Rubén Bonifaz Nuño cumplió 86 años el 12 de noviembre
Este ensayo fue leído en el Centro de Lectura Condesa la noche de su cumpleaños. Que sirva de homenaje mínimo al poeta mayor de lengua española.
LA VERDAD ES tan real como elusiva. Y donde más real la sentimos es precisamente donde menos existe: en la imaginación, la creación de los seres humanos. Los papeles, los documentos, los objetos e incluso los seres humanos que habitan la realidad son —a fin de cuentas— indicios de la verdad pero no la constituyen por sí solos. Es preciso usarlos para armar un discurso que pueda convencernos de la verdad en la cual participan.
La música, la danza, la pintura y la fotografía no requieren este discurso. La literatura, el teatro y —en gran medida— el cine sí lo requieren, pero a diferencia del teatro y el cine, donde lo visual posee un papel preponderante, la literatura no sólo depende del discurso sino que toda ella lo es. La literatura —sea poesía o narrativa, o sea la exploración de ideas que llamamos ensayo literario— nace de la nada, de una hoja en blanco y la van poblando palabras que son un conjuro que apela a la totalidad de nuestra conciencia. Al leer, las palabras tocan los nervios de nuestra experiencia: nuestros recuerdos, deseos y miedos, nuestra alegría y tristeza. Resulta imposible marginarnos del mundo en que las palabras van metiéndonos y envolviéndonos.
Cuando el discurso literario está bien armado, se convierte en vehículo, en transportador eficaz porque nos utiliza a nosotros mismos, como lectores, para impulsarse. El acto de lectura es, por esto, una voluntad de compromiso: si tú sabes llevarme, me dejaré conducir, hasta las últimas consecuencias. “¡Convénceme!”, le gritamos cada vez que abrimos un libro y posamos la vista sobre las primeras palabras que deseamos maravillosas, mágicas. Queremos que su música y las visiones que evocan nos transporten a donde nunca hemos estado o, posiblemente, en tiempos que no vivimos: queremos que nos hagan vivir una verdad que antes nos era desconocida.
La palabra clave del párrafo anterior es vivir. La verdad se vive, se conoce en carne propia. Se sabe, por ejemplo, cuando un amor es verdadero porque se vive. No quiere decir que ese amor será verdadero para siempre, pero sabemos cuándo sí lo es: en el momento en que se siente, mientras se siente, sea durante una hora o una vida.
El arte, todo arte, es capaz de hacernos vivir estos momentos, estas verdades. La música nos lo hace sentir al combinar en el tiempo, mediante el ritmo, secuencias de tonos mediante la voz humana y los instrumentos que hemos inventado a lo largo de los milenios. La pintura y la fotografía nos entregan la verdad a través de nuestros ojos, directamente a la conciencia, sin necesidad de pasar por las palabras. Nos estremecen porque se conectan, hacen alianza con las visiones de nuestra infancia y adolescencia, con todo aquello que recordamos porque lo vivimos con nuestros propios ojos. El cine, el teatro y la danza —y la ópera también, por supuesto— combinan estos discursos en medidas e intensidades diversas. Pero sólo la literatura depende de la palabra, y solamente de la palabra, para construir el universo todo de nuestra conciencia, que puede incluir imágenes, sonidos y movimientos.
La literatura los ordena y desordena con una libertad que inspira un miedo atroz a todos aquellos que desean controlar, manipular y tener narcotizada a la gente mediante malas imitaciones del arte. Las sufrimos viendo la televisión, escuchando la radio y leyendo todos esos libros que, en lugar de permitirnos vivir la verdad libremente, las muchas verdades de que el mundo está construido, desean predicar cómo debemos vivir y con qué cadenas debemos sujetarnos para ser buenos ciudadanos. Nos quieren vender una verdad que no es nuestra, que no convence porque no nace de una fuente de genuina humanidad. Nos quieren endilgar una verdad con mayúscula, el Dios verdadero, el cielo y el infierno envueltos en celofán, una verdad de pacotilla.
Pero la verdad es todo lo contrario. Lo sabemos intuitivamente cuando leemos un poema, un cuento o una novela escritos con la sal y el sudor de la experiencia humana, con el dolor y la alegría de seres verdaderos, complejos y contradictorios. Hay quienes buscan la homogeneización de todos los valores. Desean convencernos de que ser buen ciudadano equivale a no hacer olas, a ignorar las diferencias, en jalar parejo para hacer cumplir su sueño de seguir mandando sobre todos aquellos que deben portarse bien. Pero para ser buenos ciudadanos, es preciso rechazar la bondad prefabricada. Necesitamos conocernos, saber quiénes somos y qué necesitamos, qué queremos y qué podemos ofrecer. Lo descubrimos viviendo de veras, y la literatura es otra manera de vivir, de ser uno y lo otro, de vivir en dos o más planos simultáneamente.
Esto es lo que nos da, para decirlo en lenguaje fotográfico, profundidad de campo. En términos de las artes visuales, se llama perspectiva. La literatura conjuga lo inmediato de la experiencia propia con la distancia de una experiencia ajena que, al leer, volvemos propia. La literatura es la encarnación de una paradoja vital: comprendemos mejor nuestra vida —nuestra verdad— cuando la vemos contra el fondo de otras vidas y otras verdades. Y descubrimos, las más de las veces, que la nuestra, aunque propia y auténtica, no es única. Nos damos cuenta de que nuestras necesidades y nuestros deseos, nuestros miedos y todo lo que deseamos ofrecer, tiene mucho en común con los de otras personas. No importa si viven en nuestro país o si hablan nuestro idioma. No importa si vivieron hace dos mil años, si viven en un futuro de ciencia ficción o si pululan entre nosotros como sombras familiares: los Holden Caufield, las Princesas de los Palacios de Hierro, los Pichulas Cuéllar, las Vírgenes de medianoche, los Aurelianos Buendía, las Venaditos Solar y los Palinuros de México que tan íntimamente conocemos, con quienes hemos compartido tanto, con quienes nos hemos reído y llorado, enojado y contentado, a pesar de que son productos 100 por ciento imaginarios, hechos tan sólo de papel y tinta.
¿Alguien se atreve a poner en tela de juicio la realidad de los laberintos de Borges, hayan sido construidos en prosa o en verso? ¿Quién no ha visto el cielo que en el poema de Sabines se mide por alas, y su mar que se mide por olas? ¿Y quién no se ha medido con un rasero de puras lágrimas? ¿Quién no ha vivido en la ciudad de Rubén Bonifaz Nuño donde nos encerramos desajustadamente en guerra mínima, a pensar los ochenta minutos de la hora, en que es hora de lágrimas? ¿Quién puede poner en duda esa roja alegría incauta, ese sol sin freno en la tarde que solamente Rut, la de Gilberto Owen, detiene? ¿Y quién que la ha conocido no la ha hecho suya, carnal y literariamente suya, endemoniada y angélicamente suya? ¿Para quién no es verdad la noche estrellada de Neruda en que escribió sus versos más tristes mientras tiritaban, azules, los astros, a lo lejos? ¿Para quién no es tan corto el amor y tan largo el olvido? ¿Y quién se atreve a afirmar que no ha visto ese sauce de cristal, ese chopo de agua, ese alto surtidor que el viento arquea —dos veces y eternamente— en la Piedra de sol de Octavio Paz?
Quien diga que no, no ha vivido porque no ha leído. O sólo ha vivido a medias, como sombra, condenado a un aquí y un ahora sin relieve. Va como el gusano que recorre eternamente la orilla de un platón, pensando que va en línea recta, hacia adelante, cuando en realidad va dando vueltas sobre un solo eje cruel que lo tiene anclado a una verdad sola que ni siquiera es capaz de reconocer porque no puede verla. No ha leído el poema o el cuento que le sugiera que hay otros caminos, otros niveles, otras direcciones y distancias.
Quienes pretenden saberlo todo son tontos, como el rey Lear, tan ciego que debe perder sus ojos para —sólo así— estar al parejo con su propia, trágica realidad. En cambio, el que dice, honestamente, que lo único que sabe es que no sabe nada, se encuentra siempre al comienzo de un viaje interminable de descubrimiento. Y cuanto más descubre, más comprende que el universo es infinitamente complejo, que no hay respuestas fáciles, que el blanco y el negro son meras abstracciones de mentes débiles, incapaces de discernir los matices de gris y color que llenan todo el espectro de la humanidad, hombres y mujeres de ahora y de antes; heterosexuales, homosexuales, bisexuales, transexuales, asexuales y hermafroditas ; negros, amarillos, rojos, café con leche y blancos; amantes del fútbol y de la poesía; altísimos y chaparrísimos, quienes juegan al póquer o dominó y quienes conquistan las cumbres de las montañas más peligrosas; los que exploran la vida microscópica y los que escudriñan las galaxias; hombres, mujeres y niños que se enamoran cíclica, inopinada e infatigablemente, junto a aquellos que se devanan en una espiral descendente hacia la desesperación y la locura.
El arte nos lo hace saber, nos lo hace vivir. Mientras estamos inmersos en él, constatamos su verdad, no existe más: nos encontramos en su mundo. Por eso, al escuchar una sonata de Beethoven, mientras suena en nosotros, sólo existe esa sonata, esa sonata es el mundo. De manera parecida, una fuga de Bach ocupa, en planos paralelos, divergentes y convergentes, todo el espacio de nuestra conciencia mientras dura. Y cuando termina, nos ha transformado. Su verdad nos ha hecho crecer. También lo hacen —a su manera— el teatro, el cine, la danza, la ópera, la fotografía… Cuando Fidelio —Leonora— canta su amor por Florestán, canta nuestro amor porque todos lo hemos sentido. Canta la verdad porque es real y es humana. Al ver la Noche estrellada de Van Gogh, nos transporta a nuestra propia noche estrellada, a la vorágine de emociones que nos envuelve a la menor provocación, cuando menos lo pensamos, y nos zarandea.
La verdad del arte, la verdad de la literatura, son muchas verdades múltiples que no son exactamente las mismas para todos pero están todas interconectadas y salen de una sola fuente primigenia de humanidad que exploramos cada vez que abrimos un libro, escuchamos un poema o un cuento. Y cada vez que levantamos la pluma para expresar nuestra verdad, lo que en el fondo hacemos es enriquecer el mundo. Le echamos otro piso a esta construcción que empezamos colectivamente hace más de 100 mil años y que ya alcanza los cielos, los de nuestra imaginación y nuestra experiencia, que son nuestra verdad, nuestras verdades: el cúmulo de las verdades de todos los seres humanos.