jueves, 12 de julio de 2007

París, el demasiado arte del Louvre

[Entranado al Louvre, au rez-de-chaussé, se ve primero una pequeña priámide, luego la grande y, atrás, uno de los pabellones]


EL LOUVRE. No podía seguir alejando el encuentro. Lo temía pero, al fin y al cabo, no soy tan cobarde. La primera vez que llegué a París hace unos 15 años, sin hablar nada de francés, fue una visita de pisa y corre. Preferí conocer cuanta calle y callejón pude. La segunda vez, con más días libres a mi disposición, tampoco entré en el Louvre porque la mayor parte del tiempo anduve de pata de perro con Eduardo García Aguilar. La tercera, sin embargo, sería la vencida. Y aun así persistía el temor.

En primer lugar, el edificio del
Louvre es enorme, y el tiempo, corto. De hecho, son varios edificios gigantescos y terriblemente hermosos. Inspiran reverencia. Imponen. Hasta excitan. Están dispuestas en forma de U con un patio central de cuyo centro emerge una enorme pirámide de vidrios transparentes en forma de rombos, o cuadros parados de punta. La rodean otras tres pirámides, mucho más pequeñas.

El contraste que presentan los dos estilos es muy grande —el modernismo de siglo XX frente al esplendor renacentista de los edificios tradicionales— y nos permite descansar y dejar de sentir tanta opresión grandilocuente. En la sencillez también hay grandeza.

[Parte de dos pabellones del Louvre, con una de las tres pirámides pequeñas, y a la derecha un fragmento de la pirámide grande]

Llegué al museo, por metro, con 45 minutos de anticipación, ya que ayer tuve que abortar mi visita al Musée de Orsay porque esperaban, bajo una lluvia tenaz y además desagradable, unas 300 personas formadas en una cola que parecía no avanzar. Si esta mañana no hacía tanto frío como ayer, definitivamente hacía fresco y soplaba un vinetecillo húmedo que llevaba la firma del río Sena. Por fortuna, sin embargo, se abrieron las puertas puntualmente a las nueve de la mañana.

Este clima de frío con lluvias constantes es rarísimo para el mes de julio en París, cuando suele hacer mucho calor. Desde que llegué no ha habido ningún día sin por lo menos llovizna, y calor simplemente no ha hecho. Cuando mucho, el frío se ha quitado un poco en los momentos cuando el cielo se ha abierto para dejar que se filtre un poco de sol.


[La gran pirámide de vidrio desde abajo]

Mi encuentro con la taquillera del museo ilustra por qué los parisinos tienen tan mala fama. Como fui de los primeros en entrar, y como hay muchas taquillas allá debajo de la gran pirámide de vidrio, me personé donde no había nadie. La cajera no se dignaba levantar la vista para verme y supuse que estaba pensando en las musarañas o que esperaba a que su caja computarizada se pusiera en línea —algo—, pero de repente me dijo en tono de franco regaño que si no le decía que quería yo, ella no podría atenderme. Ningún Bonjour !, ninguna cortesía a las cuales las personas de educación están acostumbradas, incluso las que viven en París. Así las cosas, yo le solté el Bonjour ! y le pedí una entrada al museo. Mentira: le dije, para responder correctamente a su regaño, que deseaba entrar al museo. ¡Más se enojó!

—¿Un boleto, dos boletos, tres boletos…? Si usted no me dice, ¿cómo quiere que yo lo sepa?

—Un billet, s’il vous plaît —pronuncié con toda calma. Primer cliente, primer berrinche. Sonreí y seguí molestándola—. Merci beaucoup, très gentille. Bonne journée ! —creo que la señorita ya estaba a punto de explotar y convertirse en una pintura de Joan Miró, nada apropiado para el Louvre.

No todos los parisinos son así, ni siquiera el 95 por ciento… ¡No es cierto! C’est une plaisanterie, une blague. Sólo me ha tocado tratar con dos personas de este talante, dos entre centenares. El mal humor de los parisinos es —para mí— un mito. Eso sí: pueden ser muy cuadrados, algo fríos para nuestro gusto, pero se les puede hablar, entienden y hasta sonríen. En el fondo, son el mar de amables. Tal vez lo que deseo expresar es que son tan humanos como los demás habitantes del planeta. O será que estoy acostumbrado a tratar con neoyorquinos, cuya mala fama se empareja o rebasa la de los parisinos.

Sea como fuere, yo estaba de buenas tras derrotar al dragón a base de sonrisas y palabras amables, así que me dirigí a los pabellones de pintura francesa e italiana de los siglos XV al XIX. Pero primero me asaltó la “Victoria [alada] de Samotracia”, que en persona —o lo que sea eso— aparece mucho más amable, cariñosa, que en sus reproducciones. Es, en fin, una mujer, y tiene poco menos de dos mil 200 años. Toda ella es un oxímoron: le salen una señoras alas, ha de volar —por lo menos en sueños— y pesa fácilmente una tonelada. Llegó a París desde la pequeña isla de Samotracia en el nordeste del Mar Egeo. Un detalle para los deportistas: la diosa de la Victoria se llama Nike en griego. Una vez que pude abandonar a la Victoria, entré en el pabellón de pintura italiana.

Antes que nada, Botticelli, mi tocayo… No venía preparado. Lo primero que hay son sus pinturas al fresco. Fueron levantadas de sus muros, tal cual. ¡Qué transparencia y delicadeza de color! ¡Qué claridad en las facciones, en el peso de las telas de los diferentes tipos de ropajes, y qué sencillez! Las caras, los ojos, las manos, los dedos están delineados como si fuesen dibujos, pero esto sólo se nota de cerca; de lejos este procedimiento realza las figuras. Me impresionó cómo el dibujo del siglo XXI seguía aprovechando técnicas propias del XV, pero sin el detalle y la delicadeza, la ligereza y los casi infinitos matices de color y sombra empleados por Botticelli.

Estaba yo absorto en esta pequeña antesala cuando me di cuenta de que pasaba, corriendo, una verdadera marabunta. ¡Nadie se paraba a ver los frescos de Botticelli! ¡Era como si no existieran! Pronto vi de qué se trataba. Se dirigían a la Mona Lisa, que se encuentra a la mitad del larguísimo pabellón de pintura italiana, en una sala aparte, del lado derecho. Yo me dije No hay prisa. No me importa quedarme todo el día. Voy a tratar de ver y entender algo

Fueron muchísimos los cuadros que desconocía. Por primera vez vi la obra de pintores de quienes ni siquiera había oído hablar. Y me impresionaron profundamente. Domenico Zampieri, el Domenichino. También Francesco Albani, el Albano, y Giovanni Grancesco Barbiere, el Guercino, sus contemporáneos. Y aquí sólo voy a mencionar tres, pero descubrí muchísimos más. Probablemente vi pinturas suyas en libros, pero es difícil que en las impresiones cobren vida. En persona respiran, dicen. En carne propia importan, se imponen, exigen que les hagamos caso, que nos metamos en ellas.

Por primera vez vi telas que trabajaron físicamente Raffaello, Mantegna, Carracci, Caravaggio, Bellini, Tintoretto, Ticiano, Messina, Leonardo mismo. A pesar de que yo había traducido el poema “Andrea del Sarto”, del inglés Robert Browning, nunca había visto —en vivo— ninguna de las pinturas de este maestro florentino. Ahora, por fin, pude comprender por qué le decían “el pintor perfecto”.

Pero no lo sentí frío como alegaban sus críticos. Eso sí: sucede mucho en sus telas. Son muy activas y hace falta un perfecto dominio de la técnica para que no se desbarate la coherencia. Es como un malabarista que maneja 12 aros al aire simultáneamente sin que ninguna se caiga ni choque jamás con otro. Es posible que haya dado más importancia a la calidad de sus aros y no lo suficiente a la expresividad del todo, pero me parece imposible negar el contenido emocional de sus pinturas. Y un técnico inferior difícilmente resistirá la tentación de echar tierra al maestro que lo supera, diciendo que a éste le falta corazón, por bien que maneje los pinceles, el teclado del piano o las cuerdas de un violín. Esto se llama envidia y siempre ha existido. En el caso de Andrea del Sarto, en la tensión misma hay gran expresividad.

[Compárense las Tres Gracias clásicas, con la versión de Jean-Baptiste Regnault, que data de 1793]


Luego descubrí a Guido Reni, con
su “Rapto de Helena”. Resulta que fue alumno del Domenichino y Albani… Y Pietro Berretini con su “Rómulo y Remo, recogidos por Fáustulo”. Ambas pinturas son teatrales, totalmente antinaturales en un sentido estrictamente realista. Pero si las desconstruimos y las vemos como pinturas, su drama se evidencia enseguida.

Llegué a la mitad del pabellón y vi, a mi derecha, la sala donde atesoraban la “Giaconda”, también conocida como la “Mona Lisa”, de Leonardo da Vinci. Mi gozo cayó al pozo al ser testigo de la obscenidad del espectáculo que se desarrollaba frente a mis ojos. Me pareció que nadie tenía ganas de ver la pintura más famosa del mundo… ¡sino que todos se amontonaban para hacerse fotografíar frente a ella! ¡Y eso que la fotografía estaba estrictamente prohibida en todo el pabellón de pintura italiana y francesa! No sé por qué, pero ninguno de los vigilantes hacía nada por hacer respetar el reglamento, y no sólo frente a la Mona. Si no incluyo fotografías de las obras que menciono, es porque —obediente que soy— me cuadré ante la prohibición. Además, anunciaban que reproducciones de todas las obras del Louvre estaban disponibles en internet. Después, para mi mala suerte, descubriría que no era cierto: ponen una selección, las imágenes son muy pequeñas y, además, bastante malas. Debí haber sacado mi cámara para hacer lo que veía en la tierra adonde había llegado

A mí me choca la solemnidad como a cualquier otro, pero eso era un circo. No importa la nacionalidad: vi a españoles, italianos, franceses, norteamericanos, japoneses, chinos, portugueses, brasileños, ingleses, alemanes…, y todos hacían lo mismo. Lo repito: nadie quería ver la pintura. ¿Será culpa de El código da Vinci? No creo. Se trata de la histeria masiva creada por los medios de comunicación que buscan confundir a la gente: importa más demostrar que yo estuve allí que entender por qué fui allí, en primer lugar, qué descubrí allí, en segundo, y —lo más importante— cómo me afectó lo que vi.

[Esta pintura proviene de la colección de los países nórdicos, donde sí se pueden sacar fotografías. También se puede entre las esculturas]

La verdad, la pintura de marras es demasiado pequeña para ser apreciada adecuadamente a una distancia de dos o tres metros. Sólo mide 77 x 53 centímetros. Se pierden los detalles fantasmagóricos que sí son plenamente visibles en otras telas de Leonardo, como “La Virgen, el niño con Santa Ana”, cuadro que yo desconocía por completo antes de hoy, 11 de julio de 2007. Pero esta sola pintura valió el viaje.

Y “La joven mártir” de Paul Delaroche, del pabellón de pintura francesa… ¿En qué realidad paralela estaba oculto este cuadro, que yo nunca lo había visto ni en pintura (fotografía, pues)? Y ahí estaban, en todo su esplendor, los cuadros de Ingre, Géricault, David, Delacroix… Increíblemente provocador este Delacroix, con telas tan grandes y agresivas como es pequeña y calma la “Mona Lisa”. Me gusta la agresividad, la provocación de Delacroix. También descubrí Girodet de Roucy-Trioson, con una tela —inspirada en Chateaubriand— de cuya existencia yo no sabía nada. Y Prud’hon… Me sentí realmente ignorante, y feliz porque estos señores me abrieron los ojos, hicieron que bombeara más aprisa mi corazón y por la adrenalina que empezó a recorrer mis venas al hallarme frente a lo creado por verdaderos cabrones que sabían lo que estaban haciendo. Reverencia y también orgullo de pertenecer a la misma raza: la del ser humano.

A diferencia de lo que dicta el sentido común y los principios básicos de la buena educación, creo que la mejor manera de apreciar la pintura de los siglos XV al XVIII, con tanto ángel, Cristo y Virgen María, tanta alegoría y alusión mitológica, sería saltando por completo el mensaje ideológico. En otras palabras, de entrada es mejor no preocuparse por el qué quiere decir en el sentido doctrinal. Muchas veces, al detenerse uno en el fondo o mensaje de una pintura, ese mensaje nos impide trascenderlo y apreciar sus intrínsecos valores plásticos. Para trasladar este pensamiento a otra de las bellas artes, es como si al saber qué ocurre en un poema, ya lo entendiéramos sin que nos importara el sonido del verso —el canto—, la métrica, los tropos o la rima, si la hubiera. En la mayoría de los poemas, lo que se cuenta suele ser mínimo, lo de menos, un mero punto de partida, una simple anécdota. La fuerza emocional, sin embargo, depende del cómo, de la construcción técnica del poema, de su armado.

En muchísimas pinturas de siglos pasados, el mensaje ideológico puede parecernos muy superado o perfectamente asimilado, según sea el caso de cada quien. Pero las formas siguen vivas y continúan trasmitiendo las mismas emociones que provocaban en el momento de su creación. Las reconocemos instintivamente y nos conmueven si logramos percibirlas trás el pesado simbolismo del cual suelen ser revestidas para dar gusto a los poderes económicos, políticos o eclesiásticos.

Aquí y ahora, en esta visita al Louvre que tanto había pospuesto, he descubierto que siguiendo el camino inverso al sentido común, al poner la forma antes del fondo —el cual puede resultarnos entre banal, confuso o hermético—, he podido llegar a comprender mucho mejor el sentido integral de las pinturas. Además, las claves se parecen a las de la literatura: punto de vista, composición, estructura, perspectiva, iluminación, profundidad de campo, realismo-fantasía, realidad-símbolo, medio, tono, textura… Si tomáramos en cuenta sólo estos últimos dos conceptos y los aplicáramos a las pinturas italianas del siglo XVI, por ejemplo, para comparar éstas con pinturas de tema parecido de la misma época provenientes de Holanda, Béligica o Alemania, veríamos dos universos de color y matiz completamente diferentes; las texturas son otras. Son dos —o más— temperaturas culturales, aun cuando aparezcan los mismos personajes en las mismas escenas. Entonces, ¿dónde está el valor de las pinturas? ¿En su anécdota o en cómo están pintadas? ¿En cómo están narradas visualmente?

Esto me parece igualmente válido para la pintura de cualquier época y lugar. Casi siempre nos atoramos con el qué significa y no llegamos a percibir cómo significa. Pero si llegamos a comprender el cómo, el qué se vuelve evidente y hasta natural, desde dentro, orgánicamente, y no es necesario que estemos de acuerdo con el mensaje ideológico. Si es la alegría de la Virgen, o su preocupación por el presentimiento de la crucifixión; si es una escena de martirio o si es la Anunciación, al darnos cuenta de los ejes de estructura y composición —con todos los demás elementos mencionados—, se trasluce de inmediato la humanidad encerrada en el cuadro, su drama o su conflicto. No importa, incluso, que sea pintura abstracta, geométrica, expresionista o surrealista. Forma es fondo. Pero quedarse en el fondo sin comprender la forma es conformarse con el puro catecismo, de la religión que sea.

Estuve seis horas y media en el Louvre. Nunca había pasado tanto tiempo en un museo. Después de ver la pintura italiana y francesa, descansé, tomé un café y comí un pain au chocolat mientras escribí el 95 por ciento de las notas que aquí aparecen. Luego volví a los mismos salones para rever lo que había rumiado en el café. Al observar mis favoritas por segunda vez, me calaron aún más hondo porque se me abrieron de inmediato. Sobre todo las telas pequeñas que están dentro de vitrinas entre sección y sección del pabellón italiano. Allí están las del Domenichino y algunas del Albano, por ejemplo.


[Sala con las telas que Rubens pintó para el Palais de Luxembourg]

Luego bajé a ver las esculturas clásicas de Grecia y Roma, que siempre me han impresionado, desde que empecé a verlas en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York. Ahí sí pude sacar muchísimas fotografías. Por fin, me dirigí a otro pabellón por completo para ver la obra de los maestros nórdicos, entre ellos Rubens, Van Dyke, Vermeer… Mi último pensamiento —o más bien impresión antes de salir fue que había demasiado arte en el Louvre, y demasiados lugares en el mundo donde no había ni un cuadro, ni una escultura, ni un cacharro rescatado de entre los escombros de civilizaciones pasadas, las que nos formaron a nosotros. Está bien. No hay demasiado arte en el Louvre. Lo que hay es demasiado poco tiempo, y los huesos no aguantan tantas horas de estar parados, con movimientos intermitentes y lentos, los necesarios para que uno se traslade entre cuadro y cuadro, escultura en escultura, objeto en objeto. El cerebro, además, llega a saturarse y se bloquea. Es más fácil correr un maratón que ver todo lo que hay en el Louvre. Ese maratón, en realidad, es nuestra vida, y si hace falta volver al Louvre 10, 15 ó 50 veces, así sea. En fin, no hay prisa y hace falta tiempo para digerirlo todo.

Mercredi 11 juillet 2007, Musée du Louvre, Paris

[Escalera de salida del museo, y la pirámide invertida en el sous-sol del Louvre]


1 comentario:

Anónimo dijo...

Profesor:

No fue sino hasta que usted escribió el párrafo donde habla de la Mona Lisa, que pude aterrizar en mi cabeza la misma opinión: descubrir, "sentir" las diferentes formas artísticas de un lugar no antes visitado —en vez de posar junto o en él— es lo que realmente deja un buen sabor de boca. Incluso después de tener que aceptar la idea de regresar a casa, ese sentimiento permanece. Muchas gracias por compartirnos su experiencia parisina.


Saludos,

Jenny Monroy