viernes, 25 de mayo de 2007

La arrogancia del deseo de durar para siempre

El joven novelista Omar Delgado (Ellos nos cuidan. Colibrí, México, 2005) ha escrito un ensayo, aún inédito, acerca de la práctica decimonónica de fotografiar a los familiares muertos. En él se menciona la arrogancia que hay detrás del deseo de “engañar” a la muerte al hacer que en las imágenes impresas los difuntos parezcan apenas “dormidos”. Así, reza la teoría, los seres humanos podríamos volvernos eternos gracias a la fotografía.

Esto me remitió de inmediato a otro gran ejemplo de arrogancia más allá de la muerte, sólo que éste provenía de la literatura romántica inglesa. Se trata del soneto “Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley. Al vuelo lo encontré en internet y el miércoles pasado lo leímos en nuestro taller de Creación Literaria, donde analizábamos el ensayo de Omar. esta mañana, curiosamente, revisando algunos ensayos y artículos míos de años pasados, me topé con uno que menciona a este personaje en relación con lo que sucedió con el alud de empresas de internet (las “dot.com”) que hicieron implosión tras el crac de hace poco más de un lustro. Se creían eternas, todopoderosas… ¿Y dónde están ahora?

Nada dura para siempre sino la arrogancia del deseo de durar para siempre. He aquí el artículo de mediados de 2001, el cual sólo apareció en... el internet (CiberSivo):

Ozymandias y el crac del internet

Y justo cuando los neo-profetas estaban a punto de declarar “Y Dios vio que era bueno”, cayeron las inversiones en las tecnologías internet, se derrumbó el nasdaq y —definitivamente— Dios vio que no era bueno. Es más, se dice que las nuevas tecnologías tardarán décadas en recuperar el ritmo con el cual estaban creciendo antes del tecnocrac. O peor: que jamás llegarán a su madurez. Serán tecnologías tipo crisálida: justo cuando iban a salir de su capullo y volar con todo su esplendor, se quedaron congeladas o se convirtieron en momias vivas, testimonio a la avaricia de quienes apostaron todo sin planear nada, pensando que iban a volverse inmensamente ricos de la noche a la mañana.

La historia de la humanidad está llena de historias de esta índole. El poema “Ozymandias” (otro nombre de Ramsés ii) de Percy Bysshe Shelley es conmovedor en este sentido. Cuenta el poeta inglés que se topó con un viajero, y que éste le contó que en medio del desierto había unas ruinas: un par de piernas sin tronco era lo único que quedaba de la escultura. En el pedestal, sin embargo, se leía lo siguiente, que es el final del soneto de Shelley, escrito en 1818:

‘My name is Ozymandias, king of kings:

Look on my works, ye Mighty, and despair!’

Nothing beside remains. Round the decay

Of that colossal wreck, boundless and bare

The lone and level sands stretch far away.

Traduzco literalmente:

“Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:

¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperaos!”.

Nada más hay. Alrededor de la decadencia

de esa ruina colosal, sin límite y estériles,

las planas y solitarias arenas se extienden hacia la lejanía.

¿Cuántos Ozymandias no han sembrado sus ruinas por las calles de la punta sur de la isla de Manhattan, por Silicon Valley? ¿Cuántos que ahora deambulan por las calles de San Francisco, ausentes y sin hogar, hace un año dominaban el mundo desde un piso 84, sus cuentas bancarias llenas de los dólares frescos de inversionistas incautos que saboreaban los frutos que no eran de su trabajo? ¡Cuánta arrogancia! ¡Cuánta tragedia!

No lo digo, desde luego, por aquellos que deseaban hartarse de billetes y pasar el resto de sus vidas veleando por las costas de Massachusetts o el sur de California. Lo digo por quienes invirtieron sus vidas en desarrollar tecnologías visionarias que tal vez ahora no vean la luz, no porque no sirvan sino porque no recibirán el apoyo que merecen.

Para no ir demasiado lejos, una tecnología probada que iba a convertir las comunicaciones con gran ancho de banda en cosa cotidiana para todo el mundo —cine por demanda con alta definición, video conferencias y conciertos en tiempo real, a todo color y con sonido estereofónico, como si uno estuviera presente, y un larguísimo etcétera—, ahora se ve casi totalmente parada. Me refiero al uso de la fibra óptica. Según un artículo de Simon Romero en el New York Times (18 de junio de 2001), sólo el 5% de la fibra óptica instalada en el mundo está encendida (en uso).

Para un cliente grande, cuesta alrededor de $500 millones de dólares a lo largo de 15 meses encender su red de fibra óptica, pero a estas alturas no hay inversionistas dispuestos a financiar estas redes ya instaladas, pues consideran que el boom del internet ha dado de sí, que no tiene futuro.

¿Hasta qué punto es la prosperidad una ilusión? ¿Qué separa la pobreza de la plenitud? ¿Será cierto que por un error de apreciación comercial de un puñado de ambiciosos que no vieron prosperar el mercado publicitario en el internet, todo lo demás carezca de valor, que no merezca el apoyo financiero de gente más sensata?

No habría que excluir el comercio legítimo y obviamente necesario para toda sociedad, pero el internet no sólo es publicidad, ganancia rápida y desmedida, la pornografía de almas pobres. Debe ser el vehículo de comunicación e investigación, del flujo libre de información de toda clase, sin que esto despierte los temores de quienes piensan que el conocimiento debe reservarse sólo para los privilegiados.

El crac del e-business a lo salvaje puede ser una bendición disfrazada: debemos aprovechar este momento para volver a encarrilar el internet por donde debe caminar: la educación, la difusión de la cultura humana, la investigación, las artes y la comunicación en general. Ozymandias y su sociedad no se adaptaron. Espero que de la nuestra encuentren las generaciones futuras mucho más que un pedestal que diga, entre la vastedad de un desierto estéril, “¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperaos!”.

Hasta aquí aquel artículo de 2001. El internet se ha recuperado, ya sin la arrogancia anterior, y eso es ganancia. Desde entonces la red ha emprendido dos direcciones contrarias: una, completamente libertaria, donde se publican blogs como éste e incontables toneladas de información libre, de toda especie (caveat emptor), y otra absolutamente comercial. Esta pluralidad sólo puede calificarse de positiva. Mientras nosotros podamos seguir explorando los vastos universos del conocimiento humano que circulan por el ciberespacio, y mientras tengamos la posibilidad de compartirlos, ¿qué tiene de malo comprar un disco, un libro —o lo que sea— por internet?

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