martes, 2 de octubre de 2007

Verdad y verosimilitud: el desafío de lo increíble

NADA HAY MÁS escurridizo que la verdad. Y a veces no es menos que increíble. Se dan situaciones en la vida real que simplemente no creeríamos si no fuéramos testigos. Por ejemplo, tengo una prima lejana que vive en París. Acaba de separarse de su esposo. No se llevaban bien. Es una historia larga que no vale la pena explorar aquí. Baste aclarar que mi prima, tal vez por el dolor que le causó la infidelidad serial y cínica de su marido, se dio el lujo de enamorarse de un pintor. Ahora viene lo bueno: el hijo adolescente de ella conoció y ahora anda con la hija de él…, con todo lo peligroso que esto podría ser para mi prima, pues el marido no sabe nada. No es difícil imaginar las reacciones en cadena si la relación de los hijos continúa y éstos deciden involucrar a los padres. Parece película francesa…

Ahora bien: viven en barrios distantes entre sí, nadie los presentó, nadie los juntó. Solitos se encontraron. ¿Es creíble que esto suceda en una ciudad de más de dos millones de personas (y sólo hablo del París intramuros, sin las áreas conurbadas)? No. Si, en efecto, se tratara de una película, diría que resulta absolutamente inverosímil.

Lo que en la vida real es increíble, en la literatura o el cine resulta inverosímil. Pero ambos pueden ser verdad. He aquí un problema doble para cualquier creador. Por un lado, cómo se logra que un hecho ficticio, irreal, sea creíble en términos artísticos, que sea verosímil? ¿Y cómo puede hacer que un hecho real —absolutamente verdadero aunque increíble— no parezca inverosímil? Muchas veces resulta más fácil volver verosímil la ficción, que creíble la verdad histórica. Tal vez por eso reza el lugar común: “La realidad es más extraña que la ficción”.

Paradójicamente, el grado de incredibilidad no tiene mucho que ver: sabemos que todos los días ocurren cosas imposibles de creer. Y hay novelas, cuentos y filmes que, a pesar de narrar hechos cotidianos, nos resultan absolutamente inverosímiles: no les creemos para nada. Millones de personas pueden involucrarse sin problema en la saga de El señor de los anillos, la Guerra de las galaxias o Harry Potter, a sabiendas de que son ficciones que rebasan las leyes de la física. Tal vez sean increíbles, pero no inverosímiles.

Una vez, de visita en Nueva York en los años 80, casi me tropiezo con mi primera novia, tras más de una década de no habernos visto y de vivir en países diferentes: ella en Guatemala y Perú, y yo, en México. Caminaba yo presurosamente por la acera del parque de Washington Square. Lo repito: por poco y choco contra ella, pues yo iba distraído, y tal vez ella también. Si esto no hubiera sucedido, ni nos habríamos dado cuenta el uno de la otra. Increíble pero cierto. Si quisiera incluir este suceso en un cuento, novela o película, ¿cómo podría hacerlo verosímil?

Por fortuna, la realidad no tiene por qué preocuparse de su credibilidad: lo que sucede, sucede. No hay discusión posible, aunque diferentes testigos puedan contarlo desde ópticas diversas (algo que los narradores han aprovechado desde tiempos inmemoriales). Pero, como hemos visto, el arte es más quisquilloso con la verosimilitud de la realidad, que la realidad lo es con lo increíble. ¿Cuáles, pues, son los mecanismos que emplea el artista para que el lector o cinéfilo suspenda su incredulidad para involucrarse en una historia?

Más que mecanismos, se trata de una manera de crear a los personajes. Si éstos nos parecen reales, humanos, lo que les pase será verosímil aunque increíble. Esto les permitirá viajar en el tiempo, por ejemplo, o —en un momento dado— escuchar lo que otros piensan, dividirse en dos o incluso cambiar de sexo a voluntad. Lo difícil no radica en la incorporación de lo fantástico, lo increíble o lo apenas creíble, sino en escribir los personajes desde adentro hacia fuera. Lo mismo tienen que hacer los actores cuando encarnan, sobre un escenario, a los seres que deben representar. Un mal actor se delata enseguida porque no lo creemos, y dejamos de creerlo porque su personalidad es puramente gestual. Usa las manos de manera deliberada y estudiada, por ejemplo, para indicar tristeza o alegría; no le viene la emoción desde dentro. Si le saliera de la entraña, no importaría mucho el detalle de cómo su cuerpo lo manifestara: sería creíble, verosímil. Y podría variar de una a otra noche según el impulso interior.

El narrador, el dramaturgo o el guionista debe cuidar la humanidad de sus personajes. Si éstos realmente son humanos —imperfectos, incluso excéntricos o con comportamientos que podrían parecer, a primera vista, contradictorios— lo demás caerá en su lugar. ¿Cómo creer que un asesino serial, por ejemplo —como vimos recientemente en la película Mr. Brooks—, puede ser un padre amantísimo y absolutamente normal en todos los sentidos, incluso aburrido, salvo que le gusta matar gente y posar los cadáveres para sacarles fotografías eróticas? Lo creemos porque Kevin Costner es un actor excelente, y esto cabe dentro de la gama de las posibilidades humanas, que es mucho más rica de lo que a veces quisiéramos creer. Y el catálogo de asesinos seriales lo confirman. Pero también lo confirma el catálogo de amas de casa, contadores públicos, abogados, plomeros, periodistas, maestros de escuela, publirrelacionistas, matemáticos, secretarias, ingenieros informáticos y hasta escritores…

No hay personas normales. La única persona normal es aquella que aún no conocemos bien. Todos tenemos recovecos de misterio, áreas sin explorar que podrían llenar varias novelas o largometrajes. Allí están las verdades que pueden resultar absolutamente increíbles. Allí está el combustible del arte. Allí está el desafío.

2 comentarios:

ChikPill dijo...

Mi abuela cumplió 74 años el mes de mayo de este año. Sus historias parecen extraídas de una caja de sorpresas. Nunca cuenta la misma historia en dos ocasiones. Sin embargo, es fantástico comunicarse con un ser convencido de lo que dice. Sus historias siempre son verosímiles. Ella ha llegado al punto de mezclar dos anécdotas diferentes para ensalzarlas, magnificarlas y potenciarlas.
Ella cuenta que a Leandro —su segundo marido, alcohólico declarado y hombre de gusto por pegarle a la mujer— debe la carencia de dientes frontales. Desdentada y con los ojos violáceos, mi abuela acudió a sus labores de mesera en una fonda del Centro Histórico; su patrón se negó a recibirla argumentando que era imposible que una mujer aguantara tanta violencia física sin hacer nada por liberarse de ese infierno.
—Si te niegas a demandarlo, pierdes el empleo —sentenció don Luis, el patrón de ella, propietario de la fonda.
Más obligada por la necesidad de alimentar a su prole, mi hoy abuela presentó su denuncia, aún con los golpes frescos. Detuvieron a Leandro y lo confinaron en una celda protegida con barrotes metálicos (estilo Pepe El Toro). El día que ella debía presentarse a ratificar su acusación, él, Leandro, colocó ambas rodillas sobre el piso y suplicó con aires beatíficos que ella le brindara su perdón, pues de lo contrario podrían “remitirlo” y, tal vez, hasta pudieran violarlo en esas oscuras celdas de una penitenciaría.
—No lo volveré a hacer. Sabes que te quiero. Sabes que tus hijos son mis hijos aunque no sean de mi sangre. Yo los quiero. No volveré a hacerte nada. Te lo juro por mi mamacita que seguro está en el cielo… —fueron las súplicas de Leandro.
El cuento es largo, pero la anécdota es concreta: ella retiró los cargos y regresó de la mano de su viejo al cuarto rentado en la calle 11 de una colonia en Nezahualcóyotl. Días después, él rompió su palabra y le propinó una golpiza que ambicionaron El Perro Aguayo y el mismo Santo, el enmascarado de plata, en su época de rudo este último.
Desde muy pequeño, he escuchado esta historia cientos de veces. Siempre hay algo diferente, renovado, amplificado. La pasión es la misma. La vehemencia con que es contada, consagra a mi abuela como un narrador-actor que vive y representa su vida, en pleno equilibrio entre la realidad y la verdad que ella misma se ha creado.
En sí misma, la historia de meter a la cárcel al verdugo y sacarlo de ella para recibir una nueva dosis de golpes rayaría en el absurdo. Lo interesante, repito, es la magia del narrador, del actor, convenciendo a su público familiar desde hace décadas.
Excelente tema, maestro Cohen. Saludos.

Sandro Cohen dijo...

Lo que hizo tu abuela, a los ojos de la lógica, resulta increíble pero desde la óptica de la irracionalidad que suele guiarnos en asuntos del corazón, es absolutamente comprensible. Aquí coinciden la realidad y la verosimilitud, lo que PARECE real dentro de lo escrito. En este caso, el escrito es tu comentario. Y yo te creo, sobre todo porque miles de mujeres golpeadas vuelven con el marido golpeador tras perdonarlo, sólo para ser golpeadas de nuevo, sea física o emocionalmente.

Gracias por escribir de nuevo, Ricardo.