Cuando uno se para en el centro de un pueblo indígena, como Mesa del Nayar, Nayarit, se da cuenta de qué tan lejos está del Distrito Federal… y de Occidente. Si se tratara de Japón, Tailandia o China, tal vez las diferencias culturales nos parecerían de mayor fondo, plenas de verdades misteriosas, vedadas para el ojo occidental tan acostumbrado a una existencia materialista. Pero como es México, y como se trata de cultura indígena, nuestra primera reacción es de crítica, rechazo o peor: desprecio. Las razones son complejas pero importantes. Hay que verlas de frente.
La población indígena mexicana, que en su mayor parte vive en la marginación, desciende de los pueblos conquistados por los españoles; esto para nadie es noticia. Algunos pensadores, como Octavio Paz en El laberinto de la soledad, consideran que todos los mexicanos cargamos aún con el rencor de haber sido conquistados. No estoy del todo convencido de que esto sea cierto, que todos sintamos rencor, o que siquiera pueda ser considerado como tal. Me parece una exageración. Sin embargo, me parece igualmente innegable que la población de habla castellana se identifica más con la cultura conquistadora, occidental, que con la nativa, cuya mera existencia suele molestarnos. “Ay, qué lata con estos indios —he escuchado decenas de veces, con variantes—. ¿Por qué simplemente no agarran la onda, no? ¿Por qué no se ponen a trabajar y dejan de hablar esos idiomas endemoniados que nadie entiende.”
La actitud contraria, la paternalista, es igualmente dañina. Para el paternalista los indios son eternos menores de edad, a quienes debemos cuidar (aunque, por supuesto, nunca lo hacemos). Son “nuestros hermanos indígenas”, y lo decimos casi como diríamos “Son nuestros hermanos un poquito retrasados mentales”. Y entonces les damos la espalda y permiso de que sigan en el atraso más absoluto, ahí perdidos en la sierra, sin infraestructura y sin posibilidades de educación integral, pero nosotros nos sentimos a gusto porque “así les gusta vivir”, porque respetamos sus “usos y costumbres”.
Sabemos en el fondo, desde luego, que ellos tienen la clave de muchos aspectos de nuestro carácter nacional: lo bueno y lo malo. Eso es lo que nos inquieta colectivamente. Ellos tienen respuestas que nosotros no entendemos. Y por eso les tenemos tirria al mismo tiempo que nos parecen enigmáticos, incomprensibles. No es el rencor ontológico sugerido por Octavio Paz sino una especie de ojeriza, disgusto permanente porque los indios son símbolos vivientes de que la nuestra —la mexicana— es una familia disfuncional. Nos irrita sobremanera intuir que en la cultura indígena se encuentre por lo menos parte de la solución de nuestros problemas, cuando —en general— despreciamos esa cultura y la consideramos inferior por la pobreza y atraso en que vive.
No hay que negarlo. Esto sí es un problema. Nos cuesta mucho trabajo comprender, abrazar y asimilar lo indígena. El hecho de que los indios mexicanos poseen pocos bienes y de que son escasamente “productivos”, de que viven en condiciones insalubres y se comunican en idiomas que no entendemos, nos ahuyenta de su mundo. Así, nunca los comprendemos, y de paso nunca podremos comprendernos a nosotros mismos, colectivamente como cultura o sociedad mexicana. Para decirlo de otra manera, hay un agujero en nuestra alma.
No quisiera insinuar que es un camino que va sólo de aquí para allá. Muchas poblaciones indígenas han desarrollado elaborados mecanismos de defensa que dificultan aún más el acercamiento. La explotación —asesinato, violación, pillaje— de que han sido víctimas durante 500 años, ha contribuido enormemente a transformar su manera de ser para con el otro, que somos nosotros, los que vivimos en pueblos y ciudades de habla castellana.
Antes de la Conquista, el otro era un enemigo declarado o un aliado, igualmente declarado. Se establecían relaciones abiertas, francas —aunque no siempre gratas— entre los pueblos. Los mexicas de Tenochtitlan negociaban relaciones políticas que implicaban protección militar a cambio de tributos. Si a los pueblos afectados no les gustaba el arreglo, podían rebelarse y atenerse a las consecuencias. Era la realpolitik de Mesoamérica en ese momento. Los tlaxcaltecas, por ejemplo, pagaban muy cara su independencia. Con la llegada de los españoles, sin embargo, eso cambió. Los indios no eran iguales —pares de los españoles— ni eran un pueblo aparte con el cual pudieran negociarse relaciones políticas, económicas y militares, sino que pasaron directamente a ser, más que súbditos, subyugados del reino, inferiores en todos los sentidos. Los conquistadores arrancaron a los indios la dignidad de ser iguales, e incluso la dignidad de ser enemigos. Les arrancaron toda dignidad. Las consecuencias están a la vista, y lo han estado desde el inicio de la Colonia.
Así, no es fácil que nos acerquemos a los indígenas y que podamos convivir con ellos. Pero esto no nos exime de la responsabilidad de reparar los daños causados a lo largo de incontables generaciones, simplemente porque nosotros (que hablamos español y que hemos tenido todas las oportunidades que ellos jamás tuvieron) detentamos el poder en este país. El problema está en que no tenemos la sabiduría suficiente como para saber cómo ejercerlo adecuadamente. De los conquistadores hemos heredado, y aún lo padecemos, el complejo de superioridad, aunado a otro culpígena que se resuelven —aparentemente— con dar una limosna. A nadie le gusta sentir culpa; es más fácil despreciar su origen y ningunearlo.
El círculo vicioso de la pobreza indígena no tiene por qué ser eterno. Tampoco hace falta que se deje de ser indio para dejar de ser pobre. Puede seguirse hablando en náhuatl, otomí, maya, tarasco o huichol mientras se domina el castellano, y sí es importante dominar el idioma en que se manejan el dinero y el poder. Y en la escuela primaria de los pueblos y las ciudades donde se habla mayoritariamente el español, los niños pueden aprender los elementos básicos de la lengua indígena del lugar donde viven. Así empezarán a valorar la cultura de aquellos a quienes suelen despreciar por simple imitación de sus mayores.
La clave está en el acceso a la educación, desde la primaria hasta la preparatoria. Y, posteriormente, en que exista la infraestructura necesaria para que los pueblos indígenas puedan comercializar lo que producen, desde comestibles y maderas, hasta minerales, artesanías y otros productos fabricados por ellos. ¿Quién no quedaría impresionado si, al entrar en un pueblo indígena, todo se viera limpio, bullicioso, con tiendas llenas de productos tanto locales como importados, oficinas donde fueran los indios quienes manejaran la contabilidad, cobraran facturas, enviaran y recibieran mercancías…, mientras todo el mundo hablara en cora, náhuatl o zapoteco? ¿Quién iba a poder engañarlos, aprovecharse de ellos fácilmente? El día que los indios tengan ese poder —y podría ser pronto—, dejaremos de menospreciar, colectivamente, lo indígena y tal vez podremos llenar, por fin, ese agujero.
4 comentarios:
Buenos días, Sandro. Apenas nos hemos conocido fuera de la red, pero vengo con frecuencia aquí. Muchas felicidades por el espacio y por estos comentarios tan lúcidos.
Aprovecho para dejar invitación a una encuesta que podría interesar a algunos de tus lectores. Muchos saludos.
En este artículo abunda la asertividad más objetiva sobre las condiciones actuales de nuestra sociedad, en cuanto a la población indígena como grupo marginado se refiere.
Resulta difícil siquiera idearlo, pero es una necesidad imperante mejorar las condiciones de vida de este segmento de la población para hablar de oportunidades de desarrollo del país. Son uno de los grupos olvidados de los recursos humanos (no calificados y marginados educativamente) con que cuenta nuestro país...SALUDOS
Estaba en el mercado de Quezaltenango, Guatemala, maravillada con los hermosos trajes de hombres y mujeres, medio mareada por el humo del copal que se quemaba en honor de sus ancestros. Los ojos no me daban para fijar esos bordados que se extendían por las paredes y por el suelo. Me arrullaba la lengua dulce con que ceremoniosamente se dirigían unos a otros. Por momentos me parecía haber llegado con los conquistadores. Sin embargo, mi embeleso me pareció egoista. Tanta belleza tiene un precio doloroso: la marginación. Espero que BOlivia ponga el ejemplo del valor indígena en Ameríca Latina.
Lejos parecen estar los indígenas del mundo, no tienen cabida en esta sociedad sucia, ruidosa y absurda. Nosotros, los que vivimos bajo el modelo occidental, no debimos tener lugar en esta tierra, pues la hemos devorado, casi la hemos aniquilado. ¿Quiénes deben partir?
Arcadia (sé, Sandro sensible y bello, que me has extrañado)
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