martes, 20 de enero de 2009

Barack Obama, la realidad de lo (que había sido) impensable


El monumento a Washington, visto desde el Capitolio, durante la inauguración de Barack Obama. Foto de Todd Heisler, New York Times

UNA LARGA PESADILLA mundial comenzó hacia fines de 2000 cuando después de la elección presidencial más accidentada y competida de Estados Unidos, la Suprema Corte de ese país resolvió otorgar el triunfo —por cinco votos contra cuatro— al republicano George W. Bush por encima del demócrata Al Gore, quien había ganado el voto popular. El país más poderoso del globo estaba profundamente dividido, herido. Muchos hablaban de resistencia civil e incluso de revuelta, de no permitir que el candidato republicano asumiera la presidencia. Se hablaba de una elección robada, de que se había efectuado un golpe de Estado desde dentro, gracias a una decisión injusta e incorrecta —aunque legal— de la Suprema Corte. Al Gore, patriota, no quiso echar leña a fuego tan peligroso, y tras la decisión judicial, anunció que la aceptaba aunque estaba profundamente en desacuerdo con ella, y así George W. Bush se convirtió en presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 2001.

En ese momento tan crítico para la historia de Estados Unidos, me quité el sombrero ante Al Gore, porque su gesto de humildad, de respeto por las instituciones, evitó lo que podría haber llegado a ser una época negra para la democracia en ese país. Pero al mismo tiempo temía que el repliegue del candidato demócrata conduciría al mundo hacia una época de oscuridad y oscurantismo, a una especie de contrarreforma cuyo signo sería la intolerancia, la incomprensión, bravuconerías militares y una general falta de respeto por la razón, las verdades científicas y los derechos humanos de aquellos que no compartían la cosmovisión parroquial de George W. Bush. No me equivoqué.

La incompetencia y el cinismo del nuevo equipo en el poder no sólo desacreditó a Estados Unidos como modelo de país democrático —con todas las fallas que pudiera tener desde antes— sino que fortaleció a sus peores enemigos mientras abandonó o despreció a sus aliados, entre ellos México y gran parte de América Latina. En lugar de convertir los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en un llamado para que el mundo entero se uniera contra las corrientes más intolerantes de fundamentalismos religiosos, tras abandonar la persecución de Osama Bin Laden en Afganistán, decidió malbaratar esta oportunidad e invadió Irak bajo la falsa premisa de que Saddam Hussein había desarrollado armas de destrucción masiva, y con vagas e ingenuas nociones de imponer una democracia donde ésta es un valor prácticamente desconocido. George W. Bush nunca ha comprendido que la democracia sólo puede funcionar en un país cuya gente la desea y puede darle forma autónomamente.

Aunque resulta difícil defender a Hussein, es preciso reconocer que en ese momento no representaba ninguna amenaza a Estados Unidos ni a ningún otro país. Al mismo tiempo es irrefutable que la desafortunada invasión fortaleció a Irán y que gracias a sus apoderados, Hezbollah en Líbano y Hamas en la franja de Gaza, se descarriló estrepitosamente el proceso de paz que había estado tan cerca de coronarse con la creación de un Estado palestino a un lado de Israel.

Estos ocho años de pesadilla, de desastre tras desastre en todos los sentidos —políticos, humanos y humanísticos, económicos, intelectuales, jurisprudenciales y hasta climáticos— prepararon el camino para uno de los sucesos más extraordinarios en toda la historia de la humanidad: la elección de Barack Hussein Obama a la presidencia de Estados Unidos.

Cuando habló en la convención demócrata de 2004, Obama era un ente prácticamente desconocido. Pero mientras escuché su discurso, este senador por el estado de Illinois me convenció de que algo nuevo empezaba a moverse en Estados Unidos. Desde entonces lo seguí en los periódicos, escuché y leí sus entrevistas, y aplaudí su posterior elección al Senado de Estados Unidos. Cuando se declaró candidato a la presidencia, saludé su ambición y audacia porque me pareció que el amor que sentía por su patria, por los pobres y los indefensos era genuino. Vi que comprendía cómo el mundo veía a Estados Unidos gracias a que él había pasado parte de su infancia en el tercer mundo, a que había aprendido bahasa, el idioma que se hablaba en Yakarta, capital de Indonesia donde asistía a una de sus escuelas públicas, y lo más importante: sentía que él, como presidente, no asumiría una actitud imperial sino de solidaridad, que podía ver al mundo con la empatía, el respeto y la comprensión que sólo pueden lograrse cuando se ha vivido intensa y personalmente fuera de la burbuja de prosperidad y opulencia que puede ser Estados Unidos, sobre todo entre los más privilegiados que abundan en su clase política.

Barack Obama es el hijo de un inmigrante keniano, negro, y una antropóloga del estado de Kansas, blanca. Cuando él nació en Hawái en 1961, aún había estados en su país donde sus padres no podrían haberse casado legalmente. Nadie habría pensado que el 20 de enero de 2009, ese niño birracial asumiría la presidencia de Estados Unidos. El hecho de que así haya sucedido es testimonio de que pervive cierta salud moral y política en ese país, a pesar de los mejores esfuerzos de una derecha aplanadora y en muchas instancias irrespetuosa del espíritu de la ley (si no de su letra), y aun cuando el resto del mundo posee razones poderosas para desconfiar de sus buenas intenciones, que en muchísimas ocasiones no han sido tan buenas.

Si el resto del mundo estaba harto de la arrogancia de la derecha estadunidense, personificada por George W. Bush, más lo estaba la mayoría de los electores de Estados Unidos mismo, y de ahí la elección de Obama, que no fue nada fácil. Antes, tuvo que derrotar la máquina política de los Clinton y todo un séquito de personajes políticos mucho más conocidos y experimentados que él. Pero cada vez que Obama hablaba a la gente, con cada decisión que tomaba, con cada declaración política contraria al statu quo, demostraba que poseía gran aplomo, una enorme e inspiradora visión acompañada de un sentido común que brillaba por su ausencia entre sus contrincantes demócratas y mucho más entre los republicanos, enanos casi todos, con la notable excepción de John McCain, quien sería el candidato republicano.

Hoy, 20 de enero de 2009, no se consumó lo que Barack Obama anunció cuando se declaró candidato a la presidencia. Ni siquiera se consumó lo que vislumbró Martin Luther King Junior en su célebre discurso “I Have a Dream” (“Yo tengo un sueño”), en el cual evocaba un Estados Unidos donde no existiera odio entre blancos, negros y latinos, donde todas las razas y religiones trabajaran juntos para el mejoramiento de la colectividad. Hoy, 20 de enero, se consumó el triunfo de los estados del norte por encima de los del sur en la Guerra Civil, que concluyó en 1865. No es en balde que el modelo y héroe de Obama sea Abraham Lincoln, quien en lugar de humillar al sur y encarcelar o fusilar a sus soldados y oficiales, una vez que éstos se rindieron y entregaron sus armas, los abrazó como hermanos y los exhortó a volver a sus familias y a vivir en paz.

La visión política de Barack Obama es muy diferente de la de George W. Bush y el partido republicano, pero no busca humillarlos ni iniciar una cacería de brujas, aunque es evidente que la ilegalidad estuvo a la orden del día en la Casa Blanca de presidente número 43. Está por verse cómo se reconciliará la justicia con la necesidad de vencer el partidismo para que Estados Unidos pueda atacar, con espíritu ecuménico, los enormes desórdenes económicos, humanísticos, sociales y climáticos que en gran medida ha desatado pero que ahora enfrenta, los mismos descalabros que amenazan la estructura económica y financiera del mundo entero.

Más de dos millones de personas se apretujaron en el mall, el espacio que separa el Capitolio del monumento a Washington, para ser testigos del juramento de Barack Hussein Obama como el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos, y de su discurso inaugural que puso especial énfasis en la recuperación de aquella autoridad moral tan carcomida; en desmentir la idea de que para salvaguardar a la nación, es preciso pisotear los derechos humanos en Estados Unidos y el extranjero; en la importancia de la responsabilidad individual en combinación con servicio a la comunidad por encima del cinismo y la avaricia de Wall Street; en la idea de que Estados Unidos no cederá ante sus enemigos jurados pero que extenderá la mano a cuanto país desee convivir pacíficamente en la comunidad de las naciones.

Durante la pesadilla de los últimos ocho años se degradó sustancialmente la imagen de Estados Unidos y se erosionó aún más la poca autoridad moral que aún poseía después de sus anteriores aventuras antidemocráticas en Cuba, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Nicaragua, El Salvador, Panamá, Granada, sólo por mencionar unos cuantos países cercanos a nosotros. Pero el día de hoy ha demostrado, una vez más, que se trata de un país sui géneris, capaz de enmendar el rumbo y volver a postularse como modelo. Las lágrimas en los ojos de tantos niños y jóvenes blancos y negros este mediodía en Washington, D.C., en los ojos de tantos hombres y mujeres que jamás hubieran creído posible lo que veían, son la prueba de que urgía este cambio.

Hoy en Washington, en Estados Unidos y el mundo en general renace la esperanza de que el poder ya no hará el derecho sino al revés, de que una vez más podrá haber diálogo entre naciones, lenguas, credos y culturas. No va a ser fácil y el camino estará lleno de baches, obstáculos y toda suerte de trampas. Estados Unidos va a cometer errores. Pero como ciudadano mexicano, orgulloso de la nación que lo adoptó hace 26 años, y como ex ciudadano norteamericano que aún tiene una madre, dos hermanos y seis sobrinos que viven en nuestro país vecino, deseo suerte y éxito a Barack Obama para que nuestros países puedan hallar la manera de convivir sin muros de por medio, con culturas diversas, fuertes y fértiles que se enriquezcan mutuamente.

Al escuchar —tras el juramento de Barack Obama como presidente de Estados Unidos—  la pieza “Air and Simple Gifts”, compuesta por John Williams y tocada por Itzhak Perlman (violín), Yo Yo Ma (chelo), Anthony McGill (clarinete) y Gabriela Montero (piano), sólo pude pensar que en la diversidad está la fuerza, que si todos tocáramos la misma nota de la misma manera, tal vez nos equivocaríamos menos, pero no habría armonía ni la belleza de sus infinitas posibilidades. Definitivamente habrá disonancia en los meses y años por venir, pero ésta también posee virtudes, pues la disonancia siempre tiende a resolverse para llegar a otro nivel, para transportarnos a nosotros a otro nivel. Hoy se vio cómo un país puede superarse y llegar a otro nivel.

Hay en todo esto un mensaje para nosotros, inmersos como estamos en una guerra cruentísima de las fuerzas de la narcoavaricia en contra de una débil estructura civil prácticamente incapaz de hacerle frente, muchas veces por su propia corrupción y en ocasiones por simple inferioridad de fuerzas. Hará falta imaginación, creatividad, coraje y aun heroísmo para resolver este embrollo internacional que nos asfixia y cuyo motor se encuentra principalmente en Estados Unidos, donde Barack Obama acaba de asumir el poder. Ahora más que nunca hará falta que adoptemos un espíritu de cooperación, realismo y sentido común para que México pueda volver a ser el país de paz que todos anhelamos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias Sandro por compartir tus reflexiones. Efectivamente aún el más escéptico y decepcionado de la política se conmueve ante la toma de Obama. Siempre hay esperanza.

José Carlos Guerra Aguilera dijo...

Hermosa bienvenida para el Sr. Obama. Toca a todas y todos asumir un papel solidario y compasivo.

Gracias Sandro por tu visión -cálida- al respecto.

Anónimo dijo...

Imaginación, creatividad, coraje... y aun heroísmo.
Saludos desde Gibraltar