morales o decorativos; no estriba en sonidos placenteros al oído ni en imágenes que sean un bálsamo para nuestros ojos. El único deber del poeta es ser fiel a su visión del mundo y del ser humano, explorarla en toda su magnitud y complejidad.

Postfacio

Es deber del poeta dominar su oficio, su arte. Nadie escribe poesía como pasatiempo. Quien pretenda hacerlo, entonces, no escribe poesía.

viernes, 8 de junio de 2007

Rubén Bonifaz Nuño: dos epifanías

Rubén Bonifaz Nuño con mi hija Yliana en un homenaje que se le rindió al poeta en Nepantla, Estado de México, en 2003. La primera vez que se reunió Rubén Bonifaz Nuño con Yliana fue cuando ésta aún no cumplía dos abriles; corría el año de 1981 e íbamos rumbo a Yale University a dar conferencias sobre literatura mexicana actual. Se dice que según Marco Antonio Campos, René Avilés Fabila (el Águila Negra) y Bernardo Ruiz, Yliana se la pasó componiendo epigramas en contra de Carlos Montemayor, pero yo creo que no fue así, que sólo se trata de rumores propagados por aquellos que iban a arreglar "el problema de Chiapas" en 15 minutos. Pero eso sucedió muchos años después...


HE TENIDO ALGUNOS momentos clave, casi epifanías que han cambiado mi manera de ver y entender el mundo. Debo dos de estos momentos a Rubén Bonifaz Nuño. El primero ocurrió cuando a mediados de los 80, revisando una traducción mía de Robert Browning, comentábamos cómo el mismo verso del poeta inglés tenía un sentido cuando se traducía como endecasílabo, y otro cuando la misma información se vaciaba en un alejandrino. Notábamos cómo ganaba el endecasílabo no sólo en sonoridad sino también en su poder sugestivo. Traducido como alejandrino, por otra parte, se podía ser más fiel al sentido literal del poema. En esa ocasión, se trataba de “Andrea del Sarto”. Mi solución fue conservar la estructura endecasilábica, parecida al pentámetro yámbico del original, y aumentar la cantidad de versos para no eliminar elementos importantes que tendrían que haberse suprimido si hubiera traducido verso por verso. Una traducción libre habría resultado impensable porque se habría perdido la musicalidad, todo aquello que era poético, aquello que sólo puede traducirse más allá de las palabras mismas. Yo estaba impresionado con estos hallazgos, a los cuales el maestro me había llevado a que yo descubriera por mí mismo —jamás me dijo que lo hiciera de una u otra manera—, y en voz alta reflexioné sobre lo maravilloso de poseer el dominio de la técnica poética porque, así, uno podía hacer, decir, exactamente lo que uno quería, no sólo aquello que saliera por accidente. “Al contrario de lo que dicen muchos —observé frente a lo que acababa de comprobar con mi traducción de “Andrea del Sarto”—, la técnica, lejos de ser un limitante, le brinda al poeta una libertad absoluta para crear lo que se le da la gana, y al disponer de multitud de posibilidades formales, también dispone de multitud de cajas de resonancia para transmitir el sentido”.

—¡Pues claro! —exclamó el maestro—. ¡Forma es fondo!

En boca de cualquier otra persona, podría haber parecido un simple lugar común. Pero cuando él me lo dijo, entendí. El contexto era su propia obra poética, construida según una vasta arquitectura que pocos entienden pero que permite que el fondo de su poesía les llegue con absoluta contundencia. Cada libro de Rubén Bonifaz Nuño, sobre todo a partir de Los demonios y los días, está construido con una maestría no sólo en la estructura de cada verso y estrofa sino también en cómo los poemas están organizados, cómo se relacionan entre sí, cómo están armados para que su distribución misma también contribuya al sentido de lo que el poeta desea transmitirnos.

A partir de ese momento clave, no sólo empecé a leer de otra manera sino también a ver cine y teatro con otros ojos. Y ni qué decir de la arquitectura. Comencé a concebir las formas en función de su fondo, su mensaje, su propósito. La forma de una guitarra o un violín no es caprichosa sino que está íntimamente ligada a su sonido. De la misma manera, la estructura de un soneto conviene para transmitir pensamientos de cierta manera. La idea en sí es lo de menos; puede ser cualquiera, pero al elegir el soneto como forma, su manera de presentarse, desarrollarse y concluir es muy especial y posee una música propia que se tiñe del sentido al mismo tiempo que el sentido se deja expresar con la sonoridad de su continente: 14 versos en dos cuartetos y dos tercetos, con rima abrazada en los cuartetos, y libre en los tercetos, si hablamos de un soneto tradicional. Y cuando uno se aparta de esta forma, se ganará algo —por supuesto— pero también algo se perderá. ¡No importa! Al fin y al cabo estaremos hallando una forma nueva para aquello que buscamos expresar, que requiere otra vasija en que vaciarse. Esto explica, en pocas palabras, el porqué de las constantes exploraciones formales en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño. Jamás se conformó con el soneto ni con ninguna otra forma clásica, aun cuando las ha dominado completamente. Al contrario: si uno se dedica a estudiar las estructuras métricas, estróficas y arquitectónicas de sus libros, se dará cuenta del cuidado extremo con que están armadas para que canten, como él lo desea. No deja nada al azar. “Forma es fondo”. Fue la primera epifanía.

La segunda es, por lo menos en apariencia, menos elegante, o quizá menos earth shattering. Pero sólo en apariencia. Tal vez su sabor más ligero se debe al humor con que el doctor Bonifaz Nuño dijo la oración que me la desencadenó. También data de aquella época en que llevaba mis traducciones de poesía inglesa a Rubén, allá en sus oficinas de Ciudad Universitaria. Habiendo encontrado, por fin, la solución para verter un verso de un soneto shakespeareano —particularmente difícil— a un endecasílabo castellano que reflejara fielmente el sentido y la sensación del original, espeté algo así como: “¡Vaya, que por fin…!”. Y él me dijo, sin más: “No hay verso que no se deje”.

Yo lo vi con cara de “What?”, pero al instante algo hizo clic en mi cerebro y solté la carcajada. “¡Claro! —pensé—. Es como ‘La biblioteca de Babel’ de Borges. El algún lugar del universo (tal vez escondida en mi cerebro), está la traducción perfecta para todos los versos que todos los hombres y mujeres han escrito a lo largo de la historia humana. Es sólo cuestión de hallarla. Y el chiste está en saber buscar”.

Esta sentencia chusca, “No hay verso que no se deje”, empezó a surtir efecto en muchas de mis actividades cotidianas, literarias, musicales y hasta familiares y emocionales. La manera más simple de entenderla es Por complejo que sea un problema, éste siempre tendrá solución. Pero dicho así, parece algo sacado de un manual de autoayuda. Va mucho más allá y tiene que ver con el primer momento clave resumido en las palabras forma es fondo.

Primero habría que ver el sentido literal de esta máxima referido a la poesía. No importa que se trate de una traducción o versos propios. Uno emplea cierto tipo de verso en un poema porque es el que más se adecua a su pensamiento, su emoción, a su canto interior. Si, por ejemplo, uno está combinando heptasílabos con endecasílabos, o si se trata de un soneto, o de verso blanco, no cabe la posibilidad de escribir un octosílabo en el primer caso, un dodecasílabo en el segundo, o versos irregulares, libres o de repente rimados en el tercero. Esto atentaría en contra de la vasija —la forma— del poema que está aliada con el contenido, el sentido ideológico. La haría más débil; se volvería menos expresiva.

Muchas veces, sobre todo cuando somos inexpertos, nos equivocamos al escribir, y sólo lo descubrimos posteriormente, cuando el verso se ha enfriado. Lo frío es difícil de mover, de componer, pero no hay verso que no se deje. En estos casos, es preciso ver el verso que deseamos componer como si fuera de otro, como si se tratara de una traducción. En estos casos, procuramos meternos en la piel del poeta como un actor se introduce en la piel de su personaje. De otra manera, siendo autores originales del poema, nos limitaríamos a corregir el problema métrico, pero sería un gran error: no hay que brincarse el fondo del asunto, confiarse, darlo por sentado de manera apenas formal. Hay que volver a la —digámoslo así— emoción original, la que aún sentimos o la que podemos recrear, tratándose de una emoción nuestra; tenemos, en este sentido, información privilegiada. Habiendo recuperado esta emoción —o pensamiento o imagen, que a fin de cuentas produce una emoción poética— hay que reescribir todo el verso, o varios versos si fuera necesario, tomando en cuenta lo que viene antes y después, incluyendo cuestiones de rima si las hubiere. Así, los versos se vuelven líquidos y con la emoción caliente vuelven a fundirse con conocimiento de causa formal. En frío no funciona; serían meros retoques. Pero un error de fondo requiere recomposición, y para hacerlo bien, hay que volver a la materia prima. Siendo nuestra, es relativamente fácil. Si fuera traducción, tendríamos que proceder como si fuésemos actores y habría que meterse en la piel del poeta, aunque sea durante un rato.

Esto me ha ayudado también a comprender la música desde la perspectiva de ejecutante. Cuando uno comprende lo que el compositor quiso decir al organizar su obra de cierta manera, cómo tocarla se evidencia desde dentro hacia fuera. No hace falta siquiera escucharla grabada en disco: ésa es sólo una interpretación posible. Cada quien ve algo propio en una obra ajena, sea de Bach, Mozart, Beethoven, Chopin, Brahms, etcétera. La clave es ponerse a tono con el compositor, comprender lo que él o ella quiso hacer, y después introducir el alma propia. A diferencia de la composición o la traducción poéticas, aquí no se trata de hacer que el verso —la música en este caso— se deje, sino que uno se deje en manos de la música, habiéndola comprendido. Pero para dejarse en manos de la música, es preciso dominar la técnica que nos lo permita. Aquí, como en la poesía, no es sólo cuestión de emoción sino de saber cómo expresar esa emoción técnicamente. Sin el dominio técnico, la única manera de expresar emoción es con volumen, poco o mucho, bien o mal manifestado. Pero la música implica muchísimo más, y el único modo de expresarlo es mediante una técnica impecable.

Uno, como creador, tiende a ver todo desde la perspectiva del arte. Puede ser un gran error por cuanto tendemos a literaturizar lo que nada tiene que ver con la literatura, pero también puede ser un acierto innegable, porque permite poner un problema —por difícil que sea— en perspectiva, donde pueda ser analizado con la frialdad técnica del poeta o narrador. Cuanto más habilidad técnica tengamos, en este caso para analizar la realidad y no sólo una obra de arte, más rápido hallaremos la forma de enderezar los tuertos de nuestra existencia.

Dos epifanías bonifacinas: Forma es fondo y No hay verso que no se deje. Todo lo que necesito saber para vivir en el mundo, no lo aprendí en aula alguna sino luchando con la poesía, que siempre ha sido la mejor metáfora para hablar de la vida misma.

jueves, 7 de junio de 2007

Cultura: ¿Inversión a largo plazo, o desesperación generalizada?

Vicente Quirarte, uno de aquellos que se foguearon en ediciones y revistas independientes "marginales"

Foto para su libro Zarabanda con perros amarillos, en la coleccion As de Oros de Editorial Colibrí







LA primera víctima del nuevo capitalismo salvaje en México ha sido la confianza que tenemos en nosotros mismos. Pero tal vez deba emplear la palabra fe: no creemos en lo que hacemos, pensamos que no tenemos importancia, que lo valioso está en otra parte. El resultado ha sido una larga erosión —más bien, implosión— de productividad en todos los frentes, desde el industrial hasta el artístico. Esto, a su vez, confirma las sospechas de nuestra poca valía y mina cualquier esfuerzo para revertir la tendencia.

En los años 70 y 80, en cambio, hubo una explosión de creatividad en México. Pululaban las revistas literarias y editoriales independientes. Las universidades eran luz para los jóvenes, pues publicaban series importantes de poesía, cuento, teatro y ensayo que se vendían en todas las librerías, y había muchísimas. Las galerías vivían su auge y los pintores mexicanos exponían aquí, acá y acullá como Pedro por su casa… Hubo festivales de Música Nueva adonde venían compositores y ejecutantes de todo el mundo a convivir con los nuestros y discutir los nuevos rumbos de la composición. Sin mencionar los festivales de teatro, aquellos cervantinos cuando no sólo eran pretextos para alcoholizarse…

Llegué a pensar que se trataba de un autoengaño, que siempre pensamos que “todo tiempo pasado fue mejor”. Pero las evidencias son incontrovertibles: no pasamos de cinco suplementos culturales semanarios (unos más raquíticos que otros) cuando en los 80 había legión… Y en ellos casi no hay reseñas de libros, y de las reseñas que sí se publican, la mayoría son de libros españoles. aún más grave está la situación en música, teatro y artes visuales. Ya no existen editoriales marginales como aquellas donde se daban a conocer operas primas de los jóvenes escritores de entonces, como Alberto Blanco, David Huerta, Francisco Hinojosa, Federico Campbell, Daniel Sada, Francisco Hernández, Coral Bracho, Blanca Luz Pulido, Marcelo Uribe, Marco Antonio Campos, Francisco Hernández, Juan Villoro, Vicente Quirarte y un larguísimo etcétera.

Todo se está reduciendo a una fórmula peligrosísima: si no deja dinero de inmediato, carece de valor. Pero la importancia de la cultura de un país —y hablo en el sentido amplio— no sólo se refleja en plata rápida y fácil. Es el subsuelo anímico de la nación. Si no se cultiva, no hay cosecha 20 años después. Los jóvenes actuales, ¿con qué se están nutriendo?

martes, 5 de junio de 2007

La maravilla del olvido


Los neurólogos apenas empiezan a descifrar la mente humana. Cómo recordamos hechos, olores, colores, sensaciones, voces, música, palabras, imágenes… es un misterio que las nuevas tecnologías sólo ahora han empezado a resolver. Con énfasis en la palabra empezado: únicamente hemos rascado la superficie.

tengo mi propio misterio. No entiendo por qué algunos libros o películas se me olvidan enseguida, y por qué otros —no necesariamente mejores o peores— recuerdo con gran nitidez. Yo daba por sentado, sin reflexionar en ello, que la calidad era factor importante. Podría parecer lógico: uno recuerda lo que es de inspiración y factura superiores; lo que no alcanza este nivel es olvidable y, lógicamente, lo olvidamos. Pues no…

He leído infinidad de libros excelentes, pero olvido sus detalles con rapidez. Me quedo con los grandes temas, algunas sensaciones. Cuando me propongo memorizar algo, puedo hacerlo, pero cuesta mucho trabajo. Me encanta, por ejemplo, el arranque de Cien años de soledad, y me lo aprendí de memoria y lo uso para ilustrar ciertas finezas de la sintaxis castellana. ¡He leído la novela tres veces pero sería incapaz de recitar, situación por situación —anécdota por anécdota— lo que en ella sucede! Sólo retengo la imagen totalizadora.

Hace 20 años leí Rojo y negro de Stendahl. Lo leí dos veces seguidas, sin parar. Ahora lo estoy releyendo en francés. Me parecía que no recordaba casi nada, unas escenas aisladas —como aquella cuando Julián Sorel se cae de una viga en el aserradero de su padre, y se le pierde un libro en el arroyo que lo atraviesa—, pero ahora resulta que sí recordaba. Me vuelven las imágenes y sucesos justo antes de leerlos. El cerebro va recuperando, anticipadamente, lo que aparentemente había sido perdido. Lo revelador es comparar el recuerdo con la realidad del hecho literario.

Éste es un libro maravilloso, pero otros igualmente maravillosos he olvidado y necesito releer. Lo mismo sucede con el cine. Veo aproximadamente 100 películas al año, ¿pero cuántas recuerdo? Otra vez: la memoria es en extremo selectiva. Retiene ideas, sensaciones pegadas a emociones, colores, sonidos.

En el fondo, creo que esto es bueno. Me permite, por ejemplo, escuchar un chiste muchas veces y siempre vuelvo a reírme. Puedo ver Casablanca una vez al año y me sigue fascinando. Leer un libro a los 20 años está bien, pero a los 40 ya es otro libro y hay que volver a leerlo porque tendrá secretos nuevos, mucho más deliciosos …

domingo, 3 de junio de 2007

Tengo problemas con mi manera de… hablar francés

No es que sea adicto al francés, pero entre ese idioma y yo sucede algo mareador y difícilmente explicable, lo que me trae de cabeza desde hace 25 años.

En la secundaria, cuando había que decidir qué idioma extranjero uno iba a estudiar, casi todo el mundo elegía o el español o el alemán o el francés para cumplir con su requisito (yo nací y viví hasta los 19 años en Nueva Jersey, Estados Unidos). Pero yo —junto con unos cuantos despistados más— elegí el latín, más por presiones de mi señora madre que por gusto. Ella me explicaba que, sabiendo latín, me sería más fácil aprender cualquier otro idioma románico.

Desde luego tenía razón. Por lo menos había acertado en lo referente al español. Tanto es así que, en la prepa, cuando sí tomé mi primer curso de lengua española, jamás tuve que estudiar y siempre saqué 10 (o “A” en ese país). El único problema estaba en que realmente no aprendí nada. Lo que hacía era —en el mejor de los casos— descifrar (¿adivinar?) el significado de los textos en español, cosa que podía hacer gracias a su cercanía con el latín, pero no llegué a dominar absolutamente nada. El subjuntivo, para mí, seguía siendo tan misterioso como lo había sido en la lengua de los romanos antiguos, pues mi maestra nunca halló la manera de hacérmelo comprender. En otras palabras, el seudo latín me permitió fingir que sabía un seudo español. Si en la biblioteca de la preparatoria no me hubiera topado con la poesía de César Vallejo y Federico García Lorca en ediciones bilingües, probablemente habría abandonado el español por completo en segundo o tercer año de prepa, sin haber tenido que enfrentar la dolorosa verdad acerca de mi ignorancia.

Choqué contra el muro de la realidad en mi primer en Rutgers University, al decidir tomar un curso de español para darle gusto a mi novia de entonces, Jean-Marie Simon, quien era fanática del idioma español. después se hizo fotógrafa para Playboy en japonés y Amnistía Internacional, si no me equivoco, e hizo un trabajo importante vis-à-vis los derechos humanos en Guatemala. Además, publicó un portafolio de fotografías de “Bag ladies” en Casa del Tiempo, revista de la Universidad Autónoma Metropolitana, con un ensayo introductorio mío.

En la universidad, sin embargo, ya no pude seguir fingiendo. Reprobé el primer semestre de lengua española, y eso me dolió en el alma de mi orgullo. Lo único que recuerdo de ese semestre es que el maestro era tejano y que cantaba ópera, con acento tejano. Y yo seguía sin comprender para qué demonios servía el subjuntivo, cosa que debía haber aprendido perfectamente durante mis estudios latinos. ¿Qué puedo decir? Era un negado para el subjuntivismo.

El siguiente semestre, sin embargo, me tocó con una señora joven, Marilyn R. Frankenthaler, mucho más seria, quien hacía su tesis doctoral asesorada por el argentino Luis Mario Schneider, quien más adelante me convencería de estudiar mi tercer año de universidad en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Algunos abriles después, Frankenthaler se convertiría en una estudiosa importante del narrador mexicano José Revueltas (José Revueltas: el solitario solidario).

Ya había tronado con mi novia pero me había enganchado con la poesía en lengua española. Vaya, la sentía mucho más de lo que la entendía. Seguía fascinado con Vallejo y García Lorca, y ya estaba leyendo a Jaime Sabines. Quién sabe cómo. Pero en la librería universitaria, en un remate, conseguí en 25 centavos de dólar su Recuento de poemas publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México. Le hice una proposición bastante heterodoxa a mi profesora: yo me comprometía a estudiar duro duro en las cuestiones de su clase si ella se comprometía de manera igual a leer las tonterías que yo escribiría sobre las novelas que ella mi recomendara para leer fuera del programa oficial. Quién saber por qué, pero dijo que sí.

La primera fue Marianela de Benito Pérez Galdós. Después siguieron Doña Perfecta (idem) y El tesoro de la Sierra Madre de Bruno Traven… en español. Yo leía, descifraba, y hasta empecé a comprender —por lo menos en teoría— las sutilezas del subjuntivo. Y escribía religiosamente en un español totalmente champurrado, pocho al revés, pero yo era feliz. Seguro que la señora profesora se divertía conmigo y mi entusiasmo. Y fue ella quien recomendó que tomara un curso de conversación con Luis Mario Schneider. Me apunté en ése y, además, otro impartido por el doctor Schneider, que era una visión panorámica de la literatura latinoamericana.

Ese año, me refiero al lectivo 1972-1973, me la pasé escuchando las anécdotas loquísimas de Luis Mario (que yo sólo entendía a medias, si es que llegaba a medio entenderlas), junto con algunos conceptos sobre romanticismo y nacionalismo en la literatura latinoamericana que tampoco entendí muy bien. Me parecieron cursos maravillosos, sobre todo cuando llegué a comprender un poco mejor la lengua hablada, o como la hablaba Schneider, que más tarde se me revelaría como una especie de mezcla entre el castellano de Corrientes, Argentina, y el del altiplano mexicano, pero en ese momento no llegué a sospechar ni remotamente la importancia que él llegaría a tener en mi vida.

Pero también fue el año en que decidí vivir peligrosamente, pues elegí un curso de francés que se impartía en Douglass College, la hermana gemela de Rutgers College. Hay que entender que en esa época, la Universidad de Rutgers tenía —amén de varios campus en ciudades fuera de New Brunswick, New Jersey, su sede— dos colleges (serían “universidades” con mérito propio en cualquier país de habla española) que otorgaban licenciaturas: una era para varones (Rutgers College) y otra era para damas (Douglass College). Lo bueno radicaba en que uno podía tomar cursos en el college del sexo opuesto, y los créditos contaban igual. Yo, ni tardo ni perezoso.

Otra vez, pensé que el aprendizaje de otro idioma iba a ser pan comido. No lo fue. Mi maestro, Michel Coclet, me cayo estupendamente. Era buenísimo. Pero yo estaba acostumbrado a no estudiar, y con él había que hacerlo. Yo siempre prefería leer, leer y leer en lugar de memorizar conjugaciones. Por desgracia, no sabía el suficiente francés —de hecho, no sabía nada— como para ponerme a leer a Molière, así que la pasé mal hasta que me atreví a abordar a una de mis compañeras de clase, que me parecía mucho más inteligente y estudiosa que yo. Se llamaba Johanna Rubba, y ahora es doctora en lingüística en la California Polytechnic State University, pero lo que más le gusta es trabajar la madera como ebanista, además de diseñar y fabricar joyería artesanalmente. También es iniciada en las danzas folclóricas del este europeo.

La verdad, no lo recuerdo, pero conociéndome, de seguro le planteé que nos reuniéramos para estudiar francés. Y, conociéndome, esto habrá sucedido, por lo menos al principio, porque dentro de poco, ya éramos novios, y ella me soplaba las respuestas en los exámenes, algo que me llena de vergüenza. Tal vez yo le copiaba sin que ella se diera cuenta. O se apiadaba de mí porque me tenía lástima. En todo caso, no fue en todos los exámenes, pero por lo menos en uno, porque ése sí lo recuerdo. En el curso ella sacó A, y yo, B. Era un ocho (en mexicano) que yo no merecía ni con dispensación papal, pero estaba completamente enamorado y eso, me parecía, justificaba todo. Hubo el inconveniente, por supuesto, de que no aprendí francés, ni ese año ni en muchos más.

Entre mis clases de español y mi enamoramiento a la francesa (todavía sin saber francés), me enteré de la Guerra Civil Española y me puse a leer todo lo que caía en mis manos. Además, en otro curso que había tomado en Douglass, ahora de fonética española, me había tocado de profesora una refugiada republicana, Micaela Misiego, y nos contaba anécdotas…

Con esta nueva obsesión, se me ocurrió que lo mejor que podría hacer, sería marcharme a Madrid a estudiar en la Universidad Complutense y enterarme de primera mano cómo se vivía bajo el fascismo español, y tratar de comprender qué había sucedido en la República antes y durante la guerra, al mismo tiempo que aprendiera bien el español para leer más a García Lorca y otros poetas que iban saliendo a mi encuentro, sin que yo los buscara adrede (Miguel Hernández, Antonio Machado, Luis Cernuda, etcétera).

Pero no contaba con la astucia de Luis Mario Schneider, pues él estaba organizando un grupo de Rutgers y Douglass que se trasladaría, en masa, a la Ciudad de México, donde estudiaría en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Cuando le planteé dificultosamente cuáles eran mis planes madrileños, me felicitó y enseguida me convenció de que la mejor opción para mí era estudiar en México. Entre otras ventajas, no me costaría más de lo que ya pagaba de colegiatura (que era muy poco, siendo Rutgers universidad el Estado). Habría que cubrir la pura pensión, que me tocaría en la calle de González de Cosío en la Colonia del Valle. “Total —me habría dicho—. Allá también hay muchos españoles”.

Llegué a México en agosto de 1973. Johanna también se ausentó de nuestro natal estado de Nueva Jersey, y se trasladó a Manchester, Inglaterra, a estudiar Lingüística. Con lo que había aprendido con Luis Mario y Marilyn Frankenthaler, llegué a México sabiendo leer el español, más que a medias, pero menos que bien, y con serias deficiencias para comprender lo que la gente decía en la calle. Pero tras un dolor de cabeza que me duró tres semanas, como por arte de magia, ya entendía todo.

Terminé el año, volví a Estados Unidos, me gradué en 1975, rompí con Johanna (o ella me rompió conmigo), empecé a estudiar la maestría, volví a México a dar clases en 1976, me casé con una de las profesoras de mi escuela en Cuernavaca (Claudia Acevedo, madre de mi primogénita, Yliana), regresé a Estados Unidos a redactar mi tesis de maestría, en diciembre de 1977 llegué de nuevo a México a estudiar el doctorado (que terminé en el 80, si mal no recuerdo) y a trabajar en El Colegio de México, como asistente de Alberto Dallal, con la ayuda de Luis Mario Schneider. (Éste, por si fuera poco, también dirigió mis tesis de licenciatura y maestría sobre Tomás Mojarro y Jorge Luis Borges, respectivamente).

A pesar de que había terminado todos mis cursos de doctorado, hecho el examen de dominio de uno de dos idiomas extranjeros (me tocó el español, por haber nacido en Estados Unidos) y escrito mi tesis (sobre la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, sugerencia de Luis Mario), no pude recibirme porque… no sabía francés.

mi obvia y dolorosa ignorancia me caló patéticamente en 1990 cuando tras dar unos cursos sobre el boom hispanoamericano en varias ciudades de España (Toledo, Cuenca, Ciudad Real), hice un tour relámpago de Europa en ferrocarril. Debo confesar que entendía más alemán y holandés, gracias al idish de mis padres que el francés que escuché durante los dos días que deambulé por París. (Mis padres, cuando querían que mis hermanos y yo no entendiéramos sus conversaciones, hablaban entre sí en idish, y así aprendimos más de lo que ellos sospechaban). Y así duré unos 13 años más.

A fines de 2002, no obstante, recibí una invitación para asistir a un encuentro de editores mexicanos y franceses independientes, dentro del marco del Salon du Livre, en la ciudad de mis frustraciones: París. El mini congreso y el Salon se realizarían en marzo de 2003. Acepté sin pensarlo siquiera. Compré un programa de cómputo para ayudarme a recordar algo del francés que había aprendido en la universidad, traté de revisar mis libros de texto, y con algunas frases memorizadas llegué al aeropuerto Charles de Gaulle el jueves 20 de marzo a las 14 horas, tras 10 horas de vuelo, durante las cuales había estallado la guerra en Irak, la de George W. Bush. Estaría yo en París durante 11 días.

En este tiempo, caminando incansablemente por las calles, acompañado en ocasiones, generosamente, por el novelista colombiano-mexicano-francés Eduardo García Aguilar, aprendí 10 veces más francés que en la universidad y con mi programa de cómputo. Lo suficiente como para leerme un par de novelas en el avión de regreso.

Decidí, a mi regreso, tomar un curso en la Alianza Francesa. Con trepidación, me sometí al examen de rigor, esperando —lógicamente— que me asignaran uno de los cursos elementales, tal vez no el de los meros principiantes, pero no el avanzado que sí me asignaron. Me sentí halagado pero estaba aterrorizado. Después descubrí que mis compañeras (yo era el único varón; Douglass, al parecer, me perseguía), en general, eran señoras de las llamadas fodongas de Polanco, aquellas que no estudian (ajem, ajem…) y que toman cursos para distraerse socialmente. Me dieron mucha ternura, me solidaricé con ellas sólo de recordar cómo Johanna me auxiliaba, y procedí a hacerle una propuesta harto heterodoxa a mi maestra: yo escribiría pequeños textos en francés, y ella me corregiría, fuera del trabajo reglamentario de la clase.

Aceptó. Quién sabe por qué. Y así lo hice durante el tiempo que duró el curso. Y con todo y que pasé con buena calificación (no recuerdo cuál), no seguí con los cursos porque aprendía más leyendo. Me suscribí a Le Monde, seguía leyendo sin muchos problemas, pero al acudir al cine Casa de Arte a ver películas francesas, no entendía más que el 30 por ciento si no prestaba atención a los subtítulos. Volvía mi depresión a la francesa.

Hace un par de meses me llegó una nueva invitación, ahora a asistir a un gran encuentro de editores independientes de todo el mundo latino, auspiciado por la Alliance des Éditeurs Indépendants, otra vez en París. Acepté sin siquiera pensarlo. Para practicar, renové mi suscripción a TVCinq, saqué mis flash cards que preparé durante mi curso de la Alianza Francesa, y me he puesto a temblar. Voy a estar 17 días en París. Para mí será una clase de 400 horas intensivas, incluyendo los sueños que logre desarrollar en francés, y si no regreso entendiendo lo que se dice en la calle y pudiendo comprender por lo menos el 80 por ciento de lo que se dice en las películas, creo que voy a tener que inscribirme, no en un curso de la Alianza sino en una sucursal de Francófonos Anónimos. He tocado fondo. Tengo que sacar este buey (yo) de la barranca. He dicho.

Salgo a París el 29 de junio.