miércoles, 30 de mayo de 2007

No cantamos tan mal las arias


En los años 90 los grandes gurúes globalofílicos buscaban convencernos de que el mercado lo resolvía todo: injusticias, incapacidades, ineficacias, pobreza… En algunos casos era cierto: la competencia sirve para mejorar sistemas de producción y los productos mismos, siempre y cuando sean de consumo, y con la condición de que el campo de juego sea nivelado, lo cual casi nunca sucede. Pero el arte es un producto de consumo sólo desde un punto de vista muy estrecho: su venta, sea ésta en forma de disco, libro, boleto para concierto —teatro o ballet—, pintura, escultura, etcétera. Y como objeto vendible, el arte deja mucho que desear, si hablamos en términos de mercado.

Se ha escrito mucho —yo mismo me incluyo— de lo difícil que resulta vender libros en un país donde se lee poco y donde lo que más se lee se cataloga como chatarra. Aquí lo mismo se aplica a los boletos para el teatro, ópera, ballet y conciertos de música mal catalogada como seria o clásica. Yo casi daba por sentado que esto se debía a nuestro subdesarrollo, pero me topé en el New York Times Magazine con un artículo de Deborah Solomon que cita al director de Lincoln Center Inc., Bruce Crawford, quien revela ­—entre otras cosas— que ninguna ópera producida en la afamada Metropolitan de Lincoln Center sale tablas: todas pierden, alrededor del 50 por ciento… El resto del costo debe salir de donativos, fundaciones, etcétera. Uno puede imaginarse lo mal que están las cosas en lugares de menos renombre.

Le pregunté a Saúl Juárez, el entonces director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), cuál era la situación de nuestra ópera, y me dijo que es muy parecida, sólo que un poquito peor: las funciones son subvencionadas mayormente por el Estado, pero actualmente ayudan diversas fundaciones. “Cuando bien nos va —aclaró—, la iniciativa privada llega a poner el 25 por ciento; a veces más, a veces menos”.

La buena noticia: en opinión de Juárez no existe presión alguna para suprimir ni conciertos ni óperas ni otras puestas en escena por falta de la rentabilidad que es tan sagrada a los mercadolibristas. (Aclaro: lo dijo Saúl cuando aún estaba al frente del INBA). Sólo pensar que pudieran cerrar las sinfónicas y las compañías de teatro y el ballet simplemente porque no venden suficientes boletos caros, me da frío. En otras palabras, en México sabemos que el arte, más que negocio, es cuestión de alma: la nuestra. Si las grandes mayorías aún no han descubierto estas delicias, todavía podrán hacerlo, y ellas saldrán ganando. Cuando eso suceda, seremos un país más rico.

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