Eloy Urroz es un novelista nato. Aunque no lo conocí cuando era bebé —y no me consta que a los dos o tres años ya estuviera novelando—, si lo me lo encontré de jovencito, y por lo menos desde entonces ya friccionaba el lápiz contra el papel.
Me queda claro que desde aquellos tiempos remotos —ya hace 20 años, pues el primer libro suyo con dedicatoria que tengo en mi biblioteca, trae una firma fechada en septiembre de 1988—, a Eloy le gusta jugar no sólo con las palabras sino también con las ideas y la manera en que éstas se presentan. Desde que lo conozco ha sido un fanático de las estructuras, un arquitecto de edificios literarios que él adereza con seres que no son sino reflejos de él mismo en cuerpos y situaciones en extremo diversos. Y no sólo lo hace en prosa, pues su poesía también suele ser una zambullida en la otredad. Los que han leído su verso saben que sus fricciones poéticas pueden ser asaz atrevidas.
Como su amigo, he tenido el privilegio de leer casi todos los manuscritos de Eloy previo a su publicación. Incluso, he sido editor responsable de más de tres de sus libros. Trabajamos, por ejemplo, cercana y arduamente en la novela titulada Las Rémoras, obra importante dentro de Fricción, libro que presentamos esta noche. Dije que trabajamos pero pude haber dicho luchamos, porque editar un libro de Eloy se parece mucho a la grecorromana: él no da su brazo a torcer, pero en muchas ocasiones ha sido menester hacerle manita de puerco —para tomar prestada una frase de su flamante novela—, y lo digo por su carácter mismo: efusivo, desbordado, excesivo, generoso, monumental, maniaco, exuberante y, ¿falta aclararlo?, con cierta tendencia a la inseguridad. Para decirlo en términos de estrategia militar, ¿para qué construir un muro de protección alrededor de mi ciudad literaria, cuando puedo construir tres o cuatro?
Siempre he sabido que una explosión, cuando ocurre en lugar cerrado, causa mayor impacto. Esto, trasladado a la literatura —o a cualquier arte—, implica que una fuerza muy grande, como la potencia fricativa de Eloy, crece cuando es contenida. Éste, y no otro, ha sido mi papel como su editor: he querido potenciar sus bombas, su artefactos, su arte, sus fricciones.
Debo aclarar que Fricción es la primera novela de Eloy Urroz que no conocí en manuscrito. Es más: me enteré de su existencia hace cosa de un mes, por un comentario de Jorge Volpi en el auditorio Silvestre Revueltas de Canal 22. Enseguida le escribí a Eloy para decirle que en lugar de enviarme pasquines antilopezobradoristas escritos por gente bastante más desequilibrada que López Obrador mismo —quien en el contexto de la política mexicana actual me va pareciendo hasta coherente—…, que en lugar de eso debió haberme enterado de su nueva novela… Me contestó, muy apenado, quién sabe qué y me invitó a presentarla. ¡Chin! Yo pensaba que ya se había presentado. “¡Órale!”, me armé de valor, y eso que no sabía ni de qué trataba el libro ni mucho menos su extensión. Como ustedes pueden constatar, es tan voluminoso Fricción, que en él caben todos esos libros que los mexicanos no leemos en un año, o 10. Creo que el dato proviene de la UNESCO.
Sea como fuere, aquí estamos para presentarlo. Y no quisiera hacerme bolas. Fricción, en realidad, no es una novela sino un juguete de novelista. El título es exacto, o por lo menos alude a la esencia fenomenológica del asunto de marras. Como los juguetes son pretextos para que los niños demuestren de qué serán capaces en la vida real como adultos, Fricción es el libro que pretextó Eloy para demostrar a los adultos de qué es capaz como novelista, y cómo lo hace, como si sus novelas anteriores no fuesen indicio suficiente. Es una especie de museo urrociano de procedimientos novelísticos. También es catarsis, venganza, pitorreo… Vaya, es el lujo que se da un novelista travieso porque puede darse el lujo.
Los hilos argumentales de Fricción son precisamente eso: hilos argumentales. Ninguno de ellos se desarrolla a plenitud ni se resuelve. No es el caso. El narrador de Fricción, su protagonista, se parece, en muchos aspectos, al ser humano que llamamos Eloy Urroz, pero no diré en cuáles. En otras palabras, el libro contiene muchos elementos autobiográficos, y aquí no hay nada nuevo. Este narrador no sólo relata una fricción donde una joven guapa de nombre Matilde pone el cuerno a su esposo, con un pintor, sino que narra cómo él mismo hace algo parecido con la esposa de su mejor amigo. Pero se trata de la infidelidad más patética de que tengo conocimiento en la historia de la literatura mexicana, y aun así al narrador le cuesta el matrimonio. Aquí huelo una moraleja, que habría de ser algo así como: “Si vas a serle infiel a tu mujer o a tu marido, hazlo bien. Nada de medias tintas…”.
Este narrador es el friccionista del clítoris de la mujer de su mejor amigo, y también fricciona acerca de su experiencia como docente en cierta universidad de Estados Unidos, y aquí tampoco pudo ser más patética la historia, y su patetismo es exacerbado por el toque pantagruélico y delirante que recibe en la última parte del libro que tiene lugar en el pueblo llamado Las Rémoras, donde se juntan narrativa o simbólicamente casi todos los personajes de esta novela y la otra, publicada hace 12 años.
Pero dentro de la primera fricción, la del cuerno pintoresco, se fricciona otra historia, la del padre del pintor, donde entra toda una trama presocrática muy poco comprensible (y que Armando Pereira ha vuelto cristalina al decir que, para Urroz, viene Eris a enturbiar y revolver lo que Eros ya había unido. Palabras más o palabras menos). Lo que me llamó la atención, y lo que realmente me gustó de todo ello, es la manera en que Urroz mete el clutch narrativo y traslada, sin esfuerzo —de modo que casi no se nota—, el alma de la tercera persona en la de la primera. Si en la fricción se habla de metempsicosis, nosotros como lectores críticos podemos aludir a una especie de trasmigración de almas de personaje. Realmente lo hace muy bien, mucho mejor que Mario Vargas Llosa en El paraíso de la esquina de enfrente.
El lector de Fricción también es personaje. O por lo menos eso desea hacernos creer su autor. Hay, pues, un personaje llamado Lector, y se supone que nosotros debemos insertarnos aquí en su lugar. Curiosamente, es el menos desarrollado de toda la novela, o fricción. Tal vez por eso no funciona, o porque el juguete, en este nivel, se descompone, ¿adrede? Es tal el enredo, que merece un Deus ex machina, el cual nunca llega. Al final del libro el narrador mismo se ve en la necesidad de curarse en salud, y el Lector es orillado a enviar una airada protesta a una revista literaria, en la cual se hace patente que el libro es un bodrio de lo peor. Ambos mencionan contradicciones, incoherencias, etcétera. Pero hay bastantes más que ellos no mencionan, los cuales no da tiempo enumerar aquí.
¿Es todo ello importante? Depende del lente con que se aprecia el libro. Si fuera una obra tradicional, tendría que entrar en la categoría de novela de experimentación, pero eso pasó de moda hace como 100 años. Creo, más bien, que se trata, precisamente —como lo indica acertadamente su portada y el texto de la cuarta de forros— de una especie de juguete de fricción, de una zambullida calenturienta en el cerebro idem de un escritor que se toma muy en serio sus juguetes. ¿Es excesivo, sobreescrito, sobrecalentado, descuidado, pantagruélico? ¡Por supuesto! Es la provocación en que debemos caer si deseamos experimentar la fiebre que Eloy siente cuando se sienta a escribir. Las alucinaciones febriles se siguen, una tras otra, y ninguna —por decir lo menos— resulta aburrida. Esto hay que tomarlo con humor y cierta tolerancia. Cuando los niños juegan, es común que alguien salga lastimado. Aquí son los personajes, afortunadamente, ¿y verdad que los personajes de una novela nada tienen que ver con los seres humanos de la vida real? Siempre he querido explicar eso a los españoles de Castilla-La Mancha, tan ansiosos de enseñarme la auténtica casa de Dulcinea, quien tenía tan buena mano para salar puercos. Pero no he tenido éxito. Serían ellos los primeros lectores ávidos de Fricción de Eloy Urroz. Se sentirían, como muchos de nosotros, en casa.
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