Eso cambió, de súbito, en menos de dos años cuando cursaba ya la preparatoria. El 4 de mayo de 1970 la Guardia Nacional de Estados Unidos abrió fuego contra estudiantes que se manifestaban en Kent State University en Kent, Ohio. Mataron a cuatro. Cuando a la mañana siguiente me encontré con mi amigo John Fellows en Bloomfield Avenue rumbo a la escuela e, indignado, le comenté la noticia, él —muy cosmopolita— me espetó: “¿Por qué te sorprendes? Si en México son mucho más bárbaros… Allá, en el 68 mataron a centenares”. Ese día, creo, empecé a leer los periódicos en serio, y no he dejado de hacerlo. ¿Cómo puede uno darse el lujo de vivir tan desapegado de la realidad, cuando esa realidad, en cualquier momento, puede caerle a uno encima?
Tres años después yo ya vivía en México, y uno de mis primeras peregrinaciones fue a la Plaza de las Tres Culturas, el lugar donde se dieron los hechos que me hicieron despertar políticamente, gracias al comentario tan off the cuff, tan “como si nada”, que me hizo mi amigo Fellows, quien ni siquiera ha de recordar nuestro diálogo. Vi los edificios, el Chihuahua, los restos de construcciones prehispánicas, la iglesia, la torre de la Secretaría de Relaciones Exteriores… Lloré, como suelo hacerlo cuando la realidad física se empalma con mi realidad emocional, chocan y de repente comprendo. A veces son lágrimas felices, como cuando me encontré de nuevo sobre un puente del Sena, vi la catedral de Notre Dame, escuché la música de un guitarrista y la belleza de mil años de París se me descargó como una iluminación, como una epifanía: los seres humanos somos capaces de crear maravillas para que todo el mundo pueda vivirlas. Pero mi epifanía de Tlatelolco me sacó las más amargas lágrimas de todo lo contrario: los seres humanos somos capaces de cometer los actos más abominables y crueles.
Ahora estos episodios han llegado a morderse la cola. Cuarenta años después de aquel 2 de octubre, tengo dos hijas, y —como yo— se metieron a estudiar teatro (sin conocer mis antecedentes). Yliana hizo la licenciatura en Teatro y Literatura Dramática en la Facultad de Filosofía y Letras, mientras que Leonora está terminando su último año en el Centro Universitario de Teatro (CUT), también de la Universidad Nacional Autónoma de México. (Yo, a diferencia de ellas, migré desde el teatro hasta la literatura latinoamericana). Y ahora las dos actúan en Olimpia 68, la obra de Flavio González Mello que dirige Carlos Corona en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco.
Esta obra de González Mello combina los dos acontecimientos torales de 1968 en nuestro país: la matanza del 2 de octubre y los juegos olímpicos que se iniciaron 10 días después. El dramaturgo los contrapone magistralmente desde el punto de vista de un grupo de atletas mexicanos y extranjeros que, sin querer, se topan con el movimiento en la persona de activistas perseguidos por órganos secretos del gobierno. El dramaturgo y el director han hallado el dificilísimo equilibrio entre comedia y tragedia, sin que estas se anulen o banalicen. En otras palabras, logran trasmitir —escenificar— la tragedia humana del 2 de octubre, pero lo hacen sin los panegíricos acostumbrados de una izquierda afecta a la solemnidad beatificante.
Las contraposiciones de comedia y tragedia en la obra son en extremo chocantes, en el sentido de que están diseñadas precisamente para eso: para chocar. Este tenor se establece desde el principio, donde vemos a un atleta a punto de iniciar una carrera eliminatoria, y justo cuando el competidor espera el disparo tras el cual se impulsaría hacia delante, es eliminado por el que dispara: la bala es real y no es tirada al aire sino al cuerpo joven de un inocente.
Olimpia 68 es una comedia de enredos y, al mismo tiempo, la tragedia de varias generaciones de mexicanos que han buscado la democratización de su país. Ha transcurrido el tiempo suficiente para que el humor haga su efecto corrosivo sin que parezca producto de insensibilidad o falta de respeto. Lo mismo ha sucedido con otras tragedias humanas, incluso mayores, como el Holocausto, por ejemplo, donde no se perdieron centenares de vidas en una sola ciudad sino millones a lo largo y ancho de todo un continente.
No tiene precio cómo este gran elenco de jóvenes —y un gran veterano, José Sefami— logra recrear el horror al lado del sinsentido, el absurdo, la ceguera y la inocencia que en esos días coexistieron sin que la mayoría de las personas se diera cuenta cabal de ello. Debemos recordar que se hizo todo lo posible por enterrar la matanza. Muchos apenas supieron que algo había sucedido: lo importante era salvaguardar la integridad de los juegos olímpicos. Si después se supieron detalles y se pudo investigar y contar lo que realmente sucedió, se debe a los esfuerzos de todos aquellos que murieron o que estaban dispuestos a defender, con su vida, los ideales de aquellos jóvenes masacrados en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968.
La historia se vive de muchas maneras. Vayan a ver esta obra, y lleven a sus hijos si ya son adolescentes. Necesitan recordar aquello que nos ha formado, y el teatro es una manera de recordar y revivir experiencias que sucedieron en lugares y tiempos donde nosotros no estuvimos. El arte vence los obstáculos que el mundo físico nos erige. Yo viví de lejos y difusamente los acontecimientos del 2 de octubre, cuando mis hijas eran apenas una lejana posibilidad en un vastísimo mar de posibilidades. Ahora ellas, junto con los demás miembros del elenco, se han encargado de volver esos hechos una realidad palpable y actual gracias al arte de González Mello, Carlos Corona y todo el equipo técnico y de producción.
Horario: jueves, 20 horas; viernes, 20 horas; sábado, 19 horas, y domingo, 18 horas, en el Salón Juárez del Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la Unam. Consulte la cartelera: http://www.cultura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=blogsection&id=8&Itemid=113
Fotografía de la matanza en Kent State: John Filo. Por esta fotografía ganó el Premio Pulitzer.
1 comentario:
Hay una invitación para ti en:
http://asuntosdomesticos.blogspot.com
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