martes, 9 de octubre de 2007

Espacio contra ciberespacio

Eloy Urroz con su esposa Lety, en las oficinas de Editorial Colibrí

El poeta, ensayista y novelista Eloy Urroz, miembro fundador del Crack —junto con Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Ignacio Padilla y Ricardo Chávez Castañeda— me ha escrito, diría que angustiado, a raíz de estas líneas que provienen de mi ensayo “El futuro del libro en la era digital”:

Antes había muchísimo más vida en los suplementos, revistas y periódicos porque tenían más peso, y todo se discutía en las facultades, los cafés literarios que abundaban, en los cines y los teatros. Las cartas a los editores volaban echando chispas. Había polémica, desacuerdos, coincidencias y divorcios. Era realmente divertido. Ahora se escucha el silencio de los mausoleos. Toda la acción parece estar en el ciberespacio.

Escribe Urroz: “No nos dices qué piensas de esto que escribes. ¿Es terrible o no lo es? ¿Qué hacer? ¿Debemos hacer algo o no? ¿Las cosas son como son y ni modo? ¿‘Que la accion esté en el ciberespacio’ no tiene acaso efectos morales, humanos, psicológicos, inmanentes, intelectuales, que tal vez ni siquiera sospechamos? Me hubiese gustado que atacaras u opinaras ese costado del tema […]”. La pregunta es excelente. Trataré de responder.

Tenemos muchos años lamentándonos porque las nuevas tecnologías están cambiando las costumbres “de la juventud”. Hablamos de los jóvenes porque no es tan fácil cambiar las costumbres de la gente mayor. Pero la juventud no está cambiando sus costumbres sino que está adoptando nuevas que a nosotros, los mayores, nos parecen genéricamente sospechosas. Antes fue el cine y la radio, y luego fue la televisión, en toda su inmensa gama de distractores. Ahora los usual suspects son la computadora, el internet y la vida intelectual —o no intelectual— que se da en el ciberespacio en lugar de espacios reales, como antes: tertulias, cafés, las redacciones de los periódicos, etcétera.

No sé qué tan universal sea el fenómeno que he detectado y mencionado en aquel ensayo, el cual comenta Urroz. No sé si en las ciudades pequeñas (o no tan pantagruelescas como el Distrito Federal) la gente aún se reúne como antes nos reuníamos en la Ciudad de México para discutir las novedades, los chismes, las polémicas, las ideas nuevas y viejas. Pero sospecho que si lo hace, lo está haciendo menos.

Realmente lamento la pérdida de la costumbre de la reunión semanal, tan arraigada en mi generación y la anterior. Pero fui testigo y partícipe de esa desaparición. Simplemente llegó el momento cuando la reunión sabatina matinal —que era mi caso— llegó a ser más una carga que una alegría. O tal vez empezaron a llegar personas que no me agradaban tanto que otras que ya no asistían: de repente me encontraba en un grupo que yo no reconocía como el de mis amigos. Yo, en ese momento, daba por sentado que simple y sencillamente el grupo se había transformado. Pero la verdad fue que, dentro de poco —un par de años tal vez—desapareció por completo como grupo, como la gran mayoría de las otras tertulias que se reunían tan religiosamente.

Esta desaparición se dio al mismo tiempo que la de los grandes suplementos literarios. Sábado, de Huberto Batis —fundado por Fernández Benítez y en el cual también colaboró asiduamente José de la Colina en su primera época— sobrevivió más que ningún otro. Perviven algunos otros, y hay nuevos, pero allí sucede lo mismo: ha desaparecido el espíritu de polémica, la sensación de urgencia, de que se planteaban asuntos torales para la cultura del país y del país en general. Vaya: antes creíamos que lo que discutíamos —haya sido en los cafés literarios o en las páginas de los suplementos— era importante, incluso para el mundo. Ahora ha dejado de existir la costumbre del café literario, y los suplementos —a pesar de su calidad— simplemente no son vehículos de polémica ni de actualidad. Si tuviera que generalizar, lo cual no siempre es justo, tendría que afirmar que los suplementos actuales responden a imperativos económicos antes que a necesidades intelectuales o artísticas. Y cuando un negocio es un negocio (“business is business”), al dueño no le gusta que sus colaboradores le hagan olas.

Así, en nuestra realidad circundante —sea en el espacio físico o en el del periodismo— las únicas olas son las de la violencia del narcotráfico, o las que azotan a quienes viven en la pobreza. A quienes hacen olas para entusiasmar o despertar a la gente —hacerla pensar—, los llaman loquitos o payasos (antes eran agitadores o subversivos). Hay una actitud generalizada de que todo está bien, y de que aquellos que dicen que las cosas no lo están, son aguafiestas, loquitos o payasos.

En este ambiente donde parece imperar la anestesia general, la cual permite que haya múltiples ejecuciones todos los días sin que suceda nada, sin que se ponga un alto a la corrupción y connivencia oficiales que permiten que continúen y que minen las bases mismas de la sociedad, muchísima gente —sobre todo la juventud— halla refugio en el ciberespacio, que es un lugar donde puede divertirse, explayarse, comunicarse con sus semejantes —conocidos o virtuales[1]— leer, aprender y hasta crear. Tengo 54 años pero he reaccionado más o menos como mis hijos, sin darme cuenta. Tal vez ellos no sientan nostalgia, pero yo sí. Y me da coraje.

Además, aun cuando uno quisiera reunirse con los amigos en un café, el volumen de la música es capaz de romperle a uno los tímpanos. En muchos lugares es punto menos que imposible conversar. Hay cadenas enteras de restaurantes que evito por dos razones: porque tocan música a toda volumen (o porque tocan a todo volumen aquello que ellos llaman música) o porque es imposible escaparse del humo de los fumadores, que para algunos no fumadores —como el que esto suscribe— es harto desagradable. Parecería que la solución sería reunirse al aire libre, pero como la Ciudad de México es tan hostil a la gente y tan amable con los automovilistas, hay realmente pocos cafés-restaurantes al aire libre donde, sin música y tráfico a todo volumen, uno pueda tomar su infusión predilecta y conversar durante horas sin que lo corran. Se tolera bastante mejor a los pordioseros que a los que manejan Hummers, BMW y Audi. (Esto no exculpa a quienes manejamos Volkswagen, Atos, Chevy, PT Cruiser o Fiesta).

Entonces, para resumir esta respuesta tan larga como serpentina, creo que la creación del ciberespacio coincidió con la deshumanización de nuestra ciudad, y de muchas otras. Además, se desarrolló tan velozmente porque había una necesidad. El internet tiene décadas de existencia, pero se dio vuelo de unos años acá. También fui partícipe de ese desarrollo desde el momento en que dejó de ser la red del gobierno de Estados Unidos y de unas cuantas universidades. Al principio era un lugar bastante vacío, como un fraccionamiento cuando sólo hay calles y un par de casas. Ahora parece el centro de Tokio o Times Square, pero a lo bestia, prácticamente hasta lo infinito.

José María Espinasa, escritor y editor de Ediciones Sin Nombre, me llama optimista, y siempre aclara que “Un optimista es un pesimista mal informado”. Y me llama optimista porque creo que esta efervescencia del ciberespacio será capaz de volver a unir a la gente en espacios reales cuando los recuperemos, y cuando haya condiciones para que resurja un periodismo cultural propositivo, crítico, analítico y —en términos generales— más vivo y desmadroso que el que actualmente tenemos, tan peinado y correcto y obediente a los intereses de las megacorporaciones trasnacionales. Éstas, dicho sea de paso, estarían encantadas de apoderarse también del ciberespacio. Pero no debemos permitir que también nos quiten eso. Al contrario: es deber de todos los pensadores independientes cultivarlo, amén de hallar la manera de volverlo real —físico— cuando sea conveniente, en forma de libros en papel, de reuniones en persona, de revistas y suplementos vivos. Pero también siempre habrá lugar para la vida en el ciberespacio, esa vida que sólo toca tierra en nuestras fantasías, en nuestro cerebro insondable.



[1]Con virtuales me refiero a personas reales que se conocen en la realidad virtual del internet.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Me uno a la conversación con ustedes, ¿y cómo? Desde el ciberespacio.
No es sólo en México donde el sentido de urgencia parece haber desaparecido para siempre. Me temo que es en buena parte del planeta. Yo siento no sólo nostalgia por esas conversaciones largas e intensas de café, por esas discusiones en los periódicos; siento también necesidad de ellas. Por eso, aunque internet me sigue desconcertando mucho (cosa generacional y la eterna batalla de mi confuso cerebro con las máquinas y la tecnología), reconozco que la gente está encontrando en internet un espacio para volver a lo urgente y lo importante, y eso me da esperanza.
Por dar sólo un ejemplo, es por internet que el mundo se ha enterado de los acontecimientos recientes en Birmania.
Y en muchos blogs (por ejemplo el tuyo) y páginas personales se discuten cosas con la hondura y justo el sentido de urgencia que mencionas, se recrea el espacio que parecía perdido.
A mí me da vértigo "navegar" por internet, las opciones son muchas, me marea la pantalla. Pero mientras no recuperemos los espacios físicos y de papel, tenemos al menos este, y hay que agradecerlo.
Así que estoy de acuerdo contigo, menos en una cosa: lo que dices de los fumadores. (Y qué alivio me da saber que en México siguen fumando en los cafés... no todo está perdido). Acá en Inglaterra este verano entró la prohibición de fumar en cualquier espacio público y estoy furiosa. Y eso que nunca he fumado. Hasta ganas me dan de fumar de lo enojada que estoy (pero no me gusta el cigarro, ni modo). La discusión es amplísima y tiene que ver con la libertad, es para otro momento, pero concentrándonos en el tema de los cafés donde antes se discutían las cuestiones urgentes y donde uno se refugiaba para leer y escribir, ¿no te parece que el humo del cigarro y de los puros y pipas es una parte entrañable de esa atmósfera? Yo recuerdo a los 19 años, cuando acababa de irme de casa de mis papás en Guadalajara y llegaba al café Madoka y me rodeaba ese humo, y me sentaba con mi periódico y mis libros entre todos esos señores fumadores (porque siempre había más señores que señoras) y me sentía como uno de ellos y no cabía en mí de alegría. Sé que es malo para la salud y está muy bien que la gente deje de fumar cuando lo considere necesario, pero el café es (o era) un espacio de libertad. Muchas cosas son malas para la salud, pero el problema es que la campaña contra los fumadores ha transformado un problema de salud en un problema moral. Por lo mismo creo que prohibir fumar en los cafés es una aberración, un atentado contra uno de los principios básicos de lo que es un café: un espacio de libertad.
A mí también me molesta mucho la música que ponen en casi todos los cafés, pero desde que prohibieron el cigarro por estos rumbos, he encontrado una nueva molestia: los cafés han sido invadidos por señoras con carreolas y montones de niños gritones. Se instalan a sus anchas y aquello es como una guardería. Adiós a la lectura, a la escritura... se fue el humo del cigarro dibujando sus figuritas en el aire y llegó el kinder y el montón de señoras parlanchinas...
Me encantan los niños, no creas que soy un ogro, y por supuesto las mamás tienen derecho de tomarse un descanso, salir a la calle a tomarse un café. Pero hay otros espacios; acá montones de parques tienen sus propios cafés, ¿por qué invaden los "nuestros"?
Y la culpa no es de ellas, por supuesto. Ni siquiera se dan cuenta de la violencia que ejercen, y supongo que la mayoría ni saben qué tipo de institución es el café en la imaginación de los que crecimos discutiendo y leyendo en ellos. Lo que describo es un fenómeno social provocado por la prohibición de fumar en espacios públicos. Es el último golpe mortal contra el espacio del café.
Pero ya me callo, porque tengo que ponerme a trabajar. Ha sido un placer tener con ustedes esta conversación de café.
Un abrazo,

Adriana Díaz Enciso (desde Londres)

Unknown dijo...

Querida Adriana:

Entiendo perfectamente tu nostalgia por aquellos días cuando (colectivamente) no sabíamos nada o muy poco de los estragos que provocan el cigarrillo y demás artefactos del tabaco. Confieso que en una época intenté fumar en pipa, y me gustaba el sabor de ese tabaco (mucho mejor que el del cigarro, y mucho menos molesto), pero no pude hacerme a la costumbre y, además, me ganó mi deseo de gozar de buena salud. Y lo había hecho, básicamente, como una manera de sentir más cercano a mi padre, recién fallecido. Hasta usaba sus pipas.

El humo, la música suave --jazz o clásica-- creaban un ambiente sumamente agradable, salvo para aquellos que no pueden con el humo del cigarro (insisto en que el humo de pipa es otra cosa, pero en fin). No era tanto por el humo sino por el conjunto de factores: estar en un lugar público con amigos discutiendo temas apasionantes, acompañados por un café, un té y... un cigarro (dado el caso, que nunca fue el mío). El cigarro era sólo una pequeña parte de la faramalla que tanto nos encantaba. Pero era TODO, y ese todo ha desaparecido, como tú lo confirmas. Espero que aún haya excepciones.

Hablas de libertad. Que los fumadores deben tener la libertad e fumar. Estoy de acuerdo, Adriana, pero no deben tener la libertad de obligarme a MÍ a fumar. Lo neutro es no fumar. Si alguien desea fumar, lo puede hacer en su casa o en lugares al aire libre donde no moleste a quienes no deseen fumar. No creo que sea tan complicado.

Sucede que nos acostumbramos en los años 50, 60, 70 y hasta 80 a que fumar era la mar de glamuroso, y nos convencieron de que era lo "normal", pero no es normal, no para el cuerpo humano. Puede parecer chic, y a los chavos puede que les parezca muy "adulto", pero está muy lejos de ser una práctica sana.

Cada quien es libre de usar su cuerpo cómo más le guste y convenga, pero no lo es para imponer sus gustos a otros.

Me encantó tu referencia a los niños gritones. Así no se acostumbraba antes, cuando se enseñaba a los niños a portarse bien en lugares públicos: no gritar, no hacer berrinches, no atormentar a los adultos. Los parques eran para correr y gritar. ¡Y esas carriolas! Son más grandes que mi coche.

Te mando muchos besos desde el Distrito Federal, donde están rehaciendo el Centro Histórico, y desde donde van a mandar a otra parte (quién sabe adónde) a los ambulantes que tanta belleza le restan, y que hacen imposible caminar y gozar este lugar que, cada vez más, está volviendo a ser centro de arte, cultura y vida en general.

Anónimo dijo...

Imagínense: yo tengo una tremenda nostalgia de algo que no me tocó vivir. Tengo 37 años, y no pude tener ya aquel disfrute de los cafés como lugar vivo de encuentro y discusión, el que solo podía paladear vicariamente leyendo muy chaval los suplementos como Sábado o La Jornada Semanal -en su formato antiguo-.
Por otra parte, mis intentos por hacer grupo con mis contemporáneos para hacer presente tal posibilidad han resultado fallidos: el tiempo parece vivirse distinto (creo que algo más que el Muro de Berlín cayó en el 89), es como si nadie tuviera disposición de reunirse sino para la dispersión total, como si ya no constituyera una fuente de placer el generar sentido, el discutir y apasionarse por ideas, textos, polémicas.
Quisiera compartir el optimismo tuyo, Sandro, y por ello me uno a esta y otras conversaciones. Es cierto, si no fuera por este medio, por ejemplo, no habría quizá tenido ocasión de compartir con ustedes. Sin embargo hay algo en la forma en que la presencia, el cuerpo, la sonrisa, el olor se escamotean en el ciberespacio, que me acaba por impregnar de una sensación de irrealidad difícil de sacudir, que me hace sentir incómodo. A mi me gusta tocar a la gente, y solo justifico el estar sentado más de media hora frente a una pantalla por estar en contacto con alguien que está en otra ciudad o país, y se trata de alguien a quien no podré ver en largo tiempo.
En fin, un fuerte abrazo y bien por este blog!
(desde mi ciudad adoptiva Querétaro) Francisco Landa

IMPLAN de Valle de Santiago, Gto. dijo...

Estimado en la más alta estimación de mis estimaduras,

Leo con cierto temor lo que sucede. "Alguienes" mencionan la tradición colectiva o la genética de abuelos, demás y viscunversos para arropar sus pareceres. En ocasiones es pose.

Provengo de una familia bastante provinciana y en esas familias es verdad hasta lo falso.

El abuelo duro, de ojos de pez pescado y la abuela filósofa.
Si, filosofía huizachera. Filosofía al fin. Ella mencionaba que solo hay enemigos de "verdá": Aquellos que no están enojados contigo, cuando no son solo "gentes que le tiran a todo lo que se mueve" y cuando "no hay más a quién pegarle"; cuidado con los enemigos de plataforma. Los que no importa que digas porque siempre estarán en desacuerdo (aunque a ésos se les puede manejar diciendo SI a lo que quieres que NO para que se agrupen en lo que finalmente deseas). Sólo hay que identificarlos. Menuda tarea.

Hago una disrupción: ¿Lleva acento "aquél" en esta frase: "Felipe González: El español aquél".

Yo creo que no hay "anfibiosis" pero... ¡qué hable el maestro!

Saludos desde El País de las Siete Luminarias (Valle de Santiago, Gto.)

Antonio Silva Tavera

Sandro Cohen dijo...

Francisco: Al parecer, somos muchos los que nos apoyamos en estos medios para suplir lo que va desapareciendo. La humanidad del espacio depende de quiénes lo pueblan.

Antonio: No hace falta ninguna tilde en "el español aquel" porque "aquel" es adjetivo y no pronombre demostrativo. Da lo mismo que el adjetivo vaya antes o después del sustantivo. Si dijeras, "hablo de aquél, del español...", sería pronombre y sí ameritaría tilde por tal. No me suscribo a la nueva regla de la Academia que afirma que sólo hay que poner tildes en pronombres demostrativos cuando hay la posibilidad de anfibología. Mi razonamiento es simple: al escribir, nunca parece haber anfibología porque el redactor sabe perfectamente lo que quiere decir; vaya, no detecta la confusión posible. Es más claro y fácil poner tilde en los pronombres demostrativoss y no ponerlas en los adjetivos.

Anónimo dijo...

Me uno a la plática. Sólo para decir que creo que el meollo de toda la cuestión se llama "tolerancia". De hecho, al leer, primero, el texto de Sandro, justo le iba a comentar sus líneas sobre los cigarros y la prohibición de fumar, cuando, para mi sorpresa, los demás lectores de su blog también la comentaron. Yo no fumo; sin embargo, me gusta mucho el olor a cigarro, o lo tolero mejor que muchos perfumes. En resumen, no me molesta. Me gusta. Tampoco me irritan los niños llorones, tal vez porque yo ya los tuve (los tengo) y uno se acostumbra a ellos o tal vez porque uno crea para sí mismo una suerte de "aquiescente filosofía solidaria" con todos aquellos que pasan por lo mismo que tú: tener hijos llorones y desear salir a la calle. Sobre todo porque conjeturo que todos fuimos niños y llorones. Ni modo. De allí parto. De allí mi tolerancia. No sé. Sea como fuere, la cuestión no son los niños ni los cigarrillos, la cuestión es otra: hemos perdido nuestra capacidad de tolerancia o bien ha disminuido nuestro umbral de tolerancia hacia los otros. Y más importante es preguntarse: ¿es acaso culpa del ciberespacio que nos estemos volviendo menos tolerantes y, por el contrario, más comodinos, seres más aislados? ¿O acaso se trata de lo contrario? Es decir: debido a que somos animales intolerantes por naturaleza, ¿tarde o temprano sucedió lo que tenía que suceder: la creación del ciberespacio como refugio a nuestra naturaleza intolerante? ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina? ¿Nuestra intolerancia innata o el derredor que nos ha vuelto intolerantes y nos ha empujado al mausoleo del ciberespacio?

Eloy Urroz

Sonic Reducer dijo...

Esta discusión se vincula con fuertes y recientes olas de nostalgia que tengo por “sábado” del unomásuno. Soy autodidacto y ese suplemento fue aula y espacio de exposición (colaboré durante casi dos años muy irregularmente, pero aún resuena en mí el orgullo de haber publicado allí, bajo la jefatura de Huberto Batis).

Plural, incluyente, abierto a todas las manifestaciones, “sábado” tenía como vértice a la literatura, pero eso no significaba que rechazara a otras expresiones o modos de acecho. ¿Se acuerda alguien de la columna que mantuvo durante tantos años Lya Cardoza (“Cajón desastre”), de la espléndida “La escalera y la hormiga” de Gustavo García, de las fotos de Christa Cowrie en la columna de danza escrita por Patricia Cardona, de los inmensos ensayos de primera plana que incitaban a ser devorados o destrozados, de los desolladeros —que iban de los sabroso a lo bostezable—, de los textos feroces de José Antonio Alcaraz, de los paseos por la literatura europea a cargo de Eduardo García Aguilar, de las reseñas de Sandro Cohen, Ignacio Trejo Fuentes, de las colaboraciones de Juan García Ponce, de esa portada excelsa en la que Eko retrató a un enfurecido Octavio Paz, quien desde el Olimpo lanzaba rayos a Benítez y Batis por haber publicado un artículo de un autor (¿era Joseph Brodski?) que previamente había aparecido en Vuelta?

Confieso que en los últimos años de “sábado”, le fui desleal. Las plumas que arribaron en ese trecho no consiguieron hechizarme. De manera paralela a ese alejamiento, la ciudad creció. El taladro pneumático entró ael Paseo de la Reforma y desaparecieron cafés y librerías, como también se esfumaron dos espléndidas en la calle de Independencia. La misma librería en que yo trabajé —Navegante, Filomeno Mata 18-A, si no me equivoco— cerró sus puertas después de que fue espacio de tertulias durante casi dos años, como también lo fue —a pesar de su amenazante televisión— el Salón Corona (cuántas veces no anduvo por allí, el poeta y traductor Francisco Cervantes).

Pero si la ciudad cambia y aniquila los espacios que no “producen dividendos”, también uno cambia. Como bien apuntas, Sandro, un día las tertulias se volvieron obligación y descubrí que mi empatía con los otros era casi nula. La vida resta y suma. Llegaron entonces nuevos goces y sumé también pérdidas que hoy, a tantos años, me provocan añoranza (si cruzo por donde estaba la Librería Buñuel, me acuerdo de una ex novia con quien pasé muchas horas allí, ambos guareciéndonos de la lluvia y hallando joyas con precios que no habían sido renovados en casi una década). A ninguno de los contertulios que llegaba a Navegante lo he visto en años. No sé si hoy —además de capítulos pretéritos— tendríamos algo en común. Mi propia “biblioteca del estudiante pobre” (Julio Torri dixit) no es la misma de hace veinte años. Incluso la relectura de algunas obras que en su momento me parecieron originales y enriquecedoras, hoy me dejan una sensación desabrida. Otras han soportado el paso del tiempo, así como a mis filias y fobias. Hoy tengo más libros de ensayo que de narrativa y poesía, pero me siento contento de que ese espacio siga vivo; algunos libros —los menos— se van y llegan otros, adquiridos casi siempre en librerías de viejo, con la certeza de que se quedarán por largo tiempo.

Quería hablar de las tertulias y de un viejo y sabio suplemento, y me dispersé.

Greil Marcus dice que la nostalgia es la oportunidad que nos damos para regresar a un tiempo que ya no existe para, allí, ser las personas buenas que nunca fuimos. Somos, creo yo, víctimas de la nostalgia porque ese tiempo también estuvo signado por nuestra primera juventud. A mi modo y, es cierto, con distintos recursos, preservo ese ritual: los sábados compro El País y leo “Babelia” con una taza de café. Los suplementos culturales en la prensa local me parecen pobres, sólo atentos al pasado y a la literatura más inofensiva, todo con un carácter exento de chispa, de malicia. También, como alivio, conozco gente de otro planeta que atiende una magnífica librería de segunda mano y con él, así sea por unos minutos, puedo recuperar algo de esa magia pretérita.

Nuestros recursos, a la edad que hoy tenemos, son mayores que hace veinte o quince años. Hay que pedir entonces a la Diosa Fortuna que sólo nos ponga en el lugar adecuado a la hora correcta. De lo demás, encarguémonos nosotros.

(Yo no fumo, pero igual que Urroz, no me desagrada el aroma del tabaco… aunque hay unas marcas que sí son letales. Y creo que prefiero a un pacífico fumador que a un niño que alcance, con un alarido, los 130 decibeles.)

Saludos

Anónimo dijo...

¿Unirse en espacios reales? sí, eres muy optimista. Los "intelectuales" mexicanos (pongo entre comillas porque me refiero a las no estrellas aún. No me refiero a los de letras libres, esos ya sabemos que se reunen solo entre ellos, lo demás es chusma) se creen el último huvo de dinosaurio en el mundo. La mayoría son insoportablemente creídos (y lo peor es que tienen muy poco de que creerse). Los que tienen blog son incapaces de visitar a otros que tienen blog y comentar sus posts, y si lo hacen es para que los enlacen, no para realmente comentar lo escrito. Con un "excelente tu blog" culminan su comentario y su visita; una visita, raramente hay más si logran el enlace, si no lo logran tal vez dejen pasar un tiempo y regresen a la carga.

Asi que desaforttunadamente tampoco se podrá hacer mucho.

Alejandro Sosa

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo contigo en que el humo de la pipa es mejor que el del cigarro. ¡Me encanta!
Pero yo creo que el tema de la prohibición de fumar es mucho más complejo. Con que hubiera áreas de fumadores y de no fumadores, como antes, o incluso pubs, bares y cafés donde no se permita fumar, pero otros donde sí... puede haber opciones. En México supongo que todavía no está tan horrible la cosa, y de verdad yo nunca creí que esa actitud fuera a rebasar las fronteras de Estados Unidos, pero ahora ya se extendió por buena parte de Europa. Es muy preocupante, Sandro. Aquí la campaña contra los fumadores (ojo, toda oficial, la gran mayoría de la gente está muy enojada, pero simplemente ignoran a la gente... igual que con la guerra de Irak, ni quién los pele) es una cosa siniestra, paternalista y autoritaria, y definitivamente ha desviado la atención del problema de salud para convertirlo en una cuestión moral. Que aquí se den tantos golpes de pecho con este problema de salud, cuando el National Health Service es fuente de escándalos constantes porque simplemente no funciona, y pasan cosas que este país del supuesto primer mundo criticaría en una república bananera, es por decir lo menos una ironía.
Y creo que hay peores cosas para la salud pública que merecen más discusión que todo el griterío alrededor del uso del tabaco. Hombre, el mercado de las armas, el narcotráfico (qué peor riesgo para la salud que las armas), los tejemanejes con que se distribuye la comida, lo que nos llevamos diario a la boca, para favorecer los intereses comerciales de unos cuantos, el tráfico de gente de otros países para la prostitución que arrasa toda Europa... Sí creo que la campaña contra el tabaco desvía la atención de cosas mucho más importantes. El alcohol también es malo para la salud, ¿pero prohibirlo? Se podrían establecer acuerdos de respeto mutuo entre fumadores y no fumadores, perfectamente posibles, y que cada quien haga con su cuerpo lo que quieran... También los alpinistas arriesgan su vida y nadie los anda molestando.
No viene aislada esta campaña, está bien gacha, de veras, y por eso me preocupa y enoja tanto.
Van abrazos cariñosos, y seguimos in touch.

Anónimo dijo...

Tienes razón las charlas de café se han acabado, aunque hace seis años que asisto al parque Alfonso Esparza Oteo en la Colonia Nápoles todos los domingos de 13 a 15 horas,canta un tenor llamado Enrique Méndez, lleva invitados como Maribel Salazar (soprano), Eva María Santana (mezzo), Yordi Ramiro (tenor, quien pasó 24 años en la opera de Viena, murió hace un año)Taurino y Benito Ruiz (guitarristas de conservatorio), y mucha gente sensacional y poco conocida, asistimos aproximadamente 600 personas (la mayoría adultos mayores). El pianista es Tito Enríquez, tiene 81 años y es formidable. Se pasan dos horas de esparcimiento muy agradables.