martes, 24 de julio de 2007

De vuelta a México: canto aprendido


HACE UNA SEMANA volví de Francia. Durante los 16 días que pasé allí no toqué ningún piano más allá de dos o tres minutos en el lobby del hotel donde me hospedé los primeros cuatro días que duró el Congreso de Editores Independientes: no hubo tiempo. El encargado del conservatorio del XIIIe, el arrondissement que le toca a Place d’Italie, justo a un lado del edifico de Eduardo García Aguilar donde me quedé los últimos 12 días, no me dejó: Hay que ser alumno. “¡Si yo soy alumno!”, argumenté. Pero no: hay que ser alumno inscrito, y con ellos. Ya había sido yo aleccionado acerca de la cuadradez de los franceses. Nada que ver con los colombianos, quienes en Bogotá me prestaron los mejores pianos de cola, Steinway, del teatro Colón en la calle 10, en la Candelaria. …A , que en realidad no soy más que un simple alumno. No todos los días puede uno tocar una maravilla de ésas, y estoy realmente muy agradecido con la gente de Cultura de Bogotá, “Una ciudad sin indiferencia”.

Justo antes de salir a París, mi maestro, Julio Gutiérrez, me puso de tarea memorizar una pieza, cualquiera de las que estaba poniendo en ese momento. Elegí, por razones sentimentales, la primera “Arabesque” de Debussy, pero nada pude avanzar durante el viaje. Y de vuelta en México, menos pude hacer el martes, el único día antes de mi clase de piano: después de más de dos semanas fuera de casa, descubrí que los pendientes se habían acumulado despiadadamente.

Debo aclarar que casi no he memorizado nada en mi vida. Lo que sí he memorizado, muy poco, ha sido por obligación escolar. Sé, en el fondo, que eso está mal, que la memorización hace bien, que es un excelente ejercicio que, como otros, mantiene joven al cerebro y ahuyenta enfermedades como el Alzheimer y cosas peores. Pero a estas alturas del juego, casi no hace falta memorizar: todo lo tenemos a la mano en libros y en el internet. De ahí la necesidad de hacerlo porque sí, por el gusto. Como ejemplo, jamás caería mal saberse de memoria algún poema de Lope de Vega o Rubén Bonifaz Nuño u Octavio Paz o Jaime Sabines. Y tratándose de tocar el piano, llega el momento cuando es absolutamente necesario memorizar si uno desea, algún día, tocar en público: la gente da por sentado que uno toca de memoria, de corazón, como se dice en inglés.

¡Pero qué cosa más endemoniada! Nunca lo había intentado. El jueves me senté e hice la primera tentativa. Descubrí que ya había memorizado, sin haberme esforzado, algunos pasajes de la pieza, pero faltaba la introducción, el segundo tema, varios pasajes de transición, la parte de en medio y casi toda la página final, con la excepción de algunos compases. Lo que más me enloquecía era que las repeticiones tal cual, como en casi toda la obra de Debussy, brillan por su ausencia. Hay una sola sección, breve, que no tiene variantes cuando se repite, y el tema principal se repite dos veces, de manera casi idéntica. De ahí en fuera, se repiten ideas, pero están planteadas de otra manera, con otra armonía y otra sonoridad, y estas diferencias son a veces muy sutiles. En otras palabras, no basta memorizar un pasaje y ya. Hay que memorizarlo y entender en qué se diferencia de las “no repeticiones” posteriores.

Hoy pude tocar la primera Arabesque” con algunos titubeos, de principio a fin, sin ver la partitura. No quiere decir que la haya dominado o que esté perfectamente bien memorizada o que la toque bien. Aún falta para eso. Sin embargo, me he dado cuenta de que algo sucede cuando uno memoriza una pieza musical. (Ocurre también con la poesía, aunque la ejecución de un poema no es asunto tan grave como tocar música: cualquiera puede gozar la poesía sobre la página impresa, o leyéndola uno mismo en voz alta, mientras que pocos pueden apreciar el sonido de una partitura. O alguien toca la música en persona o ponemos el CD).

Cuando uno aprende una pieza, tiene que utilizar la partitura. Pero antes que pase mucho tiempo, ya no está leyendo como tal sino que emplea la partitura como una especie de acordeón para no perderse, para ubicarse y seguir tocando sin interrupciones. Es decir, en ese momento uno sabe la pieza a medias: puede tocarla pero no es perfectamente suya. Al memorizar, eso cambia. Se vuelve parte de uno y no hay nada entre uno y la música. La unidad entre cerebro, corazón, cuerpo e instrumento es completa e indestructible.

Es paradójico pero cierto: necesitamos la partitura para aprender una pieza de concierto (el jazz y el pop son otra cosa, y aun así ambos tienen sus propias partituras en cifrados o incluso escritas nota por nota, como la música barroca, clásica, romántica, moderna, etcétera). Pero el papel no deja de meterse entre uno y la música. Frena la emoción y la ejecución. Si uno ha dominado los problemas técnicos y memorizado la pieza, la música brota con limpidez, de manera auténtica. Importa muy poco lo que un crítico pueda opinar: uno ha sentido la música, ha fluido por su cuerpo, corazón y cerebro, y la ha trasmitido a quienes escuchan, aunque sean los pájaros, aquellos seres afortunados cuya música es un canto no aprendido.

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