jueves, 31 de enero de 2008

El universo poético de Rubén Bonifaz Nuño

Acaba de aparecer en Editorial Visor, de Madrid, esta antología de la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño:

Luz que regresa

Selección y prólogo de Sandro Cohen


Enseguida se ofrece el prólogo que introduce a los lectores españoles la poesía de uno de los mayores poetas de lengua española de todos los tiempos.


El universo poético de Rubén Bonifaz Nuño

LA POESÍA de Rubén Bonifaz Nuño —fértil, intensa, inquietante— no cabe fácilmente dentro de los parámetros de la poesía mexicana, latinoamericana o, incluso, en lengua española. Posee una riqueza de formas y contenidos de cuya existencia pocos sospechan hasta que se acercan a leerla con detenimiento. No se le puede aplicar ninguno de los motes que se han utilizado para calificar a sus contemporáneos o a quienes pertenecieron a generaciones inmediatamente anteriores: poeta de la inteligencia, poeta de la ciudad, poeta político, poeta del hombre común, poeta de la musicalidad, poeta formal, poeta hermético, poeta del amor… En casi cualquiera de sus 18 poemarios el lector puede hallar a cualquiera de estos poetas —o a varios simultáneamente— porque sería raro que Bonifaz Nuño explorase sólo un tema en un libro dado,[1] y también sería raro que lo hiciese de la misma manera.

Rubén Bonifaz Nuño nació en Córdoba, Veracruz, el 12 de noviembre de 1923. A temprana edad se trasladó, con su familia, a la Ciudad de México, donde reside hasta la fecha. Aunque se tituló de abogado, su amor siempre ha sido la literatura. Asimismo, es gran melómano y lo he escuchado tocar al piano piezas de Beethoven admirablemente, y de memoria. Esto no me sorprendió porque ya había constatado su dominio absoluto de los variadísimos ritmos y cadencias de la versificación castellana. Para él, la música y la poesía están íntima y profundamente hermanadas.

Doctor en Letras, ha dedicado su vida académica a la Universidad Nacional Autónoma de México, y dirigió su Imprenta Universitaria en una de sus etapas de mayor esplendor. Es miembro de El Colegio Nacional —indudablemente el grupo de intelectuales y creadores más prestigiados de México— y durante muchas décadas fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua Correspondiente a la Española. Ha obtenido incontables reconocimientos nacionales y extranjeros, pero Rubén Bonifaz Nuño, sobre todas las cosas, es poeta. Como Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Carlos Pellicer —y muchos otros— lo hicieron antes de él, Bonifaz Nuño ha abierto senderos en la poesía que muchos mexicanos hemos seguido explorando.

En esta antología se da amplia muestra de los temas y las formas que Rubén Bonifaz Nuño ha ensayado desde sus primeros poemas, que datan de 1945. Después de dominar las formas clásicas de la poesía en castellano, Bonifaz Nuño se ha empeñado a innovar el verso desde dentro, de manera sutil —nunca estrambóticamente ni con ganas de pertenecer a ninguna vanguardia—, a partir de sus acentos, o apoyos, principales. Ha recurrido con insistencia, por ejemplo, al decasílabo, pero no al estilo tradicional, con acento principal en la sexta sílaba, sino en la quinta. Es como si fuera un endecasílabo, pero sin la primera sílaba, lo cual le da una música muy especial, sobre todo cuando se combina con versos de nueve, o de once sílabas, como ocurre a partir de “El caracol” (1952).

Durante años estas variaciones tan sutiles pasaron inadvertidas para la mayoría de los lectores, incluyendo a los críticos, pero el poeta siguió explorando cómo hacer que el verso en español cantara de otro modo. Puede argumentarse que se valió de conceptos rítmicos helénicos y romanos —no en balde ha traducido al castellano gran parte del canon clásico—, o que se sirvió de sus estudios de la poesía mexica, cuyas resonancias se escuchan claramente a lo largo de casi toda su obra. También es innegable la influencia de la poesía popular en Rubén Bonifaz Nuño, la cual llega por medio de la canción ranchera, el corrido o el son veracruzano. Sea como fuere, la versificación del poeta es compleja, rica en tonalidades e insinuaciones sonoras que juegan sabia y casi imperceptiblemente con los fondos, pero el resultado es una voz inconfundible, única. Se trata de una de las obras poéticas más originales de la literatura en lengua española.

Si tuviéramos que afirmar cuáles son los temas torales de la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, tal vez podrían reducirse a dos: el amor y la relación del ser humano con Dios y la sociedad que lo rodea. Pero éstos dos, a su vez, podrían fundirse en uno solo: el hombre que busca sentido en la vida por medio de sus pasiones y su necesidad de trascender. Vista así, la obra poética de Rubén Bonifaz Nuño puede entenderse como una búsqueda amorosa de muchos sentidos, corrientes, direcciones y profundidades. Posee elementos místicos —en el sentido cristiano y el cabalístico, como veremos enseguida— profanos, populares, herméticos, eróticos, simbólicos, musicales e incluso mágicos, lo cual refleja fielmente las diversas búsquedas intelectuales, espirituales y literarias de este creador incansable que, a sus 84 años, no deja de leer, escribir y traducir, aun cuando la ceguera que lo ha aquejado progresivamente desde hace más de 25 años, le ha dejado sólo un pequeñísimo resquicio por el cual se mantiene en contacto con el universo visual.

Rubén Bonifaz Nuño ha escrito algunos de los poemas amorosos más citados, y recitados, en años recientes, y en el repertorio de los jóvenes, algunos de ellos han llegado a superar —incluso— a “Los amorosos” de Jaime Sabines, tal vez uno de los poemas más populares del siglo veinte en lengua española. Desde Imágenes (1953) hasta Del templo de su cuerpo (1992), Bonifaz Nuño ha explorado el amor desde la plenitud y desde el vacío, desde el promontorio de la fe y desde el abismo de la duda incesante, desde la carne y desde el espíritu, desde la literatura y desde la experiencia carnal más sublime y dolorosa.

Podríamos afirmar que dos amores existen en la obra de Rubén Bonifaz Nuño. Uno se refleja en la sentencia del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y el otro se desarrolla en términos de una pareja, sea en el sentido físico o en el de una mística amorosa. De hecho, tanto el amor fraterno o social como el amor de pareja comparten una sola dinámica; lo único que varía es el concepto del recipiente amoroso y las manifestaciones inmediatas de ese amor. Es más: aun en la vertiente mística del amor —una relación entre un ser humano y la divinidad, por lo cual también debe considerarse como una especie de amor de pareja extra humana— se establecen correspondencias parecidas a las que se dan entre los seres mortales, sea en pareja o comunitariamente. En el amor divino, lo mismo puede haber aceptación como rechazo, el sentimiento de angustia como el de plenitud. Los individuos de una comunidad, asimismo, pueden sentirse como partícipes activos de su grupo y correspondidos en sus acciones, o pueden concebirse como sus víctimas o simples marginados, los rechazados del festín humano.

Cuando el hombre ama y es, además, correspondido, su hacienda rebasa los límites de lo material. Y si a la riqueza del amor correspondido puede oponerse el vacío de la pobreza, también se colige que esta pobreza, en el fondo, es una negación de la persona que la sufre. Tanto los celos, el orgullo —que muchas veces deviene sinónimo de “despecho”—, el dolor y la tristeza crónicos se reconocen como síntomas de esta negación y casi siempre revelan la calidad mutilada de quien se niega como consecuencia de un desencuentro amoroso, sea por medio del rechazo o del empeño infructuoso de hacer realidad un amor imposible.

El manto y la corona es un libro donde el amor y la posibilidad de perderlo se alternan de tal manera que el lector llega a compartir la zozobra de quien escribe. El ala del tigre, a pesar de su visión amorosa más madura, no resulta menos trágica. En Albur de amor, también se percibe de manera constante la tragedia que suele acompañar la experiencia amorosa, sólo que aparece una vertiente del autodesprecio que resulta de sentirnos “obligados” a querer a quien no nos quiere.

El amor visto aun en su nivel más superficial de cortejo, aceptación o rechazo, se hace presente a lo largo de toda la obra de Bonifaz Nuño, a pesar de que su función poética ha ido variando con el tiempo. El individuo que vive así el amor es muy consciente de su posición en la sociedad; si será visto como un gran señor, si lo verán como un fracasado. El dinero es un factor fundamental porque de él depende el desenlace de la relación; puede significar la diferencia entre el rechazo que conduciría al desprecio y el autodesprecio, y la aceptación que lleva de manera implícita la idea del matrimonio, la estabilidad, los hijos y —también— el aburrimiento, el hastío y la posible desaparición del amor por el cual se había luchado al principio.

La metafísica de Rubén Bonifaz Nuño proviene principalmente de conceptos cabalísticos a veces filtrados por el mundo de la alquimia, la alta magia y las ciencias ocultas en general. Con mucha frecuencia en la poesía de Bonifaz Nuño se encuentran ciertas palabras y frases cuyo empleo puede parecer caprichoso o destinado a oscurecer el contenido de un poema. Pero, a fin de cuentas, ninguna interpretación metafísica, alquímica o cabalística vendrá a contradecir el sentido primario de la poesía, sino a enriquecerlo. Sea como fuere, el lector de la poesía de Rubén Bonifaz Nuño nunca debe perder de vista que, para el poeta, fondo es forma. Toda forma funciona para que se transmita eficazmente su fondo. El exacto significado de una referencia a la cabalá o al mundo de la magia es materia para eruditos, pero no hace falta para gozar la poesía plenamente. El lector agudo percibe en qué aguas el poeta —y él mismo— está navegando. No es requisito esencial la perfecta comprensión intelectual de cada clave sino la asimilación emocional del fondo gracias a la forma en que éste es presentado.

Aparte, es necesario señalar que desde los primeros poemas de Rubén Bonifaz Nuño ha existido cierta ambivalencia en la figura de la mujer. A veces parece real; otras, imaginaria. Hay poemas donde el lector recibe la impresión de que se trata de la mujer ideal romántica, y hay otros en que se trata de la mujer ideal cristiana: la Virgen María. En libros como Del templo de su cuerpo, o incluso Trovas del mar unido y Calacas, la mujer representa una estructura amorosa, vital, donde esto incluye también a la muerte, de manera fundamental. Esto en ningún momento, sin embargo, excluye la posibilidad de que esta mujer —o esta mujer en sus muchos avatares— sea real, física, de carne y hueso. Lo que más llega a desconcertar al lector es que todo esto puede darse casi simultáneamente en una misma serie de poemas, como en “Canto del afán amoroso”, o en un poema individual, como sucede a veces en El ala del tigre, La flama en el espejo, Albur de amor y Del templo de su cuerpo.

Lo anterior podría parecer confuso, pero si comprendemos la tentativa de Bonifaz Nuño, nos daremos cuenta de que no son sino diferentes niveles de un solo fenómeno: el amoroso. Vistos así, los poemas pueden referirse a la conquista de una mujer, a la unión mística —sea mediante la Virgen, sea directamente con Dios—, a la plenitud del alma que se completa cuando se unen sus dos mitades “perdidas”, que en términos cabalísticos constituyen las “almas gemelas”.[2]

El amor, visto cabalísticamente, proviene de Dios, y en los seres humanos puede manifestarse de muchas maneras. Según la cabalá[3] y fuentes talmúdicas, Dios creó el universo, los mundos y los seres que poblarían la tierra por amor, por compartirse, darse. Pero, para darse, tenían que existir receptores: los seres humanos. Para que el hombre pudiera gozar de los tesoros que Dios le tenía destinados, en primer lugar tendría que desearlos, y por esto el alma del hombre era previsto del deseo de recibir. Pero no iba a ser suficiente recibir a secas, porque esto, en términos cabalísticos, conduciría al pan de la vergüenza: recibir sin mérito. Pero, ¿cómo iba a merecer el hombre lo que Dios deseaba ofrecer? De ahí viene el concepto del libre albedrío: el hombre no es ni bueno ni malo inherentemente. Tiene la libertad de escoger entre el bien y el mal. Todo mal proviene precisamente del deseo de recibir para uno mismo, el egoísmo, y todo bien tiene su fuente en lo contrario: recibir para compartir. El hombre podía recibir, sin dañarse, lo que Dios le tenía destinado siempre y cuando lo recibiera con el fin de compartirlo a su vez, como imitación de la divinidad. Mientras más pueda dar el hombre, compartirse, más podrá recibir de Dios.

En resumen: en términos cabalísticos, Dios, para poder compartirse, tenía que llevar a cabo la Creación, pero lo que en ella iba a existir tenía que desear lo que su Creador le ofrecía, o este ofrecimiento carecería de sentido. Si Dios hubiera creado un mundo y, por ende, seres humanos perfectos —sin la posibilidad de ser atraídos por el mal— no tendrían la oportunidad de merecer la luz divina mediante sus buenas acciones: un ser perfecto —como Dios— no necesita nada. El alma de un ser imperfecto, en cambio, añorará la luz perdida en el tsimtsum e intentará recibirla para compartirla, bañándose así en luces cada vez más intensas, impregnadas de la Shejiná, la presencia divina. Éste, según la cabalá, es el sentido último de la Creación.

Con esta información previa, resulta comprensible que en la poesía amorosa de Rubén Bonifaz Nuño se hable de la amada en términos de luminosidad, y no importa que se hable de un amor entre seres humanos o del amor que un hombre puede sentir por Dios mismo, puesto que son —como ya descubrimos— eslabones de la misma cadena de la Creación. Esto también hace posible que se mezclen los diferentes niveles amorosos, que el lector no sepa exactamente de qué objeto amoroso se está hablando. Explica, asimismo, por qué el acto de amar es un gesto de entrega que pierde todo sentido si ésta no es aceptada. Y también explica por qué el amor carnal que sólo sea producto del deseo de recibir para uno mismo termina en narcisismo estéril y en el hastío, si no en la violencia y la búsqueda de paraísos artificiales que no son sino vías rápidas y prácticamente incontrolables hacia el estado mental y físico que siempre han anhelado los cabalistas, maestros del zen y otras disciplinas metafísicas.

En el “Canto del afán amoroso” se complementan y enriquecen el amor humano y el divino. La mujer, como es la meta de la búsqueda amorosa del poema, es quien posee el deseo de compartir, y es el hombre quien desea recibir su luz. Esta situación también existe si la mujer en cuestión es la Virgen María —en representación del amor divino, según el universo católico—, aunque la luz sería mucho mayor, en verdad insoportable, de no ser filtrada por la humanidad de su trasmisora. Así, en efecto, se trata del mismo amor, la misma luz, pero con diferentes intensidades.

En La flama en el espejo, que junto con Del templo de su cuerpo es el libro más intensamente cabalístico y alquímico de Bonifaz Nuño, es constante el empleo de la luz —y sus diferentes manifestaciones: fuego, flama, incendio, lumbre, etcétera— como una metáfora de la dinámica de la entrega y el recibimiento para compartir. La flama en el espejo es un libro donde el amor deja de existir carnalmente. Esto ya había sucedido en el “Canto del afán amoroso”, pero en ese poema, como ya hemos visto, existe el amor en una doble encarnación; oscila entre el humano y el divino, lo terrenal y lo místico. En La flama en el espejo, sin embargo, los dos niveles están perfectamente asimilados: se trata del amor a secas. Los términos corporales que se utilizan, como en toda la poesía mística a partir del Cantar de los cantares, son inevitables porque no disponemos de otro vocabulario que no sea humano. Con esto no debe inferirse que se trata de un libro de amor místico. No es así. Lo que sucede en La flama… es que la diferenciación entre lo místico y lo humano carece ya de sentido. Sólo se presenta el amor en muchos y variados matices, desde el deseo hasta la satisfacción de quien satisface, clave de la idea de la redención, de la era mesiánica.

La dinámica del amor divino también se encuentra en el humano; funciona según esquemas parecidos. El amante busca ser herido por la amada (o viceversa), lo cual provoca el asedio amoroso en que ella también se deja herir, y los dos —vencidos— triunfan sobre la soledad, íntimamente compenetrados. Esta situación se da como un ideal en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño: para la pareja humana, es una esperanza, un sueño fugazmente realizado que se convierte en la añorada edad de oro de una memoria ya no compartida.

Cuando dos almas logran iluminarse, según los cabalistas se trata de almas gemelas, como ya se vio brevemente. El alma siempre es consciente de estar buscando a su otra mitad, y según la cabalá, es muy posible que ni siquiera coincidan en esta vida, sino que tendrán que hallarse en alguna otra encarnación, después de haber cumplido el tikún que las almas requieren para purificarse, proceso muy parecido al del karma hindú. Esta idea se halla presente, de modos diversos, a lo largo de prácticamente toda la obra de Rubén Bonifaz Nuño.

En términos cabalísticos, lo que le sucede al individuo también ocurre en el cosmos, ya que existe una compleja cadena metafísica —aunque real, se entiende— entre el mundo del ein sof, la luz infinita de Dios, y el mundo de la creación, la nuestra, pasando por una serie de etapas diseñadas para establecer nexos entre los mundos y volver el nuestro habitable y, además, capaz de alcanzar estadios cada vez más perfectos.

En la poesía de Rubén Bonifaz Nuño, sobre todo a partir de la última etapa —desde El ala del tigre hasta Calacas— hay repetidas referencias a la Creación, al acto de crear, y la generación de la vida. Estas referencias suelen hacerse dentro de un contexto de lucha, pero no sólo entre seres humanos con sus intereses propios, o entre el alma y la divinidad, sino que somos testigos de la materia que lucha consigo misma y que sólo se reconcilia cuando de esa lucha ha surgido la chispa, la explosión vital, el big bang o, en términos cabalísticos, los instantes posteriores al tsimtsum.[4]

En los símbolos y las metáforas que el poeta emplea, campean las nociones de la inercia, la violencia, los golpes, la guerra, la confusión, el desorden, los contrarios, el combate, las armas, el sacrificio, los escombros, la victoria, los despojos, el relámpago, la semilla, lo doble y la reconciliación. Con este recuento, se vuelve evidente que existe la tentativa de explicar la existencia de fuerzas contrarias que buscan imponerse para reconciliarse y, después, unirse. Es una lucha, sin embargo, carente de una carga moral a priori, porque —en los términos cabalísticos y alquímicos manejados por el poeta— estamos hablando de la materia y su lucha por la existencia, dado el deseo de recibir con que fue dotada por la Causa sin Causa en el momento inmediatamente posterior al tsimtsum. O, en todo caso, la única carga moral de la materia, como la primera asumida por el ser humano, era reproducirse, compartirse, transformarse, reconciliarse, perfeccionarse.

En esta guerra está cifrada de antemano la paz, el justo acomodo de los elementos que buscan su lugar en la cadena de la Creación para formar parte de ese pacto que, según la tradición, Dios celebraría con sus criaturas: primero con Adán, renovado con Noé, ratificado con Abraham, Isaac y Jacob, y reafirmado con Moisés: el mundo pertenece a los hombres; fructifiquen y multiplíquense, hagan de la tierra un lugar digno de ser habitado por hijos Míos, y por todas Mis criaturas. Así, podrán contar con Mi apoyo.

El corazón de la espiral es una hermosa alegoría sobre la Creación y la creatividad que existe en múltiples niveles: el cósmico, el físico, el humano y el espiritual. El primer poema habla del amor, el fundamento del libro, parafraseando el Pervigilio de Venus:[5] “Ahora ha de amar aquel que amó; / ha de amar ahora el que no ha amado”. El poema de Rubén Bonifaz Nuño está imbuido de la creatividad femenina, el impulso de la creación, sea de la materia en el sentido divino, de los seres vivientes —de los primeros y de su descendencia— o del arte, la creación del hombre por excelencia.

La conciencia del combate amoroso sigue presente en Albur de amor, aunque en este libro, a diferencia de El corazón de la espiral, representa sólo un aspecto de la gran reconciliación que se efectúa entre los distintos estadios del amor humano visto a través de símbolos indígenas, bíblicos y occidentales. Las situaciones en que se dan, además, pertenecen a diversos ámbitos de la existencia cotidiana, algunos fácilmente reconocibles por su carga de folclor urbano y musical, y otros no tanto porque pertenecen a los sustratos psicológicos del mexicano.

En todo caso, se trata de buscar sentidos en lo que no se comprende, la posibilidad de dar un paso más hacia la meta de la humanidad, ser luz que regresa a su fuente. La flama en el espejo es el libro que más se ocupa de este tema, y en él se discute en los francos términos de la salvación y la resurrección de los muertos. En otras palabras, se trata de la última derrota de la muerte para dar lugar a la vida eterna. La flama en el espejo es un canto de amor más allá de los cuerpos, y muy cerca de la luz que engendró al amor en un principio, en el principio.

La resurrección, de hecho, es el leitmotif que une todo el libro. A veces se lo llama con su nombre; otras, se habla de nacimiento. También hay poemas en que se habla de la “primavera”, pero, en esencia, siempre se está hablando de lo mismo. La idea de la resurrección, o reencarnación, es una fuerza tan poderosa en la obra de Rubén Bonifaz Nuño, que está presente prácticamente desde el principio y llega hasta los últimos libros.

En la reconciliación de los contrarios, en las fuerzas materiales, sexuales, genéticas, e ideológicas que se citan de manera combativamente amorosa —o amorosamente combativa—, se cifra la redención en la poesía de Rubén Bonifaz Nuño. Aquí, el hombre debe sobrevivir para convertir al mundo en un lugar digno de ser habitado por seres humanos. Y el alma, desde luego, es el lugar del encuentro porque existía desde antes, y existirá después. La vida anterior al nacimiento se reencuentra con la vida más allá de la carne cuando el alma se ha purificado durante su tránsito mundano: cuando la serpiente —según la visión indígena— se muerde la cola, reconciliando su principio y su fin.

El amor, visto así —como una emanación del alma—, no sólo trata de la unión de los deseos morales y corporales de dos individuos. En cada unión hay un microcosmos, una nueva representación de lo que ocurrió en el principio. Los símbolos amorosos de Bonifaz Nuño, entresacados de fuentes muy diversas —la Biblia, la cabalá, la alquimia, la alta magia, la escultura y poesía indígenas, el folclor mexicano tradicional, la literatura clásica—, también encuentran en esta poesía una fusión, a veces violenta, pero que siempre da lugar a vida nueva y que renace, como arte, en cada lectura. La poesía es el último eslabón, es luz que regresa.


Centro Histórico de la Ciudad de México,
septiembre de 2007

Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco
Departamento de Humanidades


[1]Con la posible excepción del “Canto llano a Simón Bolívar”, el cual es un poema abiertamente político. En esta antología no se incluye precisamente por su rareza en este sentido. Lo revelador del “Canto llano…” para los estudiosos de la obra de RBN estriba en cómo el poeta aplica las técnicas que ha ido depurando a una temática que antes no había abordado de esa manera y que después se vería de modo mucho más sublimado, más universal y de ninguna manera panfletaria.

[2]En el “Banquete” de Platón existe un concepto parecido aunque las explicaciones que ofrece el filósofo griego tienen poco que ver las teorías cabalísticas. Según Platón, el hombre primitivo era de naturaleza doble; era “redondo; su espalda y sus costados formaban un círculo; tenía cuatro manos y cuatro pies, una cabeza con dos rostros que veían en direcciones contrarias [...]; también cuatro orejas y dos partes pudendas [...]. Terrible era su fuerza, y los pensamientos de sus corazones eran grandes, y atacaron a los dioses”. Según este relato, había tres sexos: el masculino, el femenino y el masculino-femenino (el andrógino, o hermafrodita). Para castigar su afrenta a los dioses, Zeus decidió cortarlos por la mitad para que, así, resultasen de más “provecho”. Después de la división, “las dos mitades del hombre, como se deseaban cada una a la otra, se unían y se abrazaban mutuamente, anhelando volverse de nuevo una sola entidad [...]; cuando una de las mitades se moría y la otra sobrevivía, el sobreviviente buscaba otra pareja, hombre o mujer, como los llamamos [...]”. Platón continúa explicando que esos seres que originalmente eran andróginos buscaban, para formar una pareja, alguien del sexo contrario. Los que eran hombres, buscaban a hombres; las que eran mujeres, a mujeres. El alma vista cabalísticamente, sin embargo, proviene de una sola fuente, Dios, quien encierra a ambos sexos. La división ocurrió cuando las almas —que ya existían— asumieron cuerpos después de la creación. Así, la reunión de las almas gemelas, según las fuentes cabalísticas, siempre se dará —si es que se da— entre miembros de sexos diferentes. [La cita de Platón proviene de The Philosophy of Plato. The Jowett Translation. Pról. de Irwin Edman. Nueva York, Random House, 1928. pp. 353-356. (Modern Library)]

[3]A pesar de que la palabra suele pronunciarse de manera esdrújula en castellano, cábala, no existe razón de peso para no pronunciarla como lo hacían los cabalistas españoles: cabalá, del hebreo kabbalah. Tengo otro motivo para insistir en esta pronunciación: la palabra cábala posee actualmente connotaciones de actividades que sólo remotamente pueden relacionarse con las prácticas y las vidas de los cabalistas, y muchas veces les resultan absolutamente contrarias. Yo, al escribir cabalá, aludo al mundo del Zohar, “El libro del esplendor”; a Rabí Shimón Bar Yojái; al Arí, Rabí Isaac Luria; a Moshe Cordovero, Shlomo Alkabetz, Yósef Caro y Moshe Luzzato, entre muchas otras eminencias. En lo personal, me encuentro especialmente endeudado con la obra del cabalista contemporáneo, el rabí Philip Berg —quien actualmente encabeza el Centro de Investigaciones Cabalísticas en Nueva York y Jerusalén, y la del rabí Ary Kaplan, que en paz descanse.

[4]El tsimtsum, según la tradición cabalística, es fue una contracción o implosión de la luz del ein sof, el mundo sin fin que fue el estadio anterior a la Creación que, según esta misma tradición, revelaba la unidad y unicidad de Dios.

[5]“Poema anónimo, escrito probablemente en el siglo II de nuestra era. Atribuido a Publio Annio Floro”. [Antología de la Poesía Latina. Trad. de Amparo Gaos y Rubén Bonifaz Nuño. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1972. pp. 233-243. (Nuestros Clásicos)].