
De las cinco preguntas que se plantearon, sólo la segunda y la última se hicieron de manera neutra. La primera fue: “A usted en lo personal, ¿qué tanto le molesta que la gente fume en lugares públicos como los bares, restaurantes, loncherías, discotecas, etcétera: le molesta mucho, no lo soporta; le molesta pero no tanto o de plano le da igual?”). Aquí contestó el 67 por ciento que sí le molestaba —sea mucho o no tanto—, y el 33 por ciento respondió que de plano le da igual. Esto parece estar más o menos de acuerdo con el hecho de que el 78 por ciento de los encuestados no son fumadores.
La segunda rezaba: “En la Ley […] se les pide a los dueños de los lugares que separen con una pared el área de fumar y el área de no fumar. Según su experiencia, ¿qué tan viable es poner un muro que separe el área de los fumadores […]? El 52 por ciento respondió que sí se puede, sea fácilmente o con cierta dificultad, mientras que el 48 por ciento pensó que de plano no se puede poner en todos lados un muro que separe. Lo que me extrañó en esta pregunta —o tal vez debía ser una pregunta aparte— fue la ausencia de otra posibilidad sobre la cual no se hizo indagación alguna: que se prohíba fumar totalmente en aquellos lugares donde no puede erigirse un muro efectivo. Y más, aunque me vaya como en feria con los lectores que me creerán intolerante: que se prohíba fumar totalmente en lugares públicos. Esto haría innecesario la construcción de muros, no importa el tamaño del establecimiento.
Este punto, aunque sé que resulta sumamente impopular con los fumadores, es muy importante porque no sólo se trata de la clientela. En México, por desgracia, únicamente se habla de los clientes y si es práctico erigir muros. Pero también se trata de los trabajadores que no tienen opción: están obligados a tragar humo, les guste o no. Como no abundan los empleos, se hallan en un estado de total indefensión. O se exponen constantemente a grandes concentraciones de carcinógenos o pueden ir a pedir chamba a otra parte. Más sobre esto después…
Las otras preguntas fueron planteadas capciosamente. En la primera, por ejemplo, se pregunta si los dueños de bares, restaurantes y loncherías pondrían efectivamente el muro de separación entre fumadores o no fumadores. Hasta ahí la pregunta iba bien. Pero después preguntan si no sería motivo para que los inspectores cobraran mordidas. Si ésta fue la pregunta central, debió haberse planteado de esta manera: “¿Considera usted que esta ley sirve primordialmente para que los inspectores puedan cobrar mordidas, o cree que de veras fue concebida para proteger a los no fumadores?”. No entiendo por qué se entreveraron las dos preguntas que no se hallaban en el mismo nivel. Por supuesto, por la manera en que se planteó, el 70 por ciento opinó que muchos no pondrían el muro de separación y que es otro pretexto para que los inspectores cobren mordidas. La pregunta llevó a los encuestados de la mano a fin de que respondieran así.
La tercera y cuarta preguntas, de plano, son cínicas o por lo menos bañadas en mala leche. La tercera: “Cuando usted o sus hijos salen a divertirse, ¿qué le preocupa más en cuestión salud [sic]: inhalar el humo que suelta el cigarro o los problemas que pueden causar en los lugares o en las calles las personas que beben?”. Aquí doña María mezcló la gimnasia con la magnesia. El alcoholismo y el tabaquismo son adicciones graves y, además, emparentadas. Preguntar cuál preocupa más es como preguntar si uno prefiere morir calcinado, congelado o por una caída del vigésimo piso de un edificio. De todas maneras el resultado es el mismo. Poner estas adicciones en competencia de manera que pese más el problema del alcoholismo (40 por ciento), parece restar importancia a la adicción al tabaco, la cual es un problema de salud que puede considerarse pandémico si se toma en cuenta los altísimos índices de consumo de cigarros, sobre todo entre la gente más joven (los que, al parecer, no respondieron a esta encuesta).
Lo que me sorprende de la cuarta pregunta radica en que, a pesar de que es capciosa, el 73 por ciento respondió que sí era prioritario que la Asamblea del Distrito Federal abordara esta ley antes que discutir otros temas. (El 41 por ciento consideró que era “muy prioritario”, y el 32 por ciento, que era importante pero no tanto). Aun con la manera tan capciosa de haber sido planteada la pregunta, sólo el 27 por ciento optó por responder que no era nada importante…
Ya sé que se me van a echar encima tras publicar esta reflexión, pero me arriesgo. En México pensamos que eso de las “áreas de no fumar” es una vacilada, que estamos copiando a Estados Unidos y otros países, que es otra manera de joder a la gente, de restarle libertad, de controlarla, tratarla como si fuera menor de edad. Pero estamos mortalmente equivocados. Soy consciente del inmenso placer que muchísimos fumadores derivan del tabaco. También sé que son adictos. Las tabacaleras inyectan su producto con un sinnúmero de sustancias químicas que logran el efecto que trae embelesados a los fumadores. Eso algo fríamente calculado, y nosotros, como sociedad, lo permitimos. Hasta hace poco ni sabíamos que las compañías lo hacían así. Hasta la fecha la mayoría de las personas lo ignoran, sean en el sentido de que lo desconocen o de que no le hacen caso.
La adicción al tabaco es sumamente nociva porque, entre otras razones, es mucho más difícil de vencer que la adicción a la cocaína o la heroína. La diferencia está en la velocidad en que mina al organismo: tarda años, muchos. Cuando el adicto se ve obligado a reconocer los estragos, muchas veces es demasiado tarde.
El tabaco no emborracha ni es alucinógeno. Pero se vuelve indispensable para que el fumador pueda realizar hasta las funciones más básicas: pensar con claridad, digerir los alimentos y expulsarlos ya digeridos, calmarse, ponerse en movimiento, convivir… Si en esta lista hay elementos contradictorios, es parte de la nocividad del cigarro: sirve para despertarnos y también para tranquilizarnos cuando estamos angustiados o nerviosos. Nos levanta cuando nos sentimos deprimidos, y cuando nos sentimos muy bien, sirve para prolongar ese estado de ánimo tan placentero, como sucede después de hacer el amor. Es la droga perfecta. Lo malo está en que, al hacernos adictos al tabaco, perdemos la capacidad de regularnos sin tabaco: de calmarnos, de ponernos en alerta, de gozar de la tranquilidad e incluso la euforia. Y el precio de usar el tabaco para —simplemente— vivir es una serie de enfermedades no sólo dolorosas sino en extremo debilitantes, espantosas y, además, caras. No sólo para quien las padece sino para nuestro sistema de salud pública (IMSS, ISSSTE y otros institutos). El costo no es sólo individual sino colectivo, y esto afecta a todos: fumadores y no fumadores.
Existe muchísima presión para que el no fumador se reprima su disgusto por el cigarro, o para que no externe su deseo muy sencillo de no exponerse a un veneno. Y es veneno; que no nos engañemos. En muchos restaurantes, aun los grandes, se aparta áreas ridículamente pequeñas para los no fumadores, e incluso así les llega el humo. ¿Cuál es el resultado de esta distribución? Los no fumadores tienen que esperar mesa mucho más tiempo que los fumadores, los cuales pasan y pasan. A veces esperan el doble, o más. Pero he constatado que, entre los adultos mayores de 35 años, son los no fumadores quienes más frecuentan estos restaurantes.
¿Por qué la resistencia, entonces? Sospecho que se debe a que los estados anímicos que produce el tabaco también conducen al consumo de alcohol, y lo más caro en los restaurantes no es la comida sino la bebida. Todo esto es una mezcla en extremo venenoso, inspirado en la codicia de todo un sistema que explota a personas vulnerables: jóvenes que desean parecer maduros, maduros que desean parecer jóvenes, gente de pocos ingresos que, al fumar, se imaginan poderosos.
No sé si estamos listos para que se prohíba totalmente el consumo de tabaco en lugares públicos. A muchos —incluyendo a algunos de mis amigos— les parece una medida fascista. Es así porque no toman en serio los efectos del tabaco; se ríen y los menosprecian (hasta que les da cáncer, insuficiencia cardiaca o cualquier otra de las enfermedades cardiorrespiratorias que el tabaco produce o empeora, sin mencionar el deterioro prematuro del cutis, el retraimiento de las encías, la caída de piezas dentales…). Y la adicción es tan severa que, aun conectados a un respirador, continúan fumando. Así conocí a Elena Garro en su casa de Cuernavaca. No podía dejar de fumar. Todavía, colectivamente, vemos el cigarro como algo romántico, de suma elegancia. Pero esta elegancia desaparece al ver cómo un ser querido lucha por respirar, que algo de oxígeno entre en sus pulmones, mientras chupa —entre toque y toque de oxígeno— el veneno sin el cual no puede vivir, pero que lo está llevando directamente a la tumba. ¿Es una forma de suicidio? ¡Claro! ¿Tiene uno el derecho de quitarse la vida? Tiendo a pensar que sí. Pero no tiene el derecho de poner en riesgo la vida de otros.
Esto nos devuelve al planteamiento anterior: uno puede elegir entre comer un restaurante donde respirará el humo, o no. Pero los empleados no tienen esta opción. Es la razón de mayor peso para prohibir totalmente el acto de fumar en público. La segunda opción sería erigir esos muros y que los patrones contraten únicamente a meseros fumadores para trabajar en esas áreas.
El tema de la corrupción me tiene sin cuidado porque cualquier ciudadano se da cuenta de inmediato si un restaurante o bar cumple con los requisitos: si no, puede hacer la denuncia con su teléfono celular. Si el establecimiento insiste en no cumplir, sería difícil ocultar la corrupción que lo protege y que agrede a los no fumadores.
Lo que está sucediendo en México ya tuvo lugar en otras partes. En Nueva York, por ejemplo, los opositores a la ley (allí era de prohibición total) pusieron el grito en el cielo, que tendrían que cerrar sus negocios, que era fascismo, etcétera. Pero no sucedió así. Al contrario. Tal vez se perdieron algunos clientes, pero se ganaron otros, muchos más. Los muy adictos pueden fumar afuera y, luego, volver a entrar.
Soy mal ejemplo, pero una de las razones por las cuales no voy a ningún bar o cantina no tiene que ver con una supuesta aversión al alcohol o a la bonhomía. Me encantaría entrar a tomarme un tequilita o una copa de vino. No lo hago porque me asfixio con el humo de tanto cigarro.
En conclusión, a diferencia de lo que sugiere María de las Heras mediante sus preguntas capciosas, éste no es un tema frívolo. Ella es fumadora y lo aclara, afortunadamente, en su artículo. No le deseo ningún mal por fumar, como no se lo deseo a ninguno de mis amigos fumadores ni a nadie. Ya sé que el cáncer es como la ruleta rusa: a algunas personas jamás les va a dar aunque fumen cuatro cajetillas diarias. Pero las estadísticas que se han llevado cuidadosamente en muchos países a lo largo de medio siglo indican con toda claridad que las probabilidades de contraer toda una gama de enfermedades, por causa del cigarro, suben sensiblemente si uno fuma, o si es obligado a inhalar humo de segunda mano.
No soy fascista. Sólo quiero que se hable claro de un tema de salud pública que no debe menospreciarse.