Puede ser la brisa que baja por la Rue Saint-Jacques, atraviesa l’Île de la Cité y lo refresca a uno, parado sobre el Pont Notre Dame. Tal vez sea el reflejo de un sol reticente en los vidrios de la Biblioteca François Mitterand o el verde profundo del bosque sembrado au rez-de-chaussée entre sus cuatro torres tan modernas como es la ciudad antigua. El olor tan peculiar del Canal de Saint Martin que baja hacia la Bastilla y desaparece hasta que desemboca en el Sena. Los conejos que son los dueños legítimos del Bois de Boulogne y que, gentilmente, le ceden a uno el derecho de correr por sus senderos. O los cuervos del Bois de Vincennes a las cinco y media de la mañana, pepenando minuciosamente en los botes de basura.
Es el blanco intenso de Sacré Coeur sobre el azul aún más profundo de un cielo que sólo allí adquiere ese matiz. Más abajo, París ha perfeccionado el gris que los romanos legaron a aquellos que harían frente a las invasiones de los bárbaros que hicieron del idioma francés lo que es actualmente: una de las expresiones más elegantes, enredadas, hermosas, barrocas y seductoras de que tengo noticia. Son las lloviznas que no mojan sino que evocan la infancia. La neblina que no baja con el río sino que sube desde las profundidades de la ciudad anterior a la revolución de 1789, con una pizca de parfum versallesco, el cual se debe —en realidad— a las flores que se venden sobre Saint Germain.
Posiblemente sea la punta de la Tour Eiffel que, sin previo aviso, se asoma e ilumina cualquier calle bajo los juegos pirotécnicos de la noche del 14 de julio que encendieron el cielo de París desde Champ de Mars hasta Place d’Italie, pasando por Montparnasse, y luego hasta el cerro de Montmartre al norte. O tal vez sea el silencio de Père Lachaise tras el burbujeo del arroyo que atraviesa Buttes Chaumont a unos metros de la Avenida Simón Bolívar. O será la mirada de la Virgen de Guadalupe dentro de Notre Dame, la que llega hasta Rue des Rosiers y se enrosca en las barbas del rabino que se ríe con un niño sobre una bicicleta que, tentativamente, da vuelta en Rue Pavé.
Pueden ser los músicos que en la calle improvisan el futuro en las notas de Bach o Coltrane, de Vivaldi o Consuelito Velázquez, Compay Segundo o Édith Piaf. Los perros que, con sus amos, se meten ordenadamente en el metro y no ladran sino que ven con aparente desinterés lo que los viajeros ocultan en bolsas y bolsos, portafolios y mochilas. Pero no dicen nada. Son las noches de un azul tan oscuro, que se alargan hasta casi tocar el otro día, un azul de mar aterciopelado con sus estrellas en alto que nos orientan cuando nos perdemos en el pasado y no hallamos la manija que nos devuelva a este momento, a este lugar donde aún estamos y que pronto dejará de recoger nuestros pasos cada vez más lentos, reticentes e inconformes con desaparecer.
Éste será el último paseo por estas calles que empiezan en cualquier parte y terminan en cualquier otro, que aparecen y vuelven a desaparecer sin lógica ni permiso, que se iniciaron en el siglo II y que no se han enterado de que han llegado al siglo XXI.
—Una más y nos vamos —dijo en voz alta aunque estaba solo, y al ver al mesero del Fumaillon, pidió otra cerveza—. Porque éste será mi último tango en París. Qué calor. Tengo sed y ésta ya no es la misma ciudad. Un poco menos vieja, un poco más antigua. Si dos mil años no son nada, ¿qué serán unos meses, unos años más? J’arrive! Je reviens!
2 comentarios:
No está de más evocar el olor a meados centenarios en esquinas vetustas, cargadas de historias de vida; como tampoco el olor a llanta quemada mezclado con humores humanos de todas las razas en el gran metro de París.
O ¿qué tal el olor penetrante de los "clochards" que pulula por toda la ciudad recordándonos que la miseria simpre será mas grande que la opulencia?
Saludos Mister.
Hola
hay que reanudar rápido tu blog cotidiano para tus lectores... en especial para los que estamos aqui en Place D Italie.... ¿¿¿Como va todo??? Saludos parisinos de Edoaurd Garçois d'Aigle
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