jueves, 20 de septiembre de 2007

Los milagros sí existen

La "Plaza Roja" de la UAM-Azcapotzalco
En primer plano se ve una escultura de José Luis Cuevas


DEBO CONFESAR, antes que nada, que permanecí en shock durante casi dos horas. Eso nunca me había pasado. Es más: ni siquiera reconocí la situación en que me hallaba. Veía lo que me rodeaba pero mi cerebro no registró lo que ello significaba para mí y para quienes me acompañaban. Después me cayó el veinte y entré en una especie de éxtasis que no comprendí cabalmente sino hasta dos días después. Diré por qué.

Soy maestro… Tengo casi 28 años de dar el curso de Redacción Universitaria en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Antes, durante dos años, di clases como teaching assistant en Rutgers University en Estados Unidos mientras hice la maestría en Letras Hispánicas. Aun con esta experiencia —que no es poca— me resulta difícil impartir Redacción. En primer lugar, porque el 95 por ciento todos los alumnos ya tuvieron una materia con ese nombre, la odiaron y muy pocos aprendieron a escribir bien o siquiera aceptablemente. En segundo lugar, la mayoría de los alumnos sufre de lo que llamo la gramaticafobia: les sale sarpullido de sólo escuchar palabras y frases como complemento directo, oración subordinada y vocativo.

Por eso, entre otras razones, decidí escribir Redacción sin dolor, cuya primera edición apareció en 1994. Ninguno de los libros de redacción que yo tenía me servía —por sí solo— como texto, como salvavidas para enseñar a mis alumnos a nadar en las aguas de la escritura donde casi invariablemente se ahogaban. O eran demasiado literarios, demasiado orientados al estudio de la gramática, o demasiado simples: listas infames de “No escribas esto porque es incorrecto. Escribe esto otro”. Y casi todos eran insufriblemente solemnes.

El libro de texto y, después, el cuaderno de ejercicios que elaboré para acompañar Redacción sin dolor me fueron de gran ayuda pero ya para entonces me había dado cuenta de que lo fundamental de cualquier curso de Redacción no radicaba en conocer la teoría —cuya importancia es innegable aunque no es la meta en sí— sino en la aplicación práctica de esa teoría. Sentía que pasaba horas y horas corrigiendo trabajos, y que los alumnos podían simplemente tirarlos a la basura sin jamás fijarse en todas mis marcas, tan cuidadosamente asentadas. Me daba la impresión de que corría y corría, pero que no llegaba a ninguna parte. Era una pesadilla recurrente.

Aguanté hasta que ya no pude. Era 1998, y —desesperado— se me ocurrió que, a fin de que mis alumnos aprovecharan mejor mis observaciones, podría proyectar sus trabajos con un artefacto que se llamaba proyector de cuerpos opacos. Para hacerlo, tenía que pedir, por escrito y con anticipación, que me abrieran un auditorio donde guardaban dichos armatostes, citar a mis alumnos allí e impartir la clase explicando cada uno de los errores. Era torpe, lento y poco dinámico (no podía cambiar nada de lo que ya estaba escrito), pero significaba un avance. La burocracia, sin embargo, me venció.

En 1999 fundé con Josefina Estrada, mi esposa, el Instituto La Realidad para poder atender a todos aquellos adultos que me pedían cursos de Redacción, y eran muchísimos. Por tantas peticiones supimos que entre adultos profesionales existía una gran necesidad y deseo de aprender a escribir bien. Como ya no se vendían proyectores de cuerpos opacos, compré en Office Max un proyector de acetatos, y con él empecé a dar mis cursos al público en general. Era laborioso y caro el proceso de transferir los trabajos al acetato —pues no son reutilizables— pero así todos los alumnos podían ver qué hacían sus compañeros y cómo, para bien y para mal.

Un poco más adelante —apenas unos meses—, en un viaje a Nueva York me llegó la epifanía. Llegué (por razones ajenas a la redacción) a la tienda B&H en la Novena Avenida de Manhattan, la cual se especializaba en aparatos fotográficos y ópticos de todo tipo, amén de computadoras. Allí vi que los proyectores digitales, que nosotros conocíamos como cañones, no tenían el costo astronómico que aún tenían en México, y había mucha variedad. Después de verlos y comentar su accesibilidad me llegó la iluminación: “¡Qué proyector de cuerpos opacos ni que ocho cuartos! ¡A la fregada con los acetatos! ¡Lo que necesito es un proyector digital de éstos, que los alumnos me envíen sus trabajos por correo electrónico y podremos corregirlos en vivo y en tiempo real, frente a todos! ¡Genial!”. Gracias a Mastercard pude comprar un proyector tras confirmar que podía conectarlo a mi computadora portátil. (Tenía el atractivo extra de poder proyectar películas en DVD).

Empezó una nueva etapa en el Instituto: corregía los trabajos de los alumnos con colores especiales para resaltar el tipo de error, y revisábamos todo en el acto. Podía dar explicaciones orales detalladas y aun sugerir otras soluciones para cada problema. ¡Hasta podía enseñar técnicas para mejorar el estilo…! Además, aprovechaba nuestra conexión al internet para consultar el diccionario de la Real Academia Española (DRAE) y todos los sitios que pudieran aclarar las preguntas y dudas que surgían en clase.

Al cabo de 10 semanas (2.5 horas por semana), la gran mayoría de los alumnos ya redactaba bastante bien, mejor que muchos periodistas. Luego empecé a aplicar el mismo sistema en la UAM, adaptado a las necesidades específicas de los universitarios. Fue noche y día. El único problema no era técnico sino físico: tenía que cargar mi computadora portátil y el proyector, amén de mis libros y todo lo demás que uno arrastra cuando da clase. Terminé convertido en el hombre maleta. Era yo el hazmerreír del Departamento de Humanidades; todos los compañeros se burlaban de mí con variados matices de sarcasmo y sorna.

Pero no importaba: mis alumnos, casi todos, aprendían a redactar. Me constaba y tenía sus ensayos para comprobarlo. La calidad de su escritura empezaba a elevarse sensiblemente a partir del segundo de los cuatro trabajos que debían realizar. No obstante, los años pesan y contemplé la posibilidad de tirarlo todo y dar la clase como todo el mundo, sin tener que andar cargando tanto bulto. “¿Qué —llegué a pensar, cansadísimo—, me van a correr?”. Afortunadamente, cada que faltaba la señal inalámbrica del internet en la universidad, me quejaba en mi departamento. Exigía que hubiera señal porque necesitábamos consultar por internet libros de referencia en formato electrónico. Creo que se hartaron tanto de mis quejas, y de mí (por latoso), que decidieron tomar cartas en el asunto. Pero yo no lo sabía.

El lunes pasado, el 17 de septiembre —fecha que para mí vivirá eternamente— me presenté para el primer día de clases del trimestre de otoño en la UAM. Ya me parecía raro que me hubieran asignado salones en el edificio D, y no el B, donde normalmente se imparte Redacción, y ahí fui… Ya estaban los alumnos fuera del D-302, pero se encontraban fuera de salón porque la puerta estaba cerrada con llave. Rarísimo. Empecé a ponerme de malas pero en menos de un minuto llegó una señora con un mazo enorme de llaves y nos abrió. Se enfilaron los alumnos, casi 30. Y luego se presentó otro trastorno. Había monitores de computadores encima de las mesas. “¡Cómo voy a poder dar clase con esos estorbos!”. Con barruntos de enojo mal disfrazados, me fijé en que había un proyector que se colgaba del techo, igual al mío, y pensé: “¿Qué tal si conecto mi portátil a ese proyector, y me ahorro la carga de mi aparatejo?”. Traté de hacerlo, pero —claro— no llegaba el cable hasta el escritorio del profesor, así que debí poner mi PC en la mesa de un alumno. Así di la clase, torpemente, lamentándome todo el tiempo de lo maligna que era la burocracia universitaria.

Camino a mi segunda clase, cuyo salón no distaba más de 30 metros, me cayó el veinte… Con un nerviosismo creciente, con mal velada anticipación, entré en el D-305. Lo primero que hice fue ver el proyector. Era de otro tipo, pero no importaba. Me fijé en una canaleta que desde el cañón recorría el techo, daba vuelta en el ventanal, seguía hacia la pared de enfrente, bajaba hasta una cajita de metal donde estaba conectado… la PC del profesor. Prendí el proyector y luego la PC… En unos 30 segundos se veía en la pantalla blanca, al frente de la clase, la rutina de inicio de Windows.

“¡Qué imbécil! —fue lo primero que se me ocurrió pensar—. ¡Todo esto es lo que siempre había pedido, soñado, en el Departamento! ¡Y me lo cumplieron!”. Era como si hubiera muerto sin darme cuenta, y al llegar al cielo y ver tanta belleza, sólo pudiera quejarme porque no iba a poder trabajar con distracciones tan grandes. ¡Me habían mandado al cielo y no me había dado cuenta!

Lo que más impresionado me tiene ahora es el hecho de que simplemente no reconocí mi sueño cuando lo vi enfrente de mis narices. Tardé más de hora y media. Tenía a 30 alumnos por delante, cada uno con una PC, todos conectados al internet; tenía un proyector digital conectado a una PC. Podía dar mi clase como no puedo darla siquiera en mi propio Instituto… ¡Y no lo vi! Yo, ni por enterado. Es más: estaba molesto porque los monitores les tapaban la cara parcialmente a mis alumnos.

Pero dicté la segunda clase encima de nubes de felicidad. Ahora no sólo estaba en el Paraíso sino que lo sentí en todo mi cuerpo. Al otro día, confirmé que el salón D-302 tenía la misma configuración. Transferí a la PC todas las presentaciones en Power Point que uso, eché a andar el Word y empecé a trabajar. El shock y la incredulidad fueron tales que ni pude hablar de ello hasta el miércoles en la noche, cuando empecé a razonar todo lo que ahora escribo.

Josefina me lo dijo categóricamente: “Estaría muy bien que contaras eso en tu blog. Los de la UNAM se van a morir de envidia. Allá ni los estudiantes de Periodismo tienen eso”. (Ella imparte Periodismo y Lenguaje Narrativo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM). Dicho y hecho, y lo confirmo: los milagros sí existen. Incluso los tecnológicos, y aun en el Tercer Mundo. Por lo menos en ese rincón del Tercer Mundo que se llama UAM-Azcapotzalco, el cual ya pertenece al Primero.


(Izquierda)
Vista del Edificio H-O, en cuyo segundo piso se encuentra el Departamento de Humanidades

















(Derecha)
El patio del edifico H, el cual alberga a la mayor parte de los profesores de la UAM-Azcapotzalco















13 comentarios:

Anónimo dijo...

Efectivamente, es una envidia para los alumnos de la UNAM. Disfruta tu sueño y felicidades.

Anónimo dijo...

Ojalá ese milagro pueda realizarse en la biblioteca del Faro de Oriente, donde sólo se requieren 4 equipos de computo para poder automatizar los procesos técnicos y los servicios. Son ya 7 años en los que las autoridades, pasadas y presentes, prometen dotar de equipo a esa institución para abandonar la prehistoria. Resemos porque suceda.

Sandro Cohen dijo...

No es mala onda de mi parte hacia la UNAM. Más bien se trata de mi completa incredulidad ante lo ocurrido. Era lo que siempre había querido, desde que vi que dar mi clase así daba resultados. Ojalá que pronto se haga universal.

Sandro Cohen dijo...

Para "Anónimo del Faro":

Voy a hacerle llegar su comentario al director del Faro, Agustín Estrada, quien podrá utilizarlo para hacer presión en los lugares indicados. Todo cuanto pueda hacerse en favor de quienes tienen todo en contra, es un plus para México: hay mucho talento allí que nosotros, como sociedad, estamos echando a la basura, o que simplemente no estimulamos.

Guillermo Vega Zaragoza dijo...

Hola Sandro:

En efecto, a veces así sucede: se encuentra uno ante el sueño realizado y nos cuesta creerlo. Felicidades.

Por otro lado, déjame decirte que cosas así ya suceden en la UNAM, la cuestión es que no llegan aún a las materias literarias. Yo doy clases en la FES Aragón y existen las aulas patrocinadas por la Fundación UNAM, que tienen todo eso que ahora cuentas. La cosa es que nada más son para los cursos de informática y alguno que otro diplomado. Yo tengo suerte porque mi curso es sobre nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación, así que a fuerzas tengo que dar clases en esos salones, pero ¿y los demás?

Un abrazo grande a ti y a Josefina. Nos vemos pronto.

Guillermo Vega.

Sandro Cohen dijo...

Buena onda. Tal vez sea cuestión de tiempo. Y ojalá que no sea demasiado tarde... (Aunque más vale tarde que nunca).

Anónimo dijo...

Felicidades a la UAM por ese pequeño avance tecnológico. Y Felicidades Sandro por enseñarnos que con un poco de persistencia las cosas pueden llegar a suceder. Yo tambien estoy esperando un sueño parecido, pero el mio es que todo México en un futuro pueda llegar a ser Wireless. Pero hay que rezarle a Slim.

Rodrigo E.

Sandro Cohen dijo...

Creo, Rodrigo, que lo más importante no es que la ciudad se vuelva "wireless" en sí, sino que ser "wireless" como ciudad posiblita que muchas familias sin los recursos para pagar la mensualidad para accesar la red, sí podrían hacerlo con una medida de ese tipo. Habría que considerar la cobertura inalámbrica como parte de la infraestructura básica: luz, drenaje, agua, teléfono, gas. Por desgracia, aún estamos muy atrasados en todo lo anterior. Pero las comunicaciones por internet se vuelven cada vez más importantes. Otras ciudades, en Europa y EU, ya tienen cobertura básica inalámbrica gratuita. ¿Por qué México habría de castigar a sus ciudadanos? Al contrario: debemos darles lo que necesitan para ser productivos, activos, analíticos, críticos y colaboradores. ¡Salud!

ChikPill dijo...

Maestro Cohen: He leído con atención cada una de las notas en su blog y me han gustado.
Tengo dos hijos en la secundaria y el varón —quien es el mayor y cursa el segundo grado— me contó una historia similar a la suya, de amores y desamores tecnológicos, y relacionada con las habilidades, casi natas, de los jóvenes de hoy.
Bendito mastercard que permitió a usted adquirir ese primer cañón proyector.
En la secundaria de mis vástagos (educación pública) pocos son los alumnos que, como ellos, tienen la posibilidad de tener una computadora en casa, transportar sus aficiones en una memoria USB, navegar a gusto en la red en busca de información (para tareas o por mero interés específico), software, música y video con la mayor naturalidad del mundo.
Para quienes podemos acceder a ella, la tecnología tiene un valor de uso similar a unas pinzas, un destornillador, un taladro o una llave española, pero posee mayor complejidad. Sé de gente que se esforzó para proveerle de una computadora al chamaco con la esperanza de transformarlo en la luminaria de la clase y se quedaron esperando la transormación del mono en hombre. Su artículo me lleva a muchos caminos de reflexión en torno al tema. Creo firmemente que por sí sola ni toda la tecnología del mundo podrá cambiar un problema de rezago ancestral y de oscurantismo tecnológico. Por sí solo, el programa enciclomedia no podrá superar ese rezago y ese oscurantismo. Debe transformar en pasión la actitud pasiva de estudiantes y maestros.
Maestro Cohen, me llena de gozo esa pasión por su trabajo y esa capacidad de asombro que aún conserva usted en un país tan desigual y tan surrealista como el nuestro.
Un abrazo.

Magda Díaz Morales dijo...

¡Wow! ¡felicidades! También yo me he emocionado. La UAM es estupenda, la de Iztapalapa también ;)

Qué gusto me da, Sandro, trabajar así es una maravilla.

Bernardo Ruiz dijo...

Si no les ves las caras a los alumnos, el sistema no es tan moderno. Pide el upgrade.

Abrazos
BR

Anónimo dijo...

HOLA SANDRO:
Me da muchísimo gusto leer lo que escribes y la emoción que transmites es grandiosa. A mi me gustaría ser tu alumna nuevamente en un aula con todos esos avances tecnológicos, debe ser maravilloso aprender a todo color, con sonido y la emoción tuya desbordandose por el alma.
Ahora, soy alumna del CECAD en Oaxaca, dependemos de la UABJO y la UNAM y sabes, aqui tenemos todo eso, pero como nosotros somos alumnos de Universidad Abierta y a distancia, solo de manera esporádica tenemos acceso a ello; por ejemplo en las actividades presenciales o de videoconferencia o en los diplomados, porque ni asistimos todos los días, ni hay actividades para todos diario.
Disfruta de un excelente día.
Lupita*

Anónimo dijo...

Es una fortuna pertenecer a uno de los dos grupos en los que imparte clase. Ojalá y que la UAM siempre este a la vanguardia como hasta ahora, pero que sobre todo siempre me encuentre maestros como usted.