martes, 10 de julio de 2007

París, desde México a Mouffetard


























Place de la Contraescarpe, esquina con Rue de Mouffetard


ME SIENTO A UNA MESA del café La Contrescarpe, en Rue Lacépède, Place de la Contrescarpe, a tomar —lentamente— un café allongé. Es un lugar especial, casi mágico. Aquí estuve hace cuatro años con Eduardo García Aguilar y nos sentamos
exactamente donde estas dos señoras se encuentran en la fotografía, a metro y medio de donde ahora tomo mi café. Les he pedido permiso para sacarles una foto. Estaban muy entretenidas, platicando como las viejas amigas que han de ser. Se reían, sonreían, afirmaban y negaban enfáticamente, con una complicidad enternecedora. Querían saber para qué sería la fotografía; les respondí que venía de México, y les expliqué —además— por qué razones me era importante ese café, que la foto era para mí seulement, lo cual es absolutamente cierto. Más adelante se verá la razón.

Cuando las señoras se enteraron de que en esa precisa mesa me había sentado en marzo de 2003, recién iniciada la primera guerra en Iraq, se ofrecieron para quitarse y dejarme libre la toma. “¡De ninguna manera! —me negué a aceptar su ofrecimiento—. Prefiero fotografiar a ustedes, tan bonitas, allí donde estuve sentado con mi amigo Eduardo. Y aceptaron. Voilà la photo.

[Las dos demoiselles del Café Contrescarpe, esquina con Rue de Mouffetard]

Ese día hace cuatro años, García Aguilar y yo habíamos caminado no sé cuántos kilómetros a lo largo de más de 10 horas, y me había enseñado incontables lugares, entre algunos mundialmente famosos y otros casi secretos, pues él es un gran conocedor de ciudades. Conoce, por ejemplo, la capial de México mejor que algunos que presumen de expertos, pero conoce París como si fuera el jardín de su casa. Es más: estoy convencido de que para él París es el jardín de su casa.


[Frutas de la
calle Mouffetard]


Antes de llegar a este sitio donde ahora escribo, me llevó a una calle que es, entre otras cosas, un gran mercado al aire libre. Se llama M
ouffetard. Es un tianguis maravilloso en las mañanas, y las tiendas que están a ambos lados de la calle ofrecen maravillas de todo tipo. Ese día, ya en Mouffetard, nos metimos por enésima vez en un bistrot a tomar una copa de vino. Se iluminaba en claroscuros, de manera cinematográfica. De hecho filmaron allí una escena de Le fabuleux destin d’Amélie Poulain. Era surreal, entrañable… Y luego otra vez salimos al sol, a Mouffetard, este Quartier Latin, las pequeñas tiendas, la fruta y las verduras, la música en la calle, las palomas… Ahora toca un saxofonista que —estoy casi seguro— también estuvo aquí ese día. Ahora está tocando “Bésame mucho”, y es la segunda vez que la oigo tocar en este viaje parisino, que no sólo existe en el espacio sino también en varios tiempos, y en las sensaciones mismas que reviven, renacen y me cimbran aún.


[Vista de Rue de Mouffetard tras la lluvia]

Antes de aquel viaje, a pesar de que ya era su editor —en 2003 le había entregado las pruebas finas de Tequila coxis cuando nos encontramos fuera de la iglesia de Saint Eustache tras varios años de no vernos—, realmente no conocía bien a Eduardo, y en esa larga caminata que se coronó aquí en la Place de la Contrescarpe —en la mera esquina de Mouffetard— hicimos memoria y nos dimos cuenta de que por un azar en diciembre de 1980, el cual nos involucró a los dos, cambiaron radicalmente nuestras vidas. El día 12 de ese diciembre, Vicente Quirarte, Arturo Trejo, Raúl Renán y yo —como jurados— otorgamos un premio de cuento a un joven narrador y poeta recién llegado de Colombia: Eduardo García Aguilar.


[Portada de la novela más reciente de Eduardo García Aguilar, que apareció en julio de 2003]

Después de la premiación, Vicente, Arturo y yo pasamos a la colonia Roma a recoger a varias personas para ir a divertirnos al Molino Rojo (el de la colonia Obrera, no el de París). Ignacio Trejo Fuentes, uno de los candidatos que se había apuntado, estaba bien dormido y no quiso o no pudo levantarse, pero se nos unió una muchacha hermosa, de la cual estaba yo perdida (y peligrosamente) enamorada desde meses antes. Iba varias veces a la semana a verla de lejos cuando presentaba libros en el atrio del Palacio de Bellas Artes. No recordaba siquiera cuál era su nombre, y yo estaba casado… La conocí porque dio la bienvenida en la presentación de mi primer libro de poesía, De noble origen desdichado. Y desde entonces…
[Josefina Estrada en el cerro de Montserrate en Bogotá, Colombia, abril de 2007]

Todo el camino desde la glorieta de Insurgentes hasta la vieja casona donde vivía Nacho, no dejé de preguntarle a Arturo cómo se llamaba esa muchacha, de tales y tales características, que trabajaba con él en el Departamento de Literatura de Bellas Artes. Él sabía perfectamente de quién hablaba, pero no quería soltar prenda y decía los nombres de todas cuantas allí trabajaban, excepto el que yo quería saber. Cuando llegamos, Arturo tocó a la puerta pero en lugar de que nos abrieran, alguien se asomó allá arriba, en la azotea.

—¡Es ella! —le dije, gritando en voz baja, casi sin aliento, señalando con mis ojos a quien sabría más tarde que se llamaba Josefina Estrada.
[Aquí se ve Josefina en el Restaurante El Andante, en Bogotá, Colombia, en abril de 2007]

De ahí nos encaminamos todos, excepto Ignacio Trejo Fuentes, al Molino Rojo, y el resto —como reza el lugar común— es historia. Nuestra hija Leonora Celia cumple 23 años en septiembre, casi igual que la de Eduardo García Aguilar, Oriana, y ambas llegaron a estudiar teatro juntas cuando eran niñas. [Aquí se ve Oriana, en el departamento de sus padres en Place d'Italie]

Ese día arrancó la carrera literaria de Eduardo en México, y también entonces empezó mi historia —mi vida— con Josefina.

No es por nada, pero al sentarme aquí en Mouffetard y recordar aquella tarde en que Eduardo y yo desentrañamos toda aquella historia, revivo al sabor de mi café una cascada de emociones donde se funden México y París, los años 80 y la primera década del siglo XXI. Todo está aquí. En Mouffetard, en estas manos que tiemblan al escribirlo, en esta mesa, que es aquella mesa, aquellas señoras, un par de ángeles que me recuerdan que todos, absolutamente todos, estamos conectados. [Vista de la terraza del café Le Contrescarpe]

Mardi 10 juillet 2007, Rue de Mouffetard, Paris

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Sandro, de verdad no sabe el gusto que me da leer el blog cada que me llega a mi correo. Por ejemplo esta historia me hizo casi llorar de la emoción y me hizo reflexionar muchísimas cosas, de como por ejemplo dos personas se conocen o varias personas están conectadas o diversos lugares así como situaciones. Despúes voy más abajo fisgoneando el blog y me entra más la melancolía al ver a Leonora en una foto o ver la foto de Spencer Tunik en la cúal participe etc. Y ahora todas estas historias en París..... le mando un saludo y un abrazo enorme. lo quiero mucho y espero verlo antes de irme a Europa.

Saludos. Rodrigo Escondrillas

huberbat dijo...

Sandro: He estado leyendo todos tus comentarios de tu viaje por París. Me llevas por todas partes contigo y además guardamos fotos. ¡Genial! Síguele, para hacernos viajar sin salir de nuestra casa como Sindbad el Varado de Owen. Te felicito por tu blog. No sé de dónde sacas tiempo para hacerlo cada día. Un abrazo de HUBERTO

Anónimo dijo...

SANDRO
YO NO HE VIAJADO A PARIS, PERO DE TUS LETRAS VOY DE LA MANO Y ME ENCANTA LEER Y VER LO QUE TE LLEVO A ESE ENCUENTRO, SALUDOS A JOSEFINA Y A TUS ENCANTADORES HIJOS. QUE BUENO QUE NOS HACES VIAJAR EN TU BLOG. LO ABRI A TRAVES DEL BLOG DE EVE GIL Y QUE AGRADABLE ES LEER DE TI.
ALMA LILIA JOYNER