viernes, 15 de junio de 2007

La literatura en el tercer milenio


Geoffrey Chaucer, del manuscrito Ellesmere de los Cuentos de Canterbury. (Inglaterra, c.1410). Fuente: Oxford Anthology of English Literature

Chaucer nació alrededor de 1343 (la fecha no ha sido precisada con absoluta exactitud), en Londres. A pesar de casi 700 años de cambios tecnológicos, seguimos leyéndolo.




EL ROSTRO LITERARIO de la humanidad, en su esencia, no ha cambiado mucho en los últimos cinco mil años: sus ojos siguen reflejando la misma alma torturada, regocijante, contemplativa, impetuosa, justiciera, compasiva, vengativa y amorosa que siempre. Lo que ha cambiado son las modas que lo enmarcan, que lo visten.

La poesía, por ejemplo, que había sido el género multi-usos para los griegos, se fue transformando y limitando paulatinamente hasta quedar en los puros huesos, donde ha estado desde la Edad Media siglos más, siglos menos, en su función de expresión lírica. En estos momentos casi no posee intenciones dramáticas ni científicas, ni filosóficas ni históricas, como sí las tuvo en el mundo clásico.

La narrativa bíblica escueta y sugerente, prácticamente ignorada como posibilidad expresiva por los escritores helénicos renació con los cuentos de la Edad Media y volvió a renacer en el siglo xix. Tuvo un tercer renacimiento en el xx, pero ahora se ha topado con el mismo muro extraño que se eleva frente a todos los escritores de todos los géneros: el muro digital.

La dramaturgia sigue tan viva como siempre, aunque transformadísima por las modas, los ires y venires de las tecnologías a la disposición de actores, directores y productores. Y, si somos liberales, no podemos negar que el cine es una natural extensión del teatro que lo ha sacado valga la paradoja del teatro y lo ha arrojado al mundo, si no en vivo, tampoco en rigor mortis. Todo lo contrario: algunos de los momentos más espectacularmente teatrales del siglo xx se han dado en el cine. Prueba de su identidad genérica es la gozosa promiscuidad de grandes talentos teatrales que trabajan ora para el escenario, ora para la pantalla grande o viceversa: actores, directores y guionistas que se iniciaron en el cine prueban fortuna en el teatro y han tenido grandes éxitos, aunque tal vez con menores ganancias económicas. Curiosamente, casi todos coinciden en que “no hay nada como una actuación en vivo frente a un público de carne y hueso”. Ahora, cuando la industria cinematográfica exige inversiones millonarias para maquilar productos tan pobres, al teatro de carne y hueso cuyos requerimientos técnicos son, en general, mucho menores se le presenta una nueva oportunidad de ganar adeptos de uno y otro lado del telón.

Si el cine es una extensión natural de la dramaturgia, también lo es de la novela. Desde sus inicios, el cine se ha nutrido de la novela, pero la novela también se ha alimentado del cine. Esta simbiosis, esta relación de parentesco y de deuda mutua se ha prolongado hasta la actualidad, y también se ha extendido hacia atrás, si se quiere hacia el teatro, el cual se ha cintematografizado. Tal vez sea ésta una de las características principales del arte de nuestra época: los diferentes modos de expresión creativa ya no tienen por qué mantener su identidad tradicional porque están buscando abrirse paso, a como dé lugar, en un mundo que les es generalmente hostil.

Y, sin duda, de todo el rostro literario de la humanidad, ha sido la parte narrativa la más afectada por las modas y los modos a lo largo de los últimos cinco milenios. Desde los cuentos bíblicos hasta los medievales pasando por unas cuantas obras seminales clásicas como el Satyricon de Petronio, y de ellos a las primeras novelas colecciones extendidas de relatos, como el Decameron de Boccaccio, las cuales dieron luz a la novela de caballerías, las transformaciones narrativas pueden comprenderse sin tener que hacer mayores lucubraciones: se ha tratado de contar historias acerca de seres humanos y sus problemas, pasiones, fragilidades y también grandezas, independientemente de su clase social. Figuran en estas obras desde esclavos hasta reyes, pero predominan hombres y mujeres comunes. Las novelas reflejan a sus creadores y se han transformado como se han transformado las sociedades en que se crean.

Todavía en el siglo xiv la transformación de la poesía a la narrativa para contar historias no había sido completa, pues algunos de los relatos más famosos de la época, los Canterbury Tales de Geoffrey Chaucer, fueron escritos casi todos en verso. Pero los titubeos terminaron definitivamente o casi definitivamente a principios del siglo xvii con la publicación de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, nuestra primera novela moderna, fuente de todo lo que vendría después.

Modas y modos

Aunque seguimos hablando de lo mismo y preocupándonos esencialmente por idénticos dilemas existenciales, según el lugar y la época lo hemos hecho sobre tablillas de arce, pergamino y papel; en piedra, en rollos y en libros, revistas y periódicos. De unos cuantos lectores privilegiados y sumamente cultos hemos llegado a ser muchos millones de lectores cuya cultura oscila entre la ignorancia casi total y un enciclopedismo inaudito en las épocas clásicas de la Biblia, Homero, Sócrates y Propercio.

En desquite de la actualidad, habría que señalar que nunca antes se ha sabido tanto de tantos fenómenos. Ser culto en el siglo xiv no es lo mismo que ser culto en el xxi. Ahora es muchísimo más difícil a pesar de que tenemos acceso a cantidades de información que jamás habían estado a la disposición de ningún ser humano en épocas pasadas. O tal vez precisamente por esto resulta una labor tan ardua ser culto en el tercer milenio: hay tanto que saber, que nadie puede saberlo todo. El trivium y el quadrivium de antes poseen hoy día tantas ramificaciones verticales, horizontales y diagonales que uno debe escoger entre ser especialista o ser mediocre. Sin embargo, hay otra posibilidad que desespera menos: aunque uno se especialice en tal o cual tema, podría estar enterado, aunque vagamente, de los avances más significativos en las ramas principales del conocimiento humano, y saber además cómo investigar más acerca de cualquier tema específico en el momento en que se presente la necesidad. He aquí la gran ventaja del internet en un mundo que se mueve mucho más rápido que la gente que lo habita.

Sea como fuere, hay algo que parece clarísimo: el ser humano, como especie, siempre ha cubierto toda la gama de sus necesidades sociales: desde cazadores hasta sacerdotes, desde guerreros hasta emperadores, desde alfareros hasta médicos y maestros. Antes nos moríamos mucho más pronto que ahora, pero nadie puede asegurar que nuestra calidad de vida sea superior a la de los romanos de hace dos milenios, o de quienes hace 100 mil años cazaban y recolectaban sobre las vastas planicies de África. Calidad no es cantidad. ¿Nuestras emociones son más intensas? ¿Nuestro amor, más puro? ¿Nuestro sentido de fraternidad, comunidad y justicia, más desarrollado? A juzgar por la literatura que hemos hecho a lo largo de los últimos cinco mil años apenas, nuestra calidad humana no ha variado sensiblemente. Y no hay nada que sugiera que nuestros antepasados homo sapiens sapiens prehistóricos hayan sido menos sensibles y sensatos que nosotros, a pesar de los enormes avances que hemos hecho en materia científica y tecnológica. Lo que en definitiva ha cambiado, han sido nuestros modos y modas, para bien y para mal.

Tengo la convicción de que hemos cantado y contado desde que desarrollamos, como especie, lo que llamamos idiomas naturales como el castellano, el inglés, el náhuatl, el guaraní, el ruso o el francés. Cuando empezamos a emplear estas herramientas, sin embargo, ninguno de estos idiomas existía sino sus tatarabuelos, sobre cuyas características sólo podemos especular. Sabemos, no obstante, que sí existieron.

Nada va a detener nuestra necesidad de hablar de nosotros mismos, de cantarnos a nosotros mismos, de seguir escribiendo la historia emocional, política, psicológica, histórica, erótica, científica, social y poética de la raza humana, sea aquí, en China, Escandinavia o el outback australiano. Está en nuestros genes y no estamos volviéndonos más tontos, a pesar de que vivimos embates terribles en contra de nuestra sensibilidad colectiva. Y eso es lo que, en el fondo, nos preocupa.

Sentido y sensibilidad

Es un hecho el que, como especie, estamos haciendo mucho más que nuestros abuelos. Trabajamos más horas, producimos más, viajamos más y sabemos más. Lo que también parece un hecho es nuestra menor capacidad para gozar de lo que hacemos. No se trata de una observación moralista sino de una severa autocrítica. ¿Por qué hacemos tanto si no podemos disfrutarlo?

Así es posible replantear la pregunta de manera más positiva: ¿qué podemos hacer para realmente gozar lo que tenemos? Si visualizamos la realidad actual de esta manera, vivimos de hecho en el mejor de los mundos posibles porque podemos escoger.

La literatura, los libros y la cultura en general caben dentro de este planteamiento. ¿Qué tan importante es el vehículo que usamos para leer poesía? Es tan importante como el lugar que escogemos para leerlo; en otras palabras, se reduce a una cuestión de gusto y comodidad. El pergamino les ganó a las tablillas de arcilla no porque era la tecnología de moda sino porque era un medio más eficaz para transmitir la información que contenía. Y el papel le ganó al pergamino por las mismas razones. Si los rollos fueron suplantados por las hojas encuadernadas en forma de libro, fue porque los libros son más fáciles de leer y, más importante aun, releer. Cualquiera que esté familiarizado con la lectura de la ley judía en su presentación original, la Torá en sus rollos de pergamino, sabe lo difícil que resulta brincar de Génesis a Deuteronomio. Es toda una proeza física hacerlo rápidamente. Pero si están empastados en un solo volumen, uno puede saltar entre cualquiera de los libros bíblicos en menos de un segundo. Este fenómeno privilegia al pensador analítico y al investigador por encima de quien se aprende las cosas de memoria. No es fortuito que la Reforma haya llegado después y no antes que Gutenberg inventara la prensa plana. Y tampoco es fortuito que se siga leyendo la Torá, escrita a mano y en forma de rollos, para usos rituales: forma es fondo y visualizamos la historia social, moral, ética y política de la humanidad como un continuo que se reinventa y se reinterpreta con cada lectura, generación tras generación. La idea del hipertexto nació tal vez un poco más tarde, con el Talmud, donde la Mishná y la Guemará prefiguran lo que actualmente son los saltos hipertextuales en el internet.

Participamos ahora en una nueva revolución, aunque la palabra reforma sea tal vez más adecuada. Los libros no han dejado de existir. Pero las enciclopedias en papel ya huelen a reliquia. Los periódicos están sufriendo grandes transformaciones, pero en lugar de volverse más analíticos, más de fondo, desean imitar los medios electrónicos que privilegian lo inmediato. Esto es un gran error. Está bien que la últimas noticias sean consultadas en línea, pero es importante que sean ligadas a la información de fondo que requerimos para comprender cabalmente la noticia. Si no, la televisión y la computadora se volverán indistintas pero no se parecerán a lo que actualmente existe. La experiencia en línea debería cubrir una vastísima gama de información, desde la consulta culta al entretenimiento de moda.

Pero para sintonizar la sensibilidad de Platón, Boccaccio, Chaucer, Shakespeare o Cervantes; de Homero, Dante, Petrarca o Góngora, el medio ideal seguirá siendo la página impresa porque la podemos cargar con nosotros; la podemos doblar, meter en el bolsillo para después; la podemos leer sin baterías, recitar en el metro o en el hotel; podemos escribir nuestras notas al margen, o incluso poemas propios inspirados en aquéllos, y así continuamos la larguísima conversación generacional que es la literatura de los seres humanos. Nada de esto es posible con un e-book. Por lo menos no ahora. No todavía…

En resumen, están contados los días de las enciclopedias, las revistas y los periódicos. El libro sobrevivirá transformado en un objeto de gusto intachable, tal vez en un lujo para aquellos que no desean olvidar sus orígenes, su sensibilidad humana. Pero sólo será un lujo si la sociedad decide que así sea, porque el libro y la literatura en general podría volver a ocupar el lugar fundamental que tuvo en el siglo xix. ¿Nos dejaremos engañar por la velocidad de las imágenes con que nos bombardean todos los días, todo el día? ¿Podremos volver a aprender a vivir a nuestro ritmo y a gozar lo que nos rodea, o seremos cada vez más esclavos de nuestra tecnología? Si así es, habrán ganado los gurús de la mercadotecnia. Por ello, la piedra de toque en el futuro serán los sistemas educativos que logremos diseñar. Tenemos que decidir qué es fundamental y qué es adorno.

Para empezar y para terminar, nuestra historia lo es todo. La historia de nuestra manera de ser y pensar, de amar y pelear, de arrasar y construir en lo social, lo científico y lo anímico. Si perdemos de vista quiénes somos, el futuro no guardará ninguna esperanza. Si nos dedicamos a estudiarnos, a analizarnos y a conocernos, los medios por los cuales lo hagamos serán de importancia secundaria. Seguiremos leyendo y seguiremos disfrutando de otros placeres. Debemos imponer nuestro ritmo interno a la vertiginosidad de la vida actual, creada y estimulada por los gurús de la mercadotecnia. En sí, ni la tecnología ni las ciencias propiamente dichas tienen culpa alguna en la enajenación de la cual adolecen los jóvenes y gran parte de los adultos de hoy en día. Si llegamos a deslindar las herramientas mismas, que pueden ser maravillosas, del uso abusivo que de ellas pretenden hacer aquellos que concentran la mayor parte del capital especulativo en el mundo, habremos salvaguardado la cultura humana durante otros cinco mil años.



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