domingo, 17 de febrero de 2008

Por el renacimiento librero en México

José María Espinasa, de la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes (AEMI), y Emmanuel Carballo, discutiendo el futuro del libro en la Universidad Veracruzana, en el puerto de Veracruz, en octubre de 2007

MUCHOS ME HAN PREGUNTADO en qué consiste el Precio Único para los libros y por qué sería mejor que el sistema que impera actualmente en México y toda América Latina: la política liberal de permitir que las librerías establezcan —para cada libro o cada editorial— el descuento que les parezca más conveniente. También se me ha preguntado repetidas veces por qué pienso que es tan importante, y si es de veras tan importante, ¿por qué Vicente Fox vetó la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, la cual habría institucionalizado y reglamentado el Precio Único? (En algunos países se llama Precio Fijo, pues hay dos maneras de traducir del francés prix fixe).

Son tres preguntas válidas. En primer lugar, dentro del sistema liberal que impera actualmente, algunas librerías —sólo algunas, sobre todo las grandes cadenas— dan descuentos, pero se trata de una ficción: esos descuentos se otorgan sobre precios exagerados. Las editoriales se ven obligadas a inflar el precio de venta al público (PVP) para hacer frente a la exigencia de grandes descuentos de parte de los libreros. ¿O pensaban que éstos absorbían el descuento? Buen chiste: es puro simulacro. Y para empeorar las cosas, en todos aquellos puntos de venta donde no se ofrece este descuento ficticio, el comprador paga el precio exagerado.

La política del Precio Único determina que el editor (y nadie más) establece el PVP de cada uno de sus títulos, amén de negociar el descuento con cada librería. Si determina que Memorias de mis putas tristes cueste 149 pesos, por ejemplo, el comprador pagará 149 pesos, no importa si lo adquiere en Gandhi, Sanborns, El Palacio de Hierro o el quisco de la esquina. La belleza de esto no está en “el control de precios” (porque no hay tal) sino en el reconocimiento de que el libro no es un producto como pañales, un refrigerador, tuercas o yogurt. Sí es un producto y sí debe competir con otros libros, pero cada libro es único y necesita la oportunidad de darse a conocer.

Con leves diferencias, un pañal es un pañal, una tuerca es una tuerca. Puede haber 25 modelos diferentes de refrigeradores —con mayor o menor capacidad, con más o menos atractivos para el consumidor— pero su función es idéntica: enfriar y mantener comida en buen estado. Los libros, por otro lado, son tan diferentes entre sí como una hormiga y un elefante, o como una hormiga y una estación espacial. O más. Y aunque todos los libros se escriben sobre un fondo común, que es nuestra cultura universal, cada uno —como cada ser humano— posee un carácter único y especial. Los libros no son intercambiables. No podemos afirmar, por ejemplo, que Rojo y negro es la versión “de lujo” de El amor en los tiempos de cólera, o que Horal es la actualización de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Son libros totalmente diferentes, irrepetibles.

El mundo sería infinitamente más pobre si autores de libros difíciles como Borges, Onetti, Cortázar o Paz no hubieran tenido la oportunidad de encontrar a sus lectores. La lógica de los descuentos exige una rotación rapidísima y un cambio constante de oferta. Con las reglas actuales, los primeros libros de estos autores habrían sido devueltos, como invendibles, en cuestión de semanas, y no se habría vuelto a publicar nada de ellos. Ahora no nos parecen difíciles sino clásicos, imprescindibles.

Encima de esto, la política de descuentos mató la gallina de los huevos de oro. En México abundaban las librerías antes que se impusiera la actual lógica comercial asesina, más afín al mundo del cine que a los libros, y que ni al cine conviene (basta preguntarles a los directores, productores y distribuidores de películas independientes locales y extranjeros). Casi todas las librerías independientes tronaron porque no podían hacer frente al ataque frontal de los descuentos. Las grandes podían sacrificar ganancias durante un buen rato, hasta aplastar a la competencia. Después, subieron los precios al comprador sensiblemente al mismo tiempo que redujeron la oferta drásticamente. Y las grandes editoriales empezaron a publicar libros hechos a la medida de este esquema, lo que explica tantísima oferta de libros basura, best sellers (que pueden ser buenos o malos) y novedades con posibilidades comerciales (que, igual, pueden ser buenos o malos). Quedan chiflando en la loma todos aquellos libros difíciles o difícilmente catalogables, o que irritan los gustos santos de quienes controlan los medios de producción y venta.

La Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, con su Precio Único, permitiría que haya un resurgimiento del movimiento librero independiente en México, pues las nuevas librerías podrán competir en otros niveles que no sean precio: calidad de servicio, oferta, cercanía, inmediatez, conocimientos… ¿Le parece poco? Esto es una prioridad nacional. Y con esto sólo empecé a responder a la segunda pregunta…


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con SAndro y propongo que le escribamos a los senadores y diputados que nos correspondan para pedirles la inmediata aprobación de la Ley para el fomento del libro y la lectura.

La dijo...

Editoriales como FCE, UNAM y, en menor medida, Porrúa son de gran ayuda a los estudiantes por sus descuentos. Pues la gran mayoría de nosotros no tenemos, como quisieramos, la posibilidad de pagar, muchas veces, de pagar mas de cien pesos por uno; es por ello que se fotocopìan algunos libros.
Pienso, aunque sea una idea utópica, que las pesonas deberiamos pagar por un libro de acuerdo a nuestros ingresos, teniendo cierto precio como base.