martes, 31 de julio de 2007

Quejas artístico-laborales


HA SURGIDO UN PROBLEMA serio entre las musas y los creadores. En los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX esta complicación no existía, o de ella se hablaba poco. Algo empezó a escucharse hacia fines del siglo pasado, pero en el XXI ya es epidemia. las musas están molestas, y con justa razón: mientras más viejos se hacen los poetas, pintores y músicos, menos se reconocen las musas en lo que aquéllos crean. Es más: intuyen que han sido reemplazadas por otras, no oficialmente reconocidas como tales, en un acto de franco esquirolaje musístico. O peor para todos: que de plano se está prescindiendo del servicio de las inspiradoras, lo cual se detecta fácilmente en el alto grado de aburrimiento causado por obras carentes de musa. E importa poco si la musa es hombre o mujer…

Tras meditarlo y comparar apuntes con otros observadores del fenómeno artístico, he llegado a la conclusión de que este conflicto es producto del envejecimiento general de la población. Antes los artistas solían morir jóvenes, en plenitud de sus facultades creativas. Si llegaban alguna vez a poseer a sus musas —sueño casi imposible—, o éstas morían tuberculosas o fenecían ellos en alguna batalla contra los turcos, o de tifoidea o sífilis en las selvas tropicales de Polinesia o América Central. La musa, por definición, era prácticamente inalcanzable, y en la palabra prácticamente estaba el desafío. Para decirlo de otro modo, si Dante hubiera tenido a su Beatriz, nosotros probablemente no tendríamos a Dante. ¿Quién se atrevería a casarse con su musa? Casi nadie. ¿No era el matrimonio —ese sinónimo de estabilidad— receta casi infalible para que la musa dejara de serlo?

Ahora los poetas llegan fácilmente a los 40, 50 años. Con un poquito más de esfuerzo llegan a los 60 y 70. Muchos llegan a los 80, 90 e incluso 100 años. Las musas también. La cuestión está en qué artista sigue a la misma musa después de 20, 40 ó 60 años? Y agrego otra pregunta: ¿No se cansarán las musas de andar inspirando siempre a los mismos poetas y pintores, los mismos novelistas y músicos? Tal vez, en el fondo, la queja de las musas actuales sea una cortina de humo: buscan la libertad creativa. Si antes el ciclo creativo se cerraba con la vida corta de cada quien, ahora resulta necesario abrir nuevos ciclos creativos dentro del prolongado ciclo vital que nos ha dado la medicina moderna. Ahora, no sólo los creadores deben ser agentes libres. Las musas también. Habría que revisar ese contrato colectivo…

viernes, 27 de julio de 2007

El Mercado mata

CUANDO ALGUIEN AFIRMA que el arte debiera ser rentable, habría que preguntarle a quemarropa en qué planeta vive. Aquí, con la palabra arte me refiero a literatura, teatro, cine, pintura, escultura, danza, fotografía, música, ópera, etcétera, en sus formas comercializables. No aludo al arte en sí que existe independientemente de las galerías, editoriales, salas de concierto y teatros.

Hace unos años descubrí que una de las mejores casas de ópera del mundo, la Metropolitana de Nueva York, no era rentable. Yo daba por sentado que una institución tan prestigiada sería un ejemplo para los mercadofílicos que justifican todo en función del dinero que gana. Pues no: pierde y en grande. Pero nadie piensa que sería buena idea cerrar la Ópera Metropolitana. Por fortuna, tampoco se piensa cerrar Bellas Artes, que también pierde dinero.

Para ilustrar cuán difícil resulta que el arte sea rentable en términos puramente comerciales, aun dentro de ambientes favorables en extremo, expondré el caso de Book Magazine que publicaba la cadena librera Barnes & Noble (B&N). Se trataba de una revista que ofrecía artículos, reportajes, semblanzas y notas sobre libros y los escritores que les daban vida. Les dedicaba el mismo espacio y atención que la revista People brinda a celebridades. Aun con el apoyo de una de las cadenas de libreros más fuertes del mundo, no pudo ser rentable: tronó.

El primer año regalaban la suscripción si los clientes de B&N se apuntaban dentro del programa “Readers Advantage”. Así llegó a haber 1.4 millones de suscriptores. Pero para el segundo año esta cifra cayó a 150 mil. La décima parte. Y de ahí, pa’l real.

La revista en sí no era una obra de arte sino un órgano de divulgación que exploraba la literatura y el mundo de sus creadores. En otras palabras, se trataba de un apoyo importante a todo el entorno de la novela, el cuento, la poesía, el ensayo, etcétera. Pero ni siquiera con la pátina de éxito y la distribución fabulosa de B&N pudo ser viable el proyecto.

Damos por sentado que el arte siempre existirá. No es cierto. Hace falta apoyarlo, cultivarlo y no pedirle lo que nosotros no estemos dispuestos a dar. Y debemos empezar en nuestras escuelas, donde la enseñanza de las bellas artes, hoy por hoy, suele brillar por su ausencia. ¿Acaso las autoridades de la SEP no se han dado cuenta de que están anestesiandoa millones de niños en cada año escolar? ¿O esto es lo que se busca, bajita la mano, al no dar al arte la importancia que amerita?

Lo he escrito y dicho muchas veces, pero no me cansaré de repetirlo: el arte forma parte de nuestro ser, de nuestra conciencia. Nadie afirma que nuestra conciencia, en sí, deba ganar dinero, que si no produce, no habría que cultivarla. La pregunta importante es ¿cuál es la calidad de nuestra conciencia? ¿Qué pensamos, sentimos, y cómo lo expresamos? La educación artística, como la lingüística, nos da las bases y la plataforma desde las cuales podemos observar, comprender e insertarnos dentro del mundo desde una posición de fuerza, no de simples víctimas, mano de obra barata o carne de cañón.

No se aprende a leer poesía, a escuchar música o apreciar la pintura porque uno, necesariamente, vaya a convertirse en artista sino en un ser humano completo, sensible a lo que lo rodea, capaz de incidir positivamente en la realidad, y es ahí donde el arte le da la mano a las matemáticas y las ciencias naturales.

Quien piensa que todo lo que no se venda carece de valor, no entiende. Si me equivoco, que venda su alma al diablo. A ver si se la compra…

Imágenes:

Al principio: Dos de las cuatro estatuas que pertenecen a la fachada del Palacio de Bellas Artes en el Centro Histórico de la Ciudad de México

Al final: Vista del vestíbulo del Palacio de Bellas Artes

miércoles, 25 de julio de 2007

Huberto Batis, pornontólogo

Huberto Batis, derecha, acompañado por Leonora Cohen Estrada (extrema izquierda) y Josefina Estrada (al centro) en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en 2005 después de un homenaje al maestro donde presentó uno de sus libros "pos-sábado".

Cuando se tienen 25 años, un cuarto de siglo es mucho tiempo. Recuerdo los primeros números del suplemento Sábado. Era diferente, ambicioso y en sus páginas escribía lo mejor de lo mejor. ¡Imposible colaborar ahí! ¡Ni soñarlo! Eso fue hace casi 30 años pero parece como si hubiera sido ayer. (A los 53, 30 años no son nada). Recuerdo que en octubre de 2003 —era el lunes 13, para ser exacto—, en la Feria del Libro que se celebraba en el Zócalo, Huberto Batis —quien había asumido la dirección después de Fernando Benítez— estuvo recordando, con Gustavo Sainz y Andrés de Luna, cómo el suplemento Sábado había revolucionado el periodismo cultural y, sobre todo, cómo había logrado hacer que el erotismo entrara por la puerta grande a las casas y conciencias de la gente.

Es cierto: en su momento fue sumamente escandaloso. Entre “El diván de sábado”, pequeña sección donde Huberto publicaba la foto de alguna escritora o vedette que visitara las oficinas del suplemento, posada sobre el desvencijado sofá que allí había; la columna de Andreas der Mond (seudónimo de Andrés de Luna) sobre erótica en todo el mundo; dibujos, fotografías, cartones y demás imágenes de hombres y mujeres en paños menores, o sin paño alguno; el “Desolladero”, donde lo más exquisito de la cultura mexicana se ponía a mentarse madres, el suplemento Sábado era todo un escándalo. Y al mismo tiempo era lo más propositivo, crítico, creativo y abierto que había. Simplemente no obedecía a ningún canon. Las mafias le hacían lo que el viento a Juárez.

Gracias a la intervención del poeta chileno Luis Roberto Vera, quien era jefe de Redacción en aquel entonces (1981), pude entrar en las páginas de ese semillero de poetas, narradores, ensayistas, críticos y desmadrosos que era Sábado. Aunque Huberto había publicado en la UNAM mi segundo libro de poemas, A pesar del Imperio, no me quería ahí porque Roberto Vallarino (inventor del neologismo pornontólogo, quien falleció el 12 de noviembre 2002, y era muy allegado a Batis) me guardaba un odio jarocho, sin ser jarocho. Pero aun así, tras leer un poema mío entregado por Vera, Batis lo aventó a la mesa y dijo, lacónico, “Chingón”. “¿Aun así no lo quieres publicar?”, aguijoneó LRV. “¿Quién dice que no lo quiero publicar…?”. Así entré en las legendarias páginas de Sábado.

Huberto Batis, según se vio en el Zócalo, es en sí mismo un monumento nacional. Lo que ha visto, vivido, escrito y editado forma parte fundamental de la historia viva de la segunda mitad siglo del XX literario en México. Sin él, seríamos hoy día bastante más aburridos. Y a lo largo de los últimos tres años han ido apareciendo, uno tras otro, libros donde ha reunido sus ensayos y reflexiones acerca del mundo y del mundo literario. Son oro molido para quien quiera entender quiénes somos y cómo llegamos a serlo, y muchas veces por qué. Dicho sin ambages: Huberto Batis fue quien hizo que la cultura mexicana en la segunda mitad del siglo XX tuviera rostro y que para todos fuese reconocible, y a principios del XXI sigue siendo una luz, un faro, un modelo de pensador crítico e independiente.

martes, 24 de julio de 2007

De vuelta a México: canto aprendido


HACE UNA SEMANA volví de Francia. Durante los 16 días que pasé allí no toqué ningún piano más allá de dos o tres minutos en el lobby del hotel donde me hospedé los primeros cuatro días que duró el Congreso de Editores Independientes: no hubo tiempo. El encargado del conservatorio del XIIIe, el arrondissement que le toca a Place d’Italie, justo a un lado del edifico de Eduardo García Aguilar donde me quedé los últimos 12 días, no me dejó: Hay que ser alumno. “¡Si yo soy alumno!”, argumenté. Pero no: hay que ser alumno inscrito, y con ellos. Ya había sido yo aleccionado acerca de la cuadradez de los franceses. Nada que ver con los colombianos, quienes en Bogotá me prestaron los mejores pianos de cola, Steinway, del teatro Colón en la calle 10, en la Candelaria. …A , que en realidad no soy más que un simple alumno. No todos los días puede uno tocar una maravilla de ésas, y estoy realmente muy agradecido con la gente de Cultura de Bogotá, “Una ciudad sin indiferencia”.

Justo antes de salir a París, mi maestro, Julio Gutiérrez, me puso de tarea memorizar una pieza, cualquiera de las que estaba poniendo en ese momento. Elegí, por razones sentimentales, la primera “Arabesque” de Debussy, pero nada pude avanzar durante el viaje. Y de vuelta en México, menos pude hacer el martes, el único día antes de mi clase de piano: después de más de dos semanas fuera de casa, descubrí que los pendientes se habían acumulado despiadadamente.

Debo aclarar que casi no he memorizado nada en mi vida. Lo que sí he memorizado, muy poco, ha sido por obligación escolar. Sé, en el fondo, que eso está mal, que la memorización hace bien, que es un excelente ejercicio que, como otros, mantiene joven al cerebro y ahuyenta enfermedades como el Alzheimer y cosas peores. Pero a estas alturas del juego, casi no hace falta memorizar: todo lo tenemos a la mano en libros y en el internet. De ahí la necesidad de hacerlo porque sí, por el gusto. Como ejemplo, jamás caería mal saberse de memoria algún poema de Lope de Vega o Rubén Bonifaz Nuño u Octavio Paz o Jaime Sabines. Y tratándose de tocar el piano, llega el momento cuando es absolutamente necesario memorizar si uno desea, algún día, tocar en público: la gente da por sentado que uno toca de memoria, de corazón, como se dice en inglés.

¡Pero qué cosa más endemoniada! Nunca lo había intentado. El jueves me senté e hice la primera tentativa. Descubrí que ya había memorizado, sin haberme esforzado, algunos pasajes de la pieza, pero faltaba la introducción, el segundo tema, varios pasajes de transición, la parte de en medio y casi toda la página final, con la excepción de algunos compases. Lo que más me enloquecía era que las repeticiones tal cual, como en casi toda la obra de Debussy, brillan por su ausencia. Hay una sola sección, breve, que no tiene variantes cuando se repite, y el tema principal se repite dos veces, de manera casi idéntica. De ahí en fuera, se repiten ideas, pero están planteadas de otra manera, con otra armonía y otra sonoridad, y estas diferencias son a veces muy sutiles. En otras palabras, no basta memorizar un pasaje y ya. Hay que memorizarlo y entender en qué se diferencia de las “no repeticiones” posteriores.

Hoy pude tocar la primera Arabesque” con algunos titubeos, de principio a fin, sin ver la partitura. No quiere decir que la haya dominado o que esté perfectamente bien memorizada o que la toque bien. Aún falta para eso. Sin embargo, me he dado cuenta de que algo sucede cuando uno memoriza una pieza musical. (Ocurre también con la poesía, aunque la ejecución de un poema no es asunto tan grave como tocar música: cualquiera puede gozar la poesía sobre la página impresa, o leyéndola uno mismo en voz alta, mientras que pocos pueden apreciar el sonido de una partitura. O alguien toca la música en persona o ponemos el CD).

Cuando uno aprende una pieza, tiene que utilizar la partitura. Pero antes que pase mucho tiempo, ya no está leyendo como tal sino que emplea la partitura como una especie de acordeón para no perderse, para ubicarse y seguir tocando sin interrupciones. Es decir, en ese momento uno sabe la pieza a medias: puede tocarla pero no es perfectamente suya. Al memorizar, eso cambia. Se vuelve parte de uno y no hay nada entre uno y la música. La unidad entre cerebro, corazón, cuerpo e instrumento es completa e indestructible.

Es paradójico pero cierto: necesitamos la partitura para aprender una pieza de concierto (el jazz y el pop son otra cosa, y aun así ambos tienen sus propias partituras en cifrados o incluso escritas nota por nota, como la música barroca, clásica, romántica, moderna, etcétera). Pero el papel no deja de meterse entre uno y la música. Frena la emoción y la ejecución. Si uno ha dominado los problemas técnicos y memorizado la pieza, la música brota con limpidez, de manera auténtica. Importa muy poco lo que un crítico pueda opinar: uno ha sentido la música, ha fluido por su cuerpo, corazón y cerebro, y la ha trasmitido a quienes escuchan, aunque sean los pájaros, aquellos seres afortunados cuya música es un canto no aprendido.

domingo, 15 de julio de 2007

París, mi último tango

LA CIUDAD DE SALIDA no es la misma que de entrada. Ésta inyecta al caminante energía nueva y lo proyecta a otros espacios en la historia, otras maneras de entender la realidad. La ciudad de salida, sin embargo, pesa. Cuesta cada paso que da el viajero, y los da con lentitud extrema porque no sabe si volverá a las calles que le han dejado pequeñas o grandes iluminaciones: los restos de la muralla antigua que pasaba a un lado de la iglesia de Saint Etienne du Mont. O los restos de luz solar que iluminan, a las nueve y media de la noche, los segundos y terceros pisos de las casas que dan sobre Place de la Contrescarpe.

Puede ser la brisa que baja por la Rue Saint-Jacques, atraviesa l’Île de la Cité y lo refresca a uno, parado sobre el Pont Notre Dame. Tal vez sea el reflejo de un sol reticente en los vidrios de la Biblioteca François Mitterand o el verde profundo del bosque sembrado au rez-de-chaussée entre sus cuatro torres tan modernas como es la ciudad antigua. El olor tan peculiar del Canal de Saint Martin que baja hacia la Bastilla y desaparece hasta que desemboca en el Sena. Los conejos que son los dueños legítimos del Bois de Boulogne y que, gentilmente, le ceden a uno el derecho de correr por sus senderos. O los cuervos del Bois de Vincennes a las cinco y media de la mañana, pepenando minuciosamente en los botes de basura.

Es el blanco intenso de Sacré Coeur sobre el azul aún más profundo de un cielo que sólo allí adquiere ese matiz. Más abajo, París ha perfeccionado el gris que los romanos legaron a aquellos que harían frente a las invasiones de los bárbaros que hicieron del idioma francés lo que es actualmente: una de las expresiones más elegantes, enredadas, hermosas, barrocas y seductoras de que tengo noticia. Son las lloviznas que no mojan sino que evocan la infancia. La neblina que no baja con el río sino que sube desde las profundidades de la ciudad anterior a la revolución de 1789, con una pizca de parfum versallesco, el cual se debe —en realidad— a las flores que se venden sobre Saint Germain.

Posiblemente sea la punta de la Tour Eiffel que, sin previo aviso, se asoma e ilumina cualquier calle bajo los juegos pirotécnicos de la noche del 14 de julio que encendieron el cielo de París desde Champ de Mars hasta Place d’Italie, pasando por Montparnasse, y luego hasta el cerro de Montmartre al norte. O tal vez sea el silencio de Père Lachaise tras el burbujeo del arroyo que atraviesa Buttes Chaumont a unos metros de la Avenida Simón Bolívar. O será la mirada de la Virgen de Guadalupe dentro de Notre Dame, la que llega hasta Rue des Rosiers y se enrosca en las barbas del rabino que se ríe con un niño sobre una bicicleta que, tentativamente, da vuelta en Rue Pavé.

Pueden ser los músicos que en la calle improvisan el futuro en las notas de Bach o Coltrane, de Vivaldi o Consuelito Velázquez, Compay Segundo o Édith Piaf. Los perros que, con sus amos, se meten ordenadamente en el metro y no ladran sino que ven con aparente desinterés lo que los viajeros ocultan en bolsas y bolsos, portafolios y mochilas. Pero no dicen nada. Son las noches de un azul tan oscuro, que se alargan hasta casi tocar el otro día, un azul de mar aterciopelado con sus estrellas en alto que nos orientan cuando nos perdemos en el pasado y no hallamos la manija que nos devuelva a este momento, a este lugar donde aún estamos y que pronto dejará de recoger nuestros pasos cada vez más lentos, reticentes e inconformes con desaparecer.

Éste será el último paseo por estas calles que empiezan en cualquier parte y terminan en cualquier otro, que aparecen y vuelven a desaparecer sin lógica ni permiso, que se iniciaron en el siglo II y que no se han enterado de que han llegado al siglo XXI.


—Una más y nos vamos —dijo en voz alta aunque estaba solo, y al ver al mesero del Fumaillon, pidió otra cerveza—. Porque éste será mi último tango en París. Qué calor. Tengo sed y ésta ya no es la misma ciudad. Un poco menos vieja, un poco más antigua. Si dos mil años no son nada, ¿qué serán unos meses, unos años más? J’arrive! Je reviens!

Lundi 16 juillet, 1.23 heures, Paris


jueves, 12 de julio de 2007

París, el demasiado arte del Louvre

[Entranado al Louvre, au rez-de-chaussé, se ve primero una pequeña priámide, luego la grande y, atrás, uno de los pabellones]


EL LOUVRE. No podía seguir alejando el encuentro. Lo temía pero, al fin y al cabo, no soy tan cobarde. La primera vez que llegué a París hace unos 15 años, sin hablar nada de francés, fue una visita de pisa y corre. Preferí conocer cuanta calle y callejón pude. La segunda vez, con más días libres a mi disposición, tampoco entré en el Louvre porque la mayor parte del tiempo anduve de pata de perro con Eduardo García Aguilar. La tercera, sin embargo, sería la vencida. Y aun así persistía el temor.

En primer lugar, el edificio del
Louvre es enorme, y el tiempo, corto. De hecho, son varios edificios gigantescos y terriblemente hermosos. Inspiran reverencia. Imponen. Hasta excitan. Están dispuestas en forma de U con un patio central de cuyo centro emerge una enorme pirámide de vidrios transparentes en forma de rombos, o cuadros parados de punta. La rodean otras tres pirámides, mucho más pequeñas.

El contraste que presentan los dos estilos es muy grande —el modernismo de siglo XX frente al esplendor renacentista de los edificios tradicionales— y nos permite descansar y dejar de sentir tanta opresión grandilocuente. En la sencillez también hay grandeza.

[Parte de dos pabellones del Louvre, con una de las tres pirámides pequeñas, y a la derecha un fragmento de la pirámide grande]

Llegué al museo, por metro, con 45 minutos de anticipación, ya que ayer tuve que abortar mi visita al Musée de Orsay porque esperaban, bajo una lluvia tenaz y además desagradable, unas 300 personas formadas en una cola que parecía no avanzar. Si esta mañana no hacía tanto frío como ayer, definitivamente hacía fresco y soplaba un vinetecillo húmedo que llevaba la firma del río Sena. Por fortuna, sin embargo, se abrieron las puertas puntualmente a las nueve de la mañana.

Este clima de frío con lluvias constantes es rarísimo para el mes de julio en París, cuando suele hacer mucho calor. Desde que llegué no ha habido ningún día sin por lo menos llovizna, y calor simplemente no ha hecho. Cuando mucho, el frío se ha quitado un poco en los momentos cuando el cielo se ha abierto para dejar que se filtre un poco de sol.


[La gran pirámide de vidrio desde abajo]

Mi encuentro con la taquillera del museo ilustra por qué los parisinos tienen tan mala fama. Como fui de los primeros en entrar, y como hay muchas taquillas allá debajo de la gran pirámide de vidrio, me personé donde no había nadie. La cajera no se dignaba levantar la vista para verme y supuse que estaba pensando en las musarañas o que esperaba a que su caja computarizada se pusiera en línea —algo—, pero de repente me dijo en tono de franco regaño que si no le decía que quería yo, ella no podría atenderme. Ningún Bonjour !, ninguna cortesía a las cuales las personas de educación están acostumbradas, incluso las que viven en París. Así las cosas, yo le solté el Bonjour ! y le pedí una entrada al museo. Mentira: le dije, para responder correctamente a su regaño, que deseaba entrar al museo. ¡Más se enojó!

—¿Un boleto, dos boletos, tres boletos…? Si usted no me dice, ¿cómo quiere que yo lo sepa?

—Un billet, s’il vous plaît —pronuncié con toda calma. Primer cliente, primer berrinche. Sonreí y seguí molestándola—. Merci beaucoup, très gentille. Bonne journée ! —creo que la señorita ya estaba a punto de explotar y convertirse en una pintura de Joan Miró, nada apropiado para el Louvre.

No todos los parisinos son así, ni siquiera el 95 por ciento… ¡No es cierto! C’est une plaisanterie, une blague. Sólo me ha tocado tratar con dos personas de este talante, dos entre centenares. El mal humor de los parisinos es —para mí— un mito. Eso sí: pueden ser muy cuadrados, algo fríos para nuestro gusto, pero se les puede hablar, entienden y hasta sonríen. En el fondo, son el mar de amables. Tal vez lo que deseo expresar es que son tan humanos como los demás habitantes del planeta. O será que estoy acostumbrado a tratar con neoyorquinos, cuya mala fama se empareja o rebasa la de los parisinos.

Sea como fuere, yo estaba de buenas tras derrotar al dragón a base de sonrisas y palabras amables, así que me dirigí a los pabellones de pintura francesa e italiana de los siglos XV al XIX. Pero primero me asaltó la “Victoria [alada] de Samotracia”, que en persona —o lo que sea eso— aparece mucho más amable, cariñosa, que en sus reproducciones. Es, en fin, una mujer, y tiene poco menos de dos mil 200 años. Toda ella es un oxímoron: le salen una señoras alas, ha de volar —por lo menos en sueños— y pesa fácilmente una tonelada. Llegó a París desde la pequeña isla de Samotracia en el nordeste del Mar Egeo. Un detalle para los deportistas: la diosa de la Victoria se llama Nike en griego. Una vez que pude abandonar a la Victoria, entré en el pabellón de pintura italiana.

Antes que nada, Botticelli, mi tocayo… No venía preparado. Lo primero que hay son sus pinturas al fresco. Fueron levantadas de sus muros, tal cual. ¡Qué transparencia y delicadeza de color! ¡Qué claridad en las facciones, en el peso de las telas de los diferentes tipos de ropajes, y qué sencillez! Las caras, los ojos, las manos, los dedos están delineados como si fuesen dibujos, pero esto sólo se nota de cerca; de lejos este procedimiento realza las figuras. Me impresionó cómo el dibujo del siglo XXI seguía aprovechando técnicas propias del XV, pero sin el detalle y la delicadeza, la ligereza y los casi infinitos matices de color y sombra empleados por Botticelli.

Estaba yo absorto en esta pequeña antesala cuando me di cuenta de que pasaba, corriendo, una verdadera marabunta. ¡Nadie se paraba a ver los frescos de Botticelli! ¡Era como si no existieran! Pronto vi de qué se trataba. Se dirigían a la Mona Lisa, que se encuentra a la mitad del larguísimo pabellón de pintura italiana, en una sala aparte, del lado derecho. Yo me dije No hay prisa. No me importa quedarme todo el día. Voy a tratar de ver y entender algo

Fueron muchísimos los cuadros que desconocía. Por primera vez vi la obra de pintores de quienes ni siquiera había oído hablar. Y me impresionaron profundamente. Domenico Zampieri, el Domenichino. También Francesco Albani, el Albano, y Giovanni Grancesco Barbiere, el Guercino, sus contemporáneos. Y aquí sólo voy a mencionar tres, pero descubrí muchísimos más. Probablemente vi pinturas suyas en libros, pero es difícil que en las impresiones cobren vida. En persona respiran, dicen. En carne propia importan, se imponen, exigen que les hagamos caso, que nos metamos en ellas.

Por primera vez vi telas que trabajaron físicamente Raffaello, Mantegna, Carracci, Caravaggio, Bellini, Tintoretto, Ticiano, Messina, Leonardo mismo. A pesar de que yo había traducido el poema “Andrea del Sarto”, del inglés Robert Browning, nunca había visto —en vivo— ninguna de las pinturas de este maestro florentino. Ahora, por fin, pude comprender por qué le decían “el pintor perfecto”.

Pero no lo sentí frío como alegaban sus críticos. Eso sí: sucede mucho en sus telas. Son muy activas y hace falta un perfecto dominio de la técnica para que no se desbarate la coherencia. Es como un malabarista que maneja 12 aros al aire simultáneamente sin que ninguna se caiga ni choque jamás con otro. Es posible que haya dado más importancia a la calidad de sus aros y no lo suficiente a la expresividad del todo, pero me parece imposible negar el contenido emocional de sus pinturas. Y un técnico inferior difícilmente resistirá la tentación de echar tierra al maestro que lo supera, diciendo que a éste le falta corazón, por bien que maneje los pinceles, el teclado del piano o las cuerdas de un violín. Esto se llama envidia y siempre ha existido. En el caso de Andrea del Sarto, en la tensión misma hay gran expresividad.

[Compárense las Tres Gracias clásicas, con la versión de Jean-Baptiste Regnault, que data de 1793]


Luego descubrí a Guido Reni, con
su “Rapto de Helena”. Resulta que fue alumno del Domenichino y Albani… Y Pietro Berretini con su “Rómulo y Remo, recogidos por Fáustulo”. Ambas pinturas son teatrales, totalmente antinaturales en un sentido estrictamente realista. Pero si las desconstruimos y las vemos como pinturas, su drama se evidencia enseguida.

Llegué a la mitad del pabellón y vi, a mi derecha, la sala donde atesoraban la “Giaconda”, también conocida como la “Mona Lisa”, de Leonardo da Vinci. Mi gozo cayó al pozo al ser testigo de la obscenidad del espectáculo que se desarrollaba frente a mis ojos. Me pareció que nadie tenía ganas de ver la pintura más famosa del mundo… ¡sino que todos se amontonaban para hacerse fotografíar frente a ella! ¡Y eso que la fotografía estaba estrictamente prohibida en todo el pabellón de pintura italiana y francesa! No sé por qué, pero ninguno de los vigilantes hacía nada por hacer respetar el reglamento, y no sólo frente a la Mona. Si no incluyo fotografías de las obras que menciono, es porque —obediente que soy— me cuadré ante la prohibición. Además, anunciaban que reproducciones de todas las obras del Louvre estaban disponibles en internet. Después, para mi mala suerte, descubriría que no era cierto: ponen una selección, las imágenes son muy pequeñas y, además, bastante malas. Debí haber sacado mi cámara para hacer lo que veía en la tierra adonde había llegado

A mí me choca la solemnidad como a cualquier otro, pero eso era un circo. No importa la nacionalidad: vi a españoles, italianos, franceses, norteamericanos, japoneses, chinos, portugueses, brasileños, ingleses, alemanes…, y todos hacían lo mismo. Lo repito: nadie quería ver la pintura. ¿Será culpa de El código da Vinci? No creo. Se trata de la histeria masiva creada por los medios de comunicación que buscan confundir a la gente: importa más demostrar que yo estuve allí que entender por qué fui allí, en primer lugar, qué descubrí allí, en segundo, y —lo más importante— cómo me afectó lo que vi.

[Esta pintura proviene de la colección de los países nórdicos, donde sí se pueden sacar fotografías. También se puede entre las esculturas]

La verdad, la pintura de marras es demasiado pequeña para ser apreciada adecuadamente a una distancia de dos o tres metros. Sólo mide 77 x 53 centímetros. Se pierden los detalles fantasmagóricos que sí son plenamente visibles en otras telas de Leonardo, como “La Virgen, el niño con Santa Ana”, cuadro que yo desconocía por completo antes de hoy, 11 de julio de 2007. Pero esta sola pintura valió el viaje.

Y “La joven mártir” de Paul Delaroche, del pabellón de pintura francesa… ¿En qué realidad paralela estaba oculto este cuadro, que yo nunca lo había visto ni en pintura (fotografía, pues)? Y ahí estaban, en todo su esplendor, los cuadros de Ingre, Géricault, David, Delacroix… Increíblemente provocador este Delacroix, con telas tan grandes y agresivas como es pequeña y calma la “Mona Lisa”. Me gusta la agresividad, la provocación de Delacroix. También descubrí Girodet de Roucy-Trioson, con una tela —inspirada en Chateaubriand— de cuya existencia yo no sabía nada. Y Prud’hon… Me sentí realmente ignorante, y feliz porque estos señores me abrieron los ojos, hicieron que bombeara más aprisa mi corazón y por la adrenalina que empezó a recorrer mis venas al hallarme frente a lo creado por verdaderos cabrones que sabían lo que estaban haciendo. Reverencia y también orgullo de pertenecer a la misma raza: la del ser humano.

A diferencia de lo que dicta el sentido común y los principios básicos de la buena educación, creo que la mejor manera de apreciar la pintura de los siglos XV al XVIII, con tanto ángel, Cristo y Virgen María, tanta alegoría y alusión mitológica, sería saltando por completo el mensaje ideológico. En otras palabras, de entrada es mejor no preocuparse por el qué quiere decir en el sentido doctrinal. Muchas veces, al detenerse uno en el fondo o mensaje de una pintura, ese mensaje nos impide trascenderlo y apreciar sus intrínsecos valores plásticos. Para trasladar este pensamiento a otra de las bellas artes, es como si al saber qué ocurre en un poema, ya lo entendiéramos sin que nos importara el sonido del verso —el canto—, la métrica, los tropos o la rima, si la hubiera. En la mayoría de los poemas, lo que se cuenta suele ser mínimo, lo de menos, un mero punto de partida, una simple anécdota. La fuerza emocional, sin embargo, depende del cómo, de la construcción técnica del poema, de su armado.

En muchísimas pinturas de siglos pasados, el mensaje ideológico puede parecernos muy superado o perfectamente asimilado, según sea el caso de cada quien. Pero las formas siguen vivas y continúan trasmitiendo las mismas emociones que provocaban en el momento de su creación. Las reconocemos instintivamente y nos conmueven si logramos percibirlas trás el pesado simbolismo del cual suelen ser revestidas para dar gusto a los poderes económicos, políticos o eclesiásticos.

Aquí y ahora, en esta visita al Louvre que tanto había pospuesto, he descubierto que siguiendo el camino inverso al sentido común, al poner la forma antes del fondo —el cual puede resultarnos entre banal, confuso o hermético—, he podido llegar a comprender mucho mejor el sentido integral de las pinturas. Además, las claves se parecen a las de la literatura: punto de vista, composición, estructura, perspectiva, iluminación, profundidad de campo, realismo-fantasía, realidad-símbolo, medio, tono, textura… Si tomáramos en cuenta sólo estos últimos dos conceptos y los aplicáramos a las pinturas italianas del siglo XVI, por ejemplo, para comparar éstas con pinturas de tema parecido de la misma época provenientes de Holanda, Béligica o Alemania, veríamos dos universos de color y matiz completamente diferentes; las texturas son otras. Son dos —o más— temperaturas culturales, aun cuando aparezcan los mismos personajes en las mismas escenas. Entonces, ¿dónde está el valor de las pinturas? ¿En su anécdota o en cómo están pintadas? ¿En cómo están narradas visualmente?

Esto me parece igualmente válido para la pintura de cualquier época y lugar. Casi siempre nos atoramos con el qué significa y no llegamos a percibir cómo significa. Pero si llegamos a comprender el cómo, el qué se vuelve evidente y hasta natural, desde dentro, orgánicamente, y no es necesario que estemos de acuerdo con el mensaje ideológico. Si es la alegría de la Virgen, o su preocupación por el presentimiento de la crucifixión; si es una escena de martirio o si es la Anunciación, al darnos cuenta de los ejes de estructura y composición —con todos los demás elementos mencionados—, se trasluce de inmediato la humanidad encerrada en el cuadro, su drama o su conflicto. No importa, incluso, que sea pintura abstracta, geométrica, expresionista o surrealista. Forma es fondo. Pero quedarse en el fondo sin comprender la forma es conformarse con el puro catecismo, de la religión que sea.

Estuve seis horas y media en el Louvre. Nunca había pasado tanto tiempo en un museo. Después de ver la pintura italiana y francesa, descansé, tomé un café y comí un pain au chocolat mientras escribí el 95 por ciento de las notas que aquí aparecen. Luego volví a los mismos salones para rever lo que había rumiado en el café. Al observar mis favoritas por segunda vez, me calaron aún más hondo porque se me abrieron de inmediato. Sobre todo las telas pequeñas que están dentro de vitrinas entre sección y sección del pabellón italiano. Allí están las del Domenichino y algunas del Albano, por ejemplo.


[Sala con las telas que Rubens pintó para el Palais de Luxembourg]

Luego bajé a ver las esculturas clásicas de Grecia y Roma, que siempre me han impresionado, desde que empecé a verlas en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York. Ahí sí pude sacar muchísimas fotografías. Por fin, me dirigí a otro pabellón por completo para ver la obra de los maestros nórdicos, entre ellos Rubens, Van Dyke, Vermeer… Mi último pensamiento —o más bien impresión antes de salir fue que había demasiado arte en el Louvre, y demasiados lugares en el mundo donde no había ni un cuadro, ni una escultura, ni un cacharro rescatado de entre los escombros de civilizaciones pasadas, las que nos formaron a nosotros. Está bien. No hay demasiado arte en el Louvre. Lo que hay es demasiado poco tiempo, y los huesos no aguantan tantas horas de estar parados, con movimientos intermitentes y lentos, los necesarios para que uno se traslade entre cuadro y cuadro, escultura en escultura, objeto en objeto. El cerebro, además, llega a saturarse y se bloquea. Es más fácil correr un maratón que ver todo lo que hay en el Louvre. Ese maratón, en realidad, es nuestra vida, y si hace falta volver al Louvre 10, 15 ó 50 veces, así sea. En fin, no hay prisa y hace falta tiempo para digerirlo todo.

Mercredi 11 juillet 2007, Musée du Louvre, Paris

[Escalera de salida del museo, y la pirámide invertida en el sous-sol del Louvre]


martes, 10 de julio de 2007

París, desde México a Mouffetard


























Place de la Contraescarpe, esquina con Rue de Mouffetard


ME SIENTO A UNA MESA del café La Contrescarpe, en Rue Lacépède, Place de la Contrescarpe, a tomar —lentamente— un café allongé. Es un lugar especial, casi mágico. Aquí estuve hace cuatro años con Eduardo García Aguilar y nos sentamos
exactamente donde estas dos señoras se encuentran en la fotografía, a metro y medio de donde ahora tomo mi café. Les he pedido permiso para sacarles una foto. Estaban muy entretenidas, platicando como las viejas amigas que han de ser. Se reían, sonreían, afirmaban y negaban enfáticamente, con una complicidad enternecedora. Querían saber para qué sería la fotografía; les respondí que venía de México, y les expliqué —además— por qué razones me era importante ese café, que la foto era para mí seulement, lo cual es absolutamente cierto. Más adelante se verá la razón.

Cuando las señoras se enteraron de que en esa precisa mesa me había sentado en marzo de 2003, recién iniciada la primera guerra en Iraq, se ofrecieron para quitarse y dejarme libre la toma. “¡De ninguna manera! —me negué a aceptar su ofrecimiento—. Prefiero fotografiar a ustedes, tan bonitas, allí donde estuve sentado con mi amigo Eduardo. Y aceptaron. Voilà la photo.

[Las dos demoiselles del Café Contrescarpe, esquina con Rue de Mouffetard]

Ese día hace cuatro años, García Aguilar y yo habíamos caminado no sé cuántos kilómetros a lo largo de más de 10 horas, y me había enseñado incontables lugares, entre algunos mundialmente famosos y otros casi secretos, pues él es un gran conocedor de ciudades. Conoce, por ejemplo, la capial de México mejor que algunos que presumen de expertos, pero conoce París como si fuera el jardín de su casa. Es más: estoy convencido de que para él París es el jardín de su casa.


[Frutas de la
calle Mouffetard]


Antes de llegar a este sitio donde ahora escribo, me llevó a una calle que es, entre otras cosas, un gran mercado al aire libre. Se llama M
ouffetard. Es un tianguis maravilloso en las mañanas, y las tiendas que están a ambos lados de la calle ofrecen maravillas de todo tipo. Ese día, ya en Mouffetard, nos metimos por enésima vez en un bistrot a tomar una copa de vino. Se iluminaba en claroscuros, de manera cinematográfica. De hecho filmaron allí una escena de Le fabuleux destin d’Amélie Poulain. Era surreal, entrañable… Y luego otra vez salimos al sol, a Mouffetard, este Quartier Latin, las pequeñas tiendas, la fruta y las verduras, la música en la calle, las palomas… Ahora toca un saxofonista que —estoy casi seguro— también estuvo aquí ese día. Ahora está tocando “Bésame mucho”, y es la segunda vez que la oigo tocar en este viaje parisino, que no sólo existe en el espacio sino también en varios tiempos, y en las sensaciones mismas que reviven, renacen y me cimbran aún.


[Vista de Rue de Mouffetard tras la lluvia]

Antes de aquel viaje, a pesar de que ya era su editor —en 2003 le había entregado las pruebas finas de Tequila coxis cuando nos encontramos fuera de la iglesia de Saint Eustache tras varios años de no vernos—, realmente no conocía bien a Eduardo, y en esa larga caminata que se coronó aquí en la Place de la Contrescarpe —en la mera esquina de Mouffetard— hicimos memoria y nos dimos cuenta de que por un azar en diciembre de 1980, el cual nos involucró a los dos, cambiaron radicalmente nuestras vidas. El día 12 de ese diciembre, Vicente Quirarte, Arturo Trejo, Raúl Renán y yo —como jurados— otorgamos un premio de cuento a un joven narrador y poeta recién llegado de Colombia: Eduardo García Aguilar.


[Portada de la novela más reciente de Eduardo García Aguilar, que apareció en julio de 2003]

Después de la premiación, Vicente, Arturo y yo pasamos a la colonia Roma a recoger a varias personas para ir a divertirnos al Molino Rojo (el de la colonia Obrera, no el de París). Ignacio Trejo Fuentes, uno de los candidatos que se había apuntado, estaba bien dormido y no quiso o no pudo levantarse, pero se nos unió una muchacha hermosa, de la cual estaba yo perdida (y peligrosamente) enamorada desde meses antes. Iba varias veces a la semana a verla de lejos cuando presentaba libros en el atrio del Palacio de Bellas Artes. No recordaba siquiera cuál era su nombre, y yo estaba casado… La conocí porque dio la bienvenida en la presentación de mi primer libro de poesía, De noble origen desdichado. Y desde entonces…
[Josefina Estrada en el cerro de Montserrate en Bogotá, Colombia, abril de 2007]

Todo el camino desde la glorieta de Insurgentes hasta la vieja casona donde vivía Nacho, no dejé de preguntarle a Arturo cómo se llamaba esa muchacha, de tales y tales características, que trabajaba con él en el Departamento de Literatura de Bellas Artes. Él sabía perfectamente de quién hablaba, pero no quería soltar prenda y decía los nombres de todas cuantas allí trabajaban, excepto el que yo quería saber. Cuando llegamos, Arturo tocó a la puerta pero en lugar de que nos abrieran, alguien se asomó allá arriba, en la azotea.

—¡Es ella! —le dije, gritando en voz baja, casi sin aliento, señalando con mis ojos a quien sabría más tarde que se llamaba Josefina Estrada.
[Aquí se ve Josefina en el Restaurante El Andante, en Bogotá, Colombia, en abril de 2007]

De ahí nos encaminamos todos, excepto Ignacio Trejo Fuentes, al Molino Rojo, y el resto —como reza el lugar común— es historia. Nuestra hija Leonora Celia cumple 23 años en septiembre, casi igual que la de Eduardo García Aguilar, Oriana, y ambas llegaron a estudiar teatro juntas cuando eran niñas. [Aquí se ve Oriana, en el departamento de sus padres en Place d'Italie]

Ese día arrancó la carrera literaria de Eduardo en México, y también entonces empezó mi historia —mi vida— con Josefina.

No es por nada, pero al sentarme aquí en Mouffetard y recordar aquella tarde en que Eduardo y yo desentrañamos toda aquella historia, revivo al sabor de mi café una cascada de emociones donde se funden México y París, los años 80 y la primera década del siglo XXI. Todo está aquí. En Mouffetard, en estas manos que tiemblan al escribirlo, en esta mesa, que es aquella mesa, aquellas señoras, un par de ángeles que me recuerdan que todos, absolutamente todos, estamos conectados. [Vista de la terraza del café Le Contrescarpe]

Mardi 10 juillet 2007, Rue de Mouffetard, Paris

lunes, 9 de julio de 2007

París para corredores de fondo

EN CUALQUIER gran ciudad, un sistema de transporte público eficiente es clave para trabajadores, estudiantes, gente de negocios e incluso turistas. Al ahorrar tiempo, nos vuelve más productivos o nos brinda más horas para aprovechar mejor nuestro ocio. Pero si usamos el metro todos los días, corremos el riesgo de vivir una realidad fragmentada, fantasmagórica, de no comprender cabalmente cómo es la ciudad que habitamos.

De esto me estoy dando cuenta al contemplar la tabula rasa que para mí es París. (Sólo es tabula rasa porque aquí no tengo hábitos ni buenos ni malos: todos es nuevo). Para conocer la ciudad rápidamente, el metro ha sido fundamental: me lleva de aquí para allá en minutos, no horas, y puedo explorar los barrios que más me interesan en un momento dado. Es (relativamente) barato, además, porque puede comprarse una Carte Orange, el paso semanal que permite usar el metro y la enorme red de autobuses y tranvías cuantas veces uno quiera: 16.30 euros, o 239 pesos (el viaje sencillo cuesta el equivalente de 22 pesos, y lo he llegado a usar 10 veces en un solo día; los otros seis días salen prácticamente gratis). Aquí está retratada con todo y mi nombre de pasaporte, pues me han puesto sobre aviso de que en cualquier momento pueden detener a uno para ver si la suya le pertenece o si es robada.

Pero después de tanto usar el metro, no tenía idea de cómo los barrios, los quartiers, se conectaban, cómo se relacionaban entre sí ni dónde estaban unos en relación con otros, y los mapas ni siquieran llegan a ser metáforas: son meras referencias. De repente me dio la sensación de que Montmartre existía en una burbuja, la Torre Eiffel en otra, Notre Dame en una tercera, el Louvre en otra más allá, y así sucesivamente. Fue ahí donde me ayudó el otro sistema que también he estado explorando: recorrer la ciudad a pie, corriendo pues…

El domingo temprano me propuse atravesar casi toda la ciudad desde el sur, Place d’Italie, hasta el norte, Montmartre. Ya había estado allá arriba (se trata de un cerro, coronado por la famosísima iglesia Sacré-Coeur) varias veces pero siempre había llegado en metro. El viaje empezó bien, atravesé el Sena, viré hacia la Bastilla y luego seguí hacia Place de la République. Pero ahí me confundí al acometer la subida… No sé qué sucedió, pero de repente estaba en Belleville, sube y sube. Empecé a ver letreros que indicaban el parque de Buttes Chaumont, con lo cual confirmé que había perdido el camino, pues hacía cuatro años me había quedado cerca de ese parque, por demás hermosísimo. Antes había sido una cantera que abandonaron tras agotarla. Eugène Haussmann tomó esos terrenos y los convirtió en una especie de edén para los habitantes del 10° arrondissement, o distrito.

Sabía que me había extraviado porque Buttes Chaumont no está cerca de Montmartre, pero recordé que hay un quiosco en una de las partes más altas del parque, el cual señorea por encima de una laguna, y también recordé que desde allí podía verse Montmartre, el barrio de Toulouse Lautrec, André Bréton, Guy de Maupassant, Stéphane Mallarmé, el Molino Rojo, etcétera. Me enfilé hacia Buttes Chaumont, entré y subí hasta el quiosco. Ahí lo vi: Sacre-Coeur, blanquísimo, centelleaba en los rayos del sol que acababa de salir. Me ubiqué bien en relación con el sol, vi qué calle iba dirección a Montmartre, bajé y volví a emprender el viaje. En 20 minutos más estaba frente a Sacre-Coeur, ahora buscando el quiosco de Buttes Chaumont, en un acto simple de reciprocidad (no me fue tan fácil, pero sí llegué a localizar el parque).

Ahora sé que por alguna razón, en lugar de seguir más o menos derecho después de République, para tomar la avenida de Magenta (que no suena nada parecido a “magenta” en español), viré hacia la derecha —hacia el oriente— por la Rue Faubourg du Temple, la cual me llevó a menos de un kilómetro de Buttes Chaumont.

No me arrepiento. Las muchas burbujas entre Place d’Italie y Montmartre ya han aterrizado y puedo apreciar cómo van cambiando los barrios junto con su arquitectura, sus calles y su topología. Si esto lo junto con mi carrera a la Tour Eiffel y con lo que recorrí hoy en la mañana, de Place d’Italie a la avenida Daumesnil hasta el Bois (Bosque) de Vincennes a la orilla este de la ciudad, veo que ya he conocido casi tres cuartas partes de París a pie y de manera continua. Ahora volveré a tomar el metro y podré imaginar lo que hay allá arriba. Lo que no sé es si tendré el valor para correr hasta el Bois de Boulogne, que está al extremo occidental de París, bastante más allá de la Tour Eiffel y Trocadéro. ¿Por qué no? Si me pierdo irremediablemente, siempre podré subirme al metro.

viernes, 6 de julio de 2007

París por lo bajo


EL QUE DESEA CONOCER una ciudad, debe elegir cómo. Puede hacerlo deliberadamente, caminando desde el punto A hasta el punto Z, pasando por todos los intermedios. O puede subirse al metro para llegar al punto J, el punto M o el punto R, caprichosamente. Si hay tiempo en abundancia, no hay mejor manera de conocer un lugar que dejándose ir. Puede uno decirse, por ejemplo: “Me meto al metro aquí y saldré en Montmartre, caminaré todo lo que aguante, y me submergiré en cualquier otra estación para ver dónde me nace volver a la superficie”. Así me he pasado varios días, sin despreciar el primer sistema, que forma parte de mi rutina matinal: levantarme a las cinco, salir a correr hasta un punto predeterminado, para luego volver en metro.

Siempre había querido atravesar todo París corriendo. Al principio de mi séjour, me quedaba en Rue de Bercy, a un lado del Palais Omnisports, donde dan los grandes conciertos populares. Y el jueves, como primera tentativa de completar tal hazaña, apagué el despertador a las 4:50 horas, y a las cinco ya estaba en camino hacia la Tour Eiffel. Primero hay que atravesar el Sena, para llegar, subiendo siempre, hasta Place d’Italie —donde me estoy quedando ahora, en casa del novelista colombiano Eduardo García Aguilar, y de su esposa Maricruz—, y de ahí atravesar casi toda la rive gauche hasta llegar al Champ de Mars y al Quai de Branly, donde se encuentra la torre más famosa del mundo. Ya había llegado a las 5:50. No atravsé toda la ciudad, pero la mitad sí, de poniente a oriente. Un gran desafío será partir de Place d’Italie, atravesar el Sena cerca de Notre Dame y, ya en rive droite, enfilarse hacia Montmartre hasta llegar a Sacré-Coeur, que es pura subida. Eso implica atravesar, ahora sí, casi toda la ciudad de sur a norte, para luego volver en metro.

París tiene un sistema subterráneo fabuloso: de canteras, de aguas, de trenes. No es fácil tener acceso al sistema de agua potable o a las cavernas de cuya existencia pocos sospechan, pero cualquiera puede subir al metro. En ciertos horarios se pone al rojo vivo, como en México, pero en otros puede uno viajar con bastante tranquilidad. Además, tiene 14 líneas, amén de cuatro líneas ferroviarias suburbanas. Se puede llegar a casi cualquier lugar, fácilmente, por medio de una o varias de estas líneas.

Las fotos que incluyo en esta entrega, todas, son retratos de lo que sucede debajo de la tierra, en los túneles peatonales del metro parisino o en los vagones mismos. Saqué las fotos como pude, sin deseos de molestar. En la superficie, todo el mundo ve muy natural que un turista saque fotos, pero el asunto cambia debajo de la superficie. Así, hallé la manera de calcular las tomas sin tener que pegar el ojo a la cámara y sin llamar la atención. No digo que siempre haya tenido éxito, pues una señora joven, con audífonos puestos, me veía con desconfianza y hasta me preguntó si le estaba sacando fotografías.

—Moi… ? Pas de tout ! —le mentí, y estoy realmente arrepentido, no de haberle sacado la foto sino por haberle causado una molestia. ¿Por qué hacerlo, entonces? Uno, cuando viaja, no visita edificios o cosas sino pueblos y ciudades donde vive gente. Los hábitat han sido construidos por aquellos que los viven. En sus caras se refleja el ambiente, la historia y el espíritu de esos lugares. Hasta uno mismo va adquiriendo los matices de todo aquello que lo rodea si se atreve a dejarse llevar, si se permite formar parte, sin miedo. Cuando veo las caras, me doy cuenta de que narran historias humanas, muy valiosas. Lo hace, incluso, el rostro de aquella mujer que no deseaba ser fotografiada. Le agradezco su historia y la comparto con ustedes, porque —al fin y al cabo— todos formamos parte de la misma familia humana.