miércoles, 21 de noviembre de 2007

Una bella locura

El arranque de la sección de la "Gran sonata patética", donde imagino a Beethoven pasando por una aguda esquizofrenia...

Suceden fenómenos extrañísimos cuando un literato se interna por los laberintos de una partitura. Acostumbrado a pensar analíticamente —en términos de sujeto, núcleo de predicado y complementos— a fin de expresar una idea, una emoción o para evocar un ambiente, de pronto llega a un mundo donde se le suspenden todas las leyes de la física expresiva. Ya no hay sujeto. Ya no hay predicado. Ya no hay complementos. Todo es el sujeto, pero también todo es el predicado, y los complementos están en todas partes: forman parte de la melodía, de repente son la armonía, y sobre todo están en las sutilezas de las texturas rítmicas.

Como en la literatura, y a diferencia de la pintura, la música se desarrolla en el tiempo. Va del punto A al punto Z, y tiene la opción de pasar por muchos puntos intermedios. Pero a diferencia de la literatura, algunos pasajes pueden repetirse tal cual, o con cambios sutiles —y no tan sutiles—, como un pintor puede hacerlo en una serie de pinturas con un mismo sujeto. Y como la música no tiene una línea argumental planteada lógica o ideológicamente, sino una serie de notas que crean una respuesta emocional en quien toca y escucha (el ejecutante siempre es el primer escucha de lo que toca), lo que piensa el ejecutante acerca de la música es casi siempre subjetivo, a menos que el compositor haya agregado algún apunte “acerca de lo que se trata”. Esto la volvería música programática, como L’Apprenti Sorcier de Paul Dukas, Pedro y el lobo de Serguéi Prokofiev, o The Grand Canyon Suite de Ferde Grofé. Hasta Mahler agregaba en ocasiones referencias programáticas, pero solían ser tan abstrusas, que daba lo mismo. En general, los músicos evitan los programas —la ideología que puede agregarse a la música—, o juegan con ellos, como Erik Satie, quien en sus Trois Gnossiennes, escribió en la partitura ocurrencias como “Pregunte usted”, “del final del pensamiento”, “con una ligera intimidad”, “sin orgullo”, “aconséjese con cuidado”, “abastézcase de clarividencia”, “muy perdido”, “lleve eso más lejos”, y muchos más…

La verdad, el compositor no necesita escribir estas ocurrencias para que a uno —como ejecutante— se le materialicen en la cabeza del modo más raro. Entre los compases 139 y 188 del primer movimiento de la sonata en do menor, la Patética de Beethoven, por ejemplo, me parece que el compositor pasa por una aguda fase esquizofrénica. Está en una cosa y simultáneamente en otra. En una emoción y en otra. En un lugar y en otro. Bellísimo… Loquísimo…

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